Las piedras crujían bajo los zapatos de goma de Esther. La calle tenía más de dos años con el pavimento a medias. “El estado de México trabaja para ti”, rezaba un letrero empolvado. El viento le soplaba en la cara con calor de estío, saturado de heces de todo tipo de animales. También el aroma de los montes iba subido de contrabando en ese viento. Había llegado. Tocó a la puerta.
-Buenos días, señora María.
Nadie contestó. Volvió a gritar, esta vez un poco más fuerte. Del interior escapaba un olor a tortillas quemadas y leche agria.
-Pásate, Esther, estoy acá atrás en el patio.
La voz, lenta por estar cargada de años, llegaba desde el fondo, después de atravesar un laberinto de oscuridad, guiada sólo por el grito de Esther. Era el único cuarto, además del baño. Había una estufa, un ropero y un par de sillones viejos, flotando en un olor a humedad y fruta fermentada. Sobre la lumbre había un comal humeante. Esther apagó la llama justo cuando la señora María entraba; en sus manos llevaba un manojo de acelgas.
-Toma, las acabo de cortar. Llévaselas a tus hijos-dejó las hierbas sobre la mesa y se limpió las manos sobre el delantal transparente de tan viejo. Sus manos olían a cloro, a tierra mojada.
-Gracias. Le apagué la lumbre, otra vez dejó prendido el comal.
-¡Otra vez con mis olvidos!- La anciana caminó hacia la estufa y revisó todas las perillas, luego se persignó frente a la mesa donde reposaban decenas de santos y vírgenes. Al frente de la comitiva, como un guía que no sabe para dónde ir y no se atreve a confesarlo, Jesucristo estaba atado con sangre y hierro a su cruz.- ¿Ya llegó?
Esther asintió, se sentó en uno de los sillones. Miró alrededor como si nunca hubiera estado allí, como si a pesar de sus incontables visitas desconociera la casa. En una de las paredes la humedad seguía avanzando, trazando el mapa de una tierra desconocida y prehistórica, de fronteras de musgo y soledad.
-¿Ya llegó?- repitió la anciana mientras tomaba del ropero unas pastillas. Se sentó frente a Esther.
-Sí, llegó apenas hoy en la mañana-Esther le dio agua a la mujer, volvió a sentarse. Sacó del suéter una hoja de papel doblada en cuatro, la aplanó sobre su regazo; brotaron unos trazos gordos y jorobados. Comenzó a leer con lentitud, casi a gritos por la sordera de la anciana.
“Mamá, ¿cómo está todo por allá? Acá cada vez se pone peor, no nos dejan salir ni a trabajar y la migra está agarrando a muchos cada semana; los que nos quedamos tenemos que conformarnos con que nos paguen menos con tal que no nos denuncien. La semana pasada estuve a punto de que me agarraran, me tuve que esconder como tres horas en un basurero atrás de un restaurante. Pero va a ver que todo va a mejorar pronto. ¿Usted cómo sigue? Me dijo Esther que había estado muy enferma de sus piernas; cuídese, no nos vaya a dar un susto. También me pidió Esther que le explique que no puede ir usted a contestar las llamadas a la fábrica donde ella trabaja, por eso se va a tener que conformar con las cartas que a veces mando y con lo que ella le diga. Cuando llegue el teléfono allá a la colonia, le mando dinero para que le compren uno y entonces le voy a poder hablar diario, si usted quiere. Hágale caso, ella siempre le lleva mis recados, sea buena gente. Primero Dios regreso para su cumpleaños, y la saco un rato a pasear a la ciudad. Tápese bien, tómese sus medicinas. Ahorita no le voy a poder mandar nada en un buen rato; yo a veces apenas junto para comer y pagar el cuarto que me rentan. Espéreme, le juro que le voy a volver a mandar como antes. Mientras, mándeme la bendición que desde aquí se la recibo. Dios la bendiga, mamá.”
-¿Otra vez no mandó nada?-La voz de la anciana era un lamento susurrado en voz alta.
-No. Pero no se sienta mal, así está ahorita con todos. Una de mis comadres tiene un sobrino allá y dice que lo mismo: meses sin mandar nada.
-Es que…
-¡Anímese! ¿No le está diciendo su hijo que no la quiere ver mal?
La mujer comenzó a sollozar quedamente, las manos sobre el rostro. Las arrugas en su piel eran un laberinto que no llevaba a ninguna parte. Volteó la mirada hacia Esther.
-¿La próxima vez que te hable al trabajo le puedes decir que ya se regrese? Que ya no importa si trae dinero o no, pero que lo quiero aquí conmigo.
-No se impaciente, va a ver que regresa, pero no ahorita, si no, imagínese, no le va a acabar su casa: por eso se fue para allá. Tanto para nada.
La señora asintió. Era ya incapaz de pensar, sólo le quedaba sentir, como si todo lo que alguna vez habitó su cabeza hubiera cruzado la frontera hacia su corazón, donde aún quedaba algo de vida.
-Ya me voy, mañana vengo a verla. Ándele, váyase a su jardín, mañana vengo y le ayudo tantito con sus plantas. Tome- Esther metió la mano a su pecho y sacó un billete de cincuenta pesos- ahora en la quincena le doy un poquito más si me sobra.
La anciana no rechazó el billete. Esther salió lentamente.
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La casa de la señora María estaba rodeada por una barda inconclusa, llena de leyendas y dibujos obscenos. Las varillas sobresalían del concreto en la parte superior; tallos oxidados que se negaban a florecer. Esther dio una última mirada antes de doblar la esquina.
El camino de vuelto, bajo el sol, fue un ensayo del infierno. Por fin llegó. Abrió la puerta de madera. Los llantos de sus dos hijas menores habían tejido una telaraña donde moría la tarde. Su hijo mayor, de no más de seis años, tiró de su falda.
-Mamá, tengo hambre.
Esther caminó hacia la parte trasera de su casa. Salió al patio y se acuclilló junto a un montón de tabiques. Ahí estaba, una bolsa con billetes y cartas viejas. Jaló un billete de doscientos pesos, una de las hojas cayó. “…cuídemela, doña Esther, que nadie le quite su dinero. No creo volver, se la encargo.” Regresó el papel a su lugar, escondió la bolsa. De vuelta al interior, extendió el billete a su hijo, luego tomó de la mesa un trozo de papel. Escribió, con trazos gordos y jorobados, una pequeña lista.
-Ve a la tienda y compra esto. Agarra bien el cambio, no te tardes.
El niño salió, dejando la puerta abierta. Las niñas seguían llorando; en el ambiente había un aroma a ropa sucia y mojada. Esther salió a descolgar la ropa de los tendederos. Las gotas comenzaron a caer.
Allá, por donde debía estar la casa de la señora María, el cielo era oscuro como una ausencia, como un silencio prolongado. El viento del norte sonaba como un alarido.
Fotografía: Nómade, de Francisco Lecona