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 Nací un ventoso día de otoño, en el mes de mayo de 1978. El viento puelche bajando desde la Cordillera de los Andes se dejaba sentir con fuerza en el hermoso pueblo lacustre de Panguipulli. Su impetuosa aparición provocaba la caída de árboles e inusitadas olas en el lago, aunque durante estos tres magníficos días de viento no caía ni una sola gota de agua. Este fenómeno de la naturaleza era mi favorito, el viento huracanado, la tibieza del aire, las hojas de los árboles volando, arremolinándose por doquier.

Siempre me ha gustado el viento y sus caricias, independiente de su frialdad, frescura o tibieza. En cualquiera de sus manifestaciones me lleva a establecer relaciones con mi nacimiento, mi entorno geográfico e infancia, aquel puelche indómito que no he vuelto a sentir sino en Panguipulli. Sin embargo, hay otra inclinación poderosa en mí que ha estado presente a lo largo de mi vida y de la cual desconozco completamente su origen, pero que se ha manifestado de forma consciente o inconscientemente, dejando recuerdos grabados que creo, ya es momento de plasmar para quienes más quiero, y así entiendan lo intrincada que puede ser una Mente Suicida.

La cercanía con el suicidio fue un hilo conductor en mi desarrollo, que estimo se ha presentado de dos modos invariables, el suicidio inconsciente, como le llamo a las peligrosas situaciones a las que un niño se expone temerariamente, un coqueteo con la muerte, un suicidio frustrado y paulatinamente, se irá perfilando y acrecentando la actitud suicida consciente, que, con o sin motivos, continuó acompañándome durante mi adolescencia y juventud hasta presentarse, insospechadamente, una relación con un acontecimiento trágico y doloroso que marcaría a fuego mi vínculo con el suicidio y que explicará, de algún modo, mis afanes o el por qué de mis tentativas. Gracias a aquel acontecimiento trágico contuve mi afán de llevar adelante mis intentos suicidas. Tal vez alguien debía purgar por mí las culpas, pues de no ser así estas memorias jamás se hubiesen escrito.

El primer recuerdo suicida que tengo se remonta a los años 80’s. Panguipulli era un pueblo turístico y lacustre, cuyo principal atractivo, después del lago, eran sus veredas, delimitadas por una especie de cerquillo de madera que protegía en su interior el crecimiento de hermosos rosales. Esta comuna sureña pretendía ser conocida en el país como el «Paraíso de las Rosas», idea impuesta y respaldada por ordenanzas municipales que obligaban a cada vecino a hacerse cargo de la manutención del pasto, las rosas y el cerquillo que se encontrara en el frontis de su vivienda.

Mi familia vivía en la calle 11 de septiembre número 74, punto de salida sur del pueblo en dirección a la comuna vecina de Los Lagos. Hasta el año 1973 su nombre original era «Los Lagos», sin embargo, al producirse en Chile el golpe de estado, las autoridades dictatoriales decidieron reemplazar los nombres de las calles, colegios y cuanto nombre estuviera fuera de sus cánones políticos, morales, culturales y estéticos.

Nuestro hogar era un caserón construido en los años 50’s que fue habitado por mi familia paterna desde los 60’s. Mi abuela, en ese entonces viuda, nos cedió un espacio, me refiero a mi padre, madre, hermanos y yo. El otro sector del caserón estaba habitado por ella y por mis tíos Julio César y Juan Teodoro, a quien apodaban «Lolo». Con este último es con quien más aventuras y tiempo pasé en mi infancia.

Cuando mi tío estaba escaso de trabajo pasaba sus tardes en la cantina de en frente, a cuyo dueño llamaban «Pidén», creo que por sus largas piernas, no se me ocurre otra razón. La cantina derrochaba un aire festivo, aunque oscuro y húmedo, con un fuerte tufillo a cerveza en el ambiente. Poco se distinguían los rostros de quienes hacían de aquella una de las más concurridas de los alrededores.

Yo acostumbraba ir a buscar a mi tío, pues él siempre me invitaba un refresco Orange Crush, cuyo sabor y alto contenido gaseoso provocaron en mí una adicción. Aún puedo sentir las pequeñas burbujas gaseosas reventando en mi nariz provocando una sensación amplificada de bienestar y felicidad que sólo la infancia es capaz de otorgarle a los recuerdos.

No obstante, para que el Pidén me la sirviera debía mostrar alguna gracia a todos los parroquianos y una de las que más gustaban era el informe detallado de la programación televisiva del único canal que se veía en el pueblo con horarios incluidos, cosa que conseguía viendo la carta de ajuste muy temprano para lograr recordarla sin dificultad después.

El país venía saliendo de una de las peores crisis económicas de la historia y mi tío sin trabajo y sin dinero, se vio forzado a pasar más tiempo en la cantina, pero debía limitarse a un crédito exiguo que no alcanzaba para mi bebida, por lo que comencé a buscar nuevas entretenciones, dando paso a la mentalidad suicida inconsciente.

Sin saber qué me motivaba, me paré varias veces en la acera, frente a nuestra casa, esperando que pasara algún vehículo proveniente desde Los Lagos. Éstos bajaban la pendiente a gran velocidad y cuando yo los veía venir, cruzaba a toda prisa por delante de ellos. Al principio corría con bastante anticipación, pero paulatinamente fui retardando mi salida, sintiendo el paso de los vehículos cada vez más cerca, Ahora sí sentía los bocinazos acompañados de gritos y garabatos de parte de los conductores.

Me escabullía velozmente hacia la esquina de la calle para refugiarme en el porche del negocio de la señora «Lelo» y de este modo, jamás se enteraban mis padres, al ser alertados por los estridentes sonidos del claxon. Mi júbilo aumentaba proporcionalmente al riesgo al que me exponía, pero jamás comprendí qué me llevó a realizar semejante ruleta rusa, por qué me gustaba y extasiaba tanto esta situación.

La última vez que realicé mi cruce mortal fue un domingo por la tarde, lo recuerdo claramente pues aquel día se llevó a cabo el ritual sagrado de mi familia que consistía en mandarme a comprar temprano el diario «El Mercurio». Al regresar mi padre se sentaba en un rincón de la cocina y lo leía en silencio, escuchando muy bajo unos viejos casettes de Quelantaro. Los escuchaba así por miedo a ser denunciado por algún vecino proclive al gobierno militar, que literalmente había prohibido las manifestaciones culturales de carácter social, canción nueva y canto latinoamericano. Finalmente, este dominical rito concluiría con el almuerzo familiar, un gran plato de porotos con longaniza. ¡Cuánto extraño aquellos aromas, aquellos sabores de la infancia! Una vez concluido el almuerzo quedaríamos todos en libertad de acción. Y aquel día, por lo hermoso y radiante, sí que tenía posibilidades y libertad.

Como tantas veces, me detuve en la berma y esperé atento. Algunos vehículos bajaban con reducida velocidad, mas estas oportunidades las abortaba por ser faltas de emoción y fáciles para mi destreza. De pronto, vi una camioneta Chevrolet roja que se aproximaba rápidamente, gibé mi cuerpo como un velocista y cuando estuve listo salí disparado a su encuentro. Sin embargo, esta vez el cálculo intuitivo había fallado y el exceso de confianza me traicionó.

La camioneta frenó largamente y esquivó mi pequeño cuerpo, alcanzando a rozar levemente mi pantalón corto. Estaba tan asustado que no me fui hacia donde acostumbraba, sino que continué hasta la cantina del Pidén en busca de tranquilidad y resguardo. En la puerta me encontré de frente con el grupo de parroquianos que, con el ruido de la maniobra realizada por la camioneta, habían salido a enterarse del accidente. Mi tío Lolo estaba entre ellos e inmediatamente comprendió lo sucedido.

La conversación con el corpulento y rojo hombre que estuvo a punto de convertirme en un kamikaze lo convenció plenamente. Me dio un par de coscorrones que gatillaron un profundo llanto que acudió cuando dimensioné el acto que había cometido. Después de hablar largo y tendido en una esquina del bar, calmó mis sollozos con una Orange Crush y todo quedó en el olvido y en el anonimato para mis padres. No obstante aún acude a mí el recuerdo nítido, como si de una cinta se tratara.

Un par de años más tarde, en un radiante día de verano, acompañé a mi tío Lolo a su trabajo. Él, un pintor de brocha gorda, era el más conocido y solicitado de la comuna llegando a trabajar, en ocasiones, hasta con tres ayudantes. Yo me había transformado en uno más de sus acompañantes. Muy temprano nos dirigimos a unas cabañas aledañas al balneario «Roble Huacho» que necesitaban de una mantención en su exterior. Claro está que a mis siete años el compromiso laboral era tan exiguo como mi edad, así es que pronto, una vez que la temperatura aumentó, terminé nadando en las cálidas aguas del balneario.

Jugué por largos minutos a imitar los braceos de un nadador profesional, pero estos intentos terminaban tocando el fondo arenoso con mis manos. No me desanimé, por el contrario, era un desafío permanente que requería de esfuerzo y concentración, además, contaba con el apoyo de mi tío Lolo, quien cada cierto tiempo, se acercaba para cerciorarse de mis progresos en el nado y animarme a que continuara intentándolo.

Cuando aumentaron los bañistas sentí que mi espacio se limitaba y decidí ir a nadar cerca de un pequeño muelle para botes de arriendo, aquel lugar despreciado por los bañistas por el exceso de fango en su fondo. Sin embargo, mi presencia fue apenas percibida por el cuidador de los botes, y por los ocasionales navegantes. Así estuve un rato, braceando y chapoteando, pendiente de las salidas y recaladas de los pequeños navíos. De pronto, surgió la peligrosa idea de colgarme de la popa de los botes para ser arrastrado unos metros y soltarme en donde aún lograba dar pie, para luego volver nadando al punto de partida. Por cada intento exitoso me proponía aumentar mi hazaña, claro que de esto no se enteró mi tío, pues de otro modo me hubiera sacado inmediatamente del agua, dándome una larga reprimenda como acostumbraba a hacer cuando me metía en problemas.

En mi interior de rapaz travieso lograba comprender con claridad el peligro que implicaría mi nueva hazaña, pero pese a esa certeza decidí embarcarme en un viaje más osado que los anteriores; viéndome remolcado más allá de donde se encontraban los últimos bañistas, quienes no observaron ni menos imaginaron al extraño polizón que era arrastrado por el bote.

Ya adentrado en el lago, mis brazos comenzaron a sentir el rigor del esfuerzo. Intenté acomodarme, pero esto bastó para ser descubierto por los tripulantes del bote, cuatro adolescentes que reaccionaron violentamente llamándome la atención. Fue tal el miedo que sentí que decidí separarme del bote e intentar llegar a la orilla por mis propios medios. Naturalmente intenté dar pie, sumergiéndome en el acto, pero al salir a la superficie pude observar la costa distante, acrecentándose en mí el miedo y la desesperación. Manoteé intentando nadar como antes lo hacía en la orilla, pero no lo logré; ya había tragado bastante agua y no me quedaban fuerzas. Poseído por la resignación, pude ver el fondo arenoso, sembrado de troncos, que en distintas direcciones y tamaños tapizaban una atmósfera encantada y liviana en la que me quería perpetuar. Ya no manoteé, me iba irremediablemente al fondo.

Mientras sentía que flotaba en medio de las profundidades encantadas, fui jalado por una mano salvadora que me tomó de un brazo y me subió al bote. El miedo y el sobresalto me provocaron una explosión de llanto y, como el recién nacido al que se le estimula el sollozo mediante una palmada, mis pulmones cambiaron líquido por aire devolviéndome a la vida. El agua salía de mi boca y nariz a raudales. Creo que al verme en aquel estado hizo que los del bote sintieran culpabilidad, pues su tono cambió drásticamente, intentando por todos los medios bajar el perfil de la situación. Me preguntaron el nombre e intentaron festinar con la situación y consiguieron que me calmara. Sin embargo, en lo único que pensaba era en que mi tío no se enterara, dando rápidas y apremiantes miradas a la orilla y al muelle.

Después de un rato, en el que navegamos de manera horizontal a la playa y los jóvenes se cercioraran de mi estabilidad, se acercaron remando para depositarme sano y salvo en el pequeño muelle. Acongojado aún, me fui velozmente donde mi tío y no volví a moverme de su lado en toda la tarde, él jamás se enteró de lo sucedido.

Así transcurrieron los años de infancia y creo que no volví a enfrentarme a la muerte de manera tan drástica, pero siempre estuve envuelto en situaciones riesgosas. Me gustaba sentir la adrenalina a pesar de que en todas las ocasiones me sentía mal y arrepentido de mis actos.

En el triste mes de julio de 1991 mi familia partió en busca de mejores expectativas hacia un pueblo desconocido a varias horas de mi querido Panguipulli, atrás quedó mi barrio, mis amigos, mi tío y mi infancia. El pueblo al que nos mudamos fue el extraño y árido Chiguayante. Parecía más bien, una gran población, muy distinta a la húmeda tierra sureña de la que proveníamos.

Para todos los miembros de la familia el cambio fue traumático. Mis hermanos que ya habían terminado sus estudios secundarios en Panguipulli estaban obligados a trabajar, pues no teníamos dinero y las expectativas familiares hacia ellos eran mínimas, no les quedaba más alternativa que desempeñarse en lo que pudieran para colaborar con el insipiente presupuesto familiar. Yo en cambio, por mi juventud y supuestas habilidades me transformaba en la esperanza de mis padres por alcanzar una carrera profesional.

Mi entrada a la adolescencia no fue nada fácil y en el colegio, los muchachos constantemente se burlaban de mi acento al hablar y de mi soledad. Las niñas, por su parte, no se interesaban en mí, pues no tenía la apariencia ni la vida social de mis compañeros penquistas. En resumidas cuentas no tenía nada que ofrecerles. Debí aprender a generarme un espacio y encontrar el respeto a fuerza de violencia y en este proceso traumático bajé mi rendimiento académico y empeoré sustancialmente mi comportamiento. Pese a las dificultades, me las arreglaba para tener un rendimiento superior a quienes más me discriminaban.

A fin de año se abrían las admisiones de los liceos más emblemáticos de Concepción y de acuerdo a mis habilidades manuales y a la orientación vocacional de mi padre, mi futuro era uno solo, ingresar al Liceo Industrial A-31de Concepción, con gran prestigio regional, y de no ser así, al Liceo de Chiguayante, al que iban todos los que no podían ingresar al Enrique Molina Garmendia, Liceo de Niñas, Liceo Experimental de Niñas, Incofe, Insuco o Salesianos. Sin embargo, como yo era la esperanza para mi familia, ni siquiera era admisible pensar en la segunda opción, debía ir al Liceo Industrial.

Con un nerviosismo indescriptible asistí a los exámenes, la tensión era generalizada. Cuarenta alumnos en cada una de las 19 salas disponibles me hicieron pensar en seguida en la minuciosa selección que harían y más complicado aún me sentía, como único alumno representante de mi colegio.

El primer examen fue de matemática y dada su exigente dificultad, no logré contestar todas las preguntas. De hecho me arriesgué a responder varias sin estar completamente seguro, siendo además el último en abandonar la sala. Estuve apenas un par de minutos tomando aire cuando ingresamos al examen de Lenguaje, pero aún no conseguía quitar de mis pensamientos la prueba anterior y entre la sintaxis y la gramática mi ánimo decayó y al igual que la medición anterior, no concluí todas las preguntas, respondiendo algunas sólo por cumplir.

El almuerzo se extendería por una hora y media. Muchos se fueron a sus casas y otros tantos nos quedamos para comer los sándwich que traíamos de nuestros hogares, y en el extenso tiempo libre que nos quedó aprovechamos de recorrer el liceo.

Intenté imaginar que estaría ahí el siguiente año, entre talleres y aulas, no obstante, rondaba en mi mente la terrible certeza de no haber rendido bien los exámenes, aunque la mayor preocupación era decepcionar a mis padres, traicionando las expectativas puestas en mí. Literalmente me quería morir.

Aún faltaban minutos para rendir el último examen de conocimientos generales y quienes se fueron a sus casas regresaban entre bostezos y caras de preocupación. Caminaba ensimismado cuando por accidente me percaté de que algunos muchachos ingresaban por un agujero en la pandereta, hasta un bosque contiguo el que terminaba en un alto cerro. Ingresé tímidamente, subiendo por un sendero que desembocaba en una encrucijada, y ahí pude oír otras voces cercanas, sin embargo, no me interesaba encontrarlos, quería estar solo y caminé por una senda que me condujo lejos de las voces.

Un claro se abría a una especie de mirador circunstancial que apuntaba hacia el horizonte. Acercándome al borde pude ver bajo mis pies una pendiente cortada a filo, de considerable altura. Entre las ramas del roce, sobresalían puntiagudos troncos que quedaron luego de ser talados los árboles. Por mis pensamientos circuló la irrevocable idea de poner término a mi vida, no soportaba la presión familiar y sentía como un hecho mi fracaso. Se hacía necesario poner un pronto término a mi aflicción y la tentativa del suicidio consciente se hacía presente en esta etapa de mi vida.

Comencé a retroceder para tomar el vuelo necesario que permitiera lanzarme hacia el vacío. Mi congoja era inmensa, las lágrimas fluían, sin notarlo, como un escondido manantial. Tomé suficiente distancia, si me apresuraba todo acabaría rápido, el golpe de seguro se llevaría mi vida y mis aflicciones. Comencé a correr, el corazón agitado, la mente confundida, mi mirada nublada, el mundo desdichado pronto llegaría a su fin.

—¡Alto, dónde vas, tenemos que volver! —fue el grito que frenó mi carrera, sólo unos metros me separaban del precipicio y la muerte. Esa voz que había evitado con anterioridad me distrajo, me sacó del trance mortal que hoy, con la distancia que otorga el tiempo, agradezco.

Finalmente y para mi sorpresa, quedé seleccionado en el prestigioso Liceo Industrial, dejando conforme a mis padres, pero en mi interior subsistía un pensamiento desolador que se adormecería por un tiempo hasta encontrar suficientes motivos.

De quien salvó mi vida oportunamente, nunca más supe, de hecho no le vi al siguiente año cuando ingresábamos como flamantes alumnos. Tampoco recuerdo haberlo buscado y si en algún momento me dijo su nombre, no lo recuerdo y si nos encontráramos, de seguro no lo reconocería pues a pesar del esfuerzo que hago por traer su imagen a mis recuerdos, su rostro desaparece y sólo queda una voz que tuvo la fuerza suficiente para acabar con mi tentativa. A veces siento que soy un maldito ingrato.

Mi paso por el Liceo Industrial transcurrió sin pena ni gloria. Lo mejor de haber terminado aquella etapa fue la posibilidad de disfrutar de una libertad e independencia desconocidas, no obstante, iniciaría un nuevo camino de decepciones y dificultades que hicieron emerger la Mente Suicida una y otra vez.

Concluidas las responsabilidades escolares, la mano paterna y materna se hicieron menos opresoras. Claro que no opté por la universidad, el dinero escaseaba y las necesidades eran apremiantes por lo que ingresé a trabajar como mecánico a un astillero de la Armada de Chile. Al igual que mis hermanos, me había convertido en apoyo y aporte económico familiar por lo que ahora me atrevía a estirar los límites impuestos con anterioridad, dejándolos obsoletos.

La primera oportunidad de viajar, de salir y conocer el mundo se dio gracias a un duelo futbolístico entre Chile y Colombia en Santiago por las Eliminatorias al mundial de Francia 98 y junto a un grupo de amigos abordaría un bus con destino a la capital. La hora para el inicio de la travesía se había acordado a las doce de la noche desde la Plaza Perú, frente a la Universidad de Concepción.

Este viaje coincidió con mi bautismo en el consumo de marihuana. Mis amigos habían urdido un plan que requería de la compra en partes iguales de 30 gramos de esta hierba para el consumo, antes y durante el viaje. Una vez adquirida, enrollada y puesta en una cajetilla de cigarrillos, me fue encomendada la custodia de tan singular cargamento. Consideré que esta condición no revestía mayor riesgo, además me otorgaría algo de estatus en el grupo, así es que acepté sin problemas. Llegamos con tres horas de anticipación a la universidad y comenzamos a dar rienda suelta a nuestro desenfreno, contagiados por el fervor futbolero.

Ya cerca de la hora convenida y a poca distancia de la Plaza Perú, hicimos nuestra última escala y fumamos un poco más. Minutos antes, me aconsejaron dejar la marihuana escondida en un tronco ante cualquier eventualidad, pero yo a esas alturas había adquirido una seguridad absurda y continué guardándola en el interior de mi chaqueta. De pronto, entre los arbustos circundantes, un potente haz de luz nos cegó, era la policía civil y supe, de inmediato, que debí, haber aceptado el consejo que me dieran mis amigos. Luego nos registraron, encontrándome la cajetilla e inculpándome de tráfico. Ninguno de mis amigos habló, sucumbiendo ante el miedo. Fui detenido y separado de mis compañeros. Noche terrible, los demás partían a Santiago y yo a una comisaría, esposado como un delincuente. Interrogatorios, golpes, miedo, vergüenza, decepción y vana esperanza. Asumí culpas, declaré forzado, violentado, para ir a parar luego a un calabozo mal oliente con prostitutas, ebrios y delincuentes reales.

Poco a poco fui quedando solo. Todos se largaron, nadie llegó por mí. Sabía que nadie lo haría, pero aun así mantenía una pequeña y estúpida esperanza que me mantenía despierto y alerta. Jamás fue tan larga la oscuridad de la noche o la madrugada luminosa que se mostraba por la claraboya del techo; sin noción del tiempo, con hambre y frío. Me sacaron de ahí bruscamente, llevándome a otra comisaría donde se me formularon cargos y nuevamente los golpes minaron mi fe, hundiéndome en el infortunio. Más tarde me conducirían esposado a tribunales.

El interrogatorio ahí fue distinto, más compasivo. Pude dar a conocer mi real versión y llamar por teléfono, explotando en un llanto amargo que acudió irreprimible al oír una voz conocida. Desesperado, rogué que les comunicaran a mis padres en la situación que estaba envuelto y que por favor hicieran lo posible por sacarme en el menor tiempo de la prisión, que me llevaban a la cárcel de El Manzano como a un delincuente.

Después del llamado telefónico me puse de pie y los gendarmes me guiaron por un pasillo que concluía en un gran ventanal frente a las escaleras de servicio. Sentí deseos de volar libremente entre los escombros del ventanal, necesidad de terminar con aquella injusta locura. No recuerdo qué situación distrajo a los gendarmes, pero aproveché ese instante para salir disparado en dirección al ventanal, dispuesto a saltar al vacío. Sin embargo, mi debilidad por el hambre, la falta de sueño y las manos esposadas a la espalda facilitaron mi captura, derribándome.

Todo habría terminado tan pronto, pensaba, mientras me golpeaban con los bastones. Con los años, al pasar frente al edificio de los Tribunales de Concepción fantaseé con la imagen de un hombre que volaba entre cristales rotos desde el tercer piso, un hombre y un niño a la vez, un suicida, un desesperado.

Al pasar los años y debido a circunstancias familiares que nos llevaron a cambiar nuevamente de pueblo, región y estilo de vida, nos asentamos en la Isla de Chiloé. Recuerdo haber dicho a mis 20 años que me quedaría en la Isla, siempre y cuando encontrara trabajo y por éste me pagaran tan bien como en Concepción. Sin embargo, nada de eso sucedió y permanecí de todos modos en Quellón, sin trabajo hasta que apareció un nuevo oficio, inyectar salmones, con un sueldo bajo y cancelado a diario. Al poco tiempo, me convertí en una máquina de inyección, siendo considerado en la cuadrilla que vacunaría millones de salmones en el Lago Natri.

En medio de la faena, cuando todo parecía ir viento en popa, la pesquera, dueña de los salmones, organizó un asado al palo para sus trabajadores y se nos invitó cordialmente. No obstante, después de beber en forma moderada y comportarme adecuadamente, me marché junto a otros para continuar la juerga, bebiendo chicha en una pampa cercana a la casa donde nos vendían aquel néctar nocivo. Las horas y litros se multiplicaron y al caer la noche, ya pocos continuábamos en pie.

No sé por qué extraña razón me fui alejando lentamente del grupo, sin ser advertido por mis contertulios. La noche oscura y estrellada, y el excesivo alcohol, me otorgaban invisibilidad. Caminé hacia la carretera, que de seguirla, me llevaría hasta las cabañas donde nos alojábamos, pero una fuerza interna y desconocida me llevó a tenderme sobre la línea continua de la carretera, en medio de una curva cerrada.

Sobre el asfalto observaba atónito la noche estelar, sintiéndome tranquilo y relajado, hasta que oí algunas voces a la distancia, voces inmateriales, voces femeninas. Levanté levemente la cabeza para distinguir de dónde provenían, cuando una luminosidad cenicienta dibujó las frondas arbóreas al costado de la carretera. En segundos, aquellas voces se hicieron portentosas y desesperadas; gritaban mi nombre. La luz se intensificó dejando a mi alrededor ocres crepusculares. Los pasos rápidos y alocados se hacían más cercanos y confundían con las exclamaciones que me sugerían huir, pues se acercaba un camión. Me vi levantado violentamente por manos femeninas que me llevaron hacia la berma, al tiempo que se dejaba oír un estridente y ronco bocinazo que dejó el camión tras su paso veloz y arrollador. Sentí una lluvia de manotazos e imprecaciones.

—¿Acaso quieres morir, te quieres matar?

—¡No!, —respondí— jamás he sabido por qué hago estas cosas, no tengo explicación alguna. El camino a la cabaña fue de retos y más retos, lo recuerdo vívidamente.

Sin duda, llegar a vivir a Chiloé no fue nada fácil. En un principio tan sólo venía de vacaciones para estar cerca de mis padres y por esa razón no me interesaba hacerme de amigos, pues todo lo que necesitaba socialmente se encontraba en la ciudad de Concepción. Sin embargo, durante los meses que se extendía mi visita me dedicaba por completo a salir de excursión por los sectores rurales de Quellón o bien a devorar los libros de la nutrida biblioteca de mis padres.

Tiempo después, tras perder el trabajo en Concepción, mi estadía en Quellón se hizo definitiva debiendo acostumbrarme a las diferencias culturales, al estilo de vida insular y a la incesante lluvia que se dejaba caer durante todo el año. Esta situación cambió mi personalidad extrovertida convirtiéndome en un ser melancólico que pensaba constantemente en el suicidio.

Comencé a trabajar en lo que pude e hice algunas amistades que se prolongaron por un tiempo, sin embargo, no conseguí lo que deseaba, es más, no sabía qué hacer con mi vida. El suicidio rondaba mi mente con mayor frecuencia impidiéndome proyectar un futuro agradable. Fue en ese entonces cuando decidí probar suerte en Punta Arenas.

Ya instalado en el confín del mundo me fue imposible encontrar trabajo como mecánico en mantención y terminé trabajando como guardia de seguridad en un conocido supermercado del centro de la ciudad.

Después del trabajo, el desenfreno formó parte central de mis obligaciones diarias. En una de tantas noches australes salimos a beber con unos amigos a un lugar bastante alejado de la ciudad llamado Chabunco. Bebimos como si el mundo fuera a terminar y se tratase de la última noche de juerga. Además, uno de mis contertulios, que era chilote, dio pie a una nostálgica conversación que aburrió a los demás, quienes terminaron alejándose de nosotros para refugiarse a beber al interior del vehículo. Afuera, el frío era intenso, varios grados bajo cero, el agua nieve calaba nuestros huesos, entumeciéndonos. De pronto, el auto encendió sus luces y dobló hacia la carretera  dejándonos increíblemente abandonados. Una ira inmensa nos invadió y luego de maldecir e insultar a sus madres y cuánta parentela recordáramos decidimos caminar lo que nos separaba de Punta Arenas.

Salimos a la carretera con bastante alcohol en la mochila y frío en el cuerpo, enojados y decididos a pedir un aventón, pero no teníamos muy claro en qué dirección debíamos caminar hasta que, luego de discutirlo, avanzamos bajo el viento del Estrecho de Magallanes con el bronco sonido del oleaje a nuestro costado izquierdo y la omnipresente agua nieve empapándonos.

Varios automóviles pasaron sin hacer siquiera el amago de detenerse por nosotros, hasta que unas luces intermitentes nos devolvieron el alma al cuerpo, pero la alegría duró breves segundos. Reconocimos el vehículo de nuestros acompañantes y, sin pensarlo, cogimos de inmediato piedras que comenzamos a lanzar en su contra. Ellos, al ver nuestra hostil recepción, aceleraron dejando atrás gritos iracundos y el sonido sordo de las olas. Luego comenzamos a llorar y a maldecir a los fugitivos. Nuestra última esperanza se marchaba a toda velocidad para no regresar.

Desanimados continuamos caminando y bebiendo, cada vez más ebrios, más helados y cansados. Terminé una botella con un último sorbo sediento y pedí más a mi compañero, pero su mochila estaba abierta y el pisco había caído en algún lugar sin darnos cuenta. Discutimos, maldecimos y, como acto reflejo de impotencia y desesperación, la radio terminó estrellada contra el pavimento. Ya ni la música nos acompañaba, se había ido en los trozos de plástico que se desprendieron y quedaron regados en la carretera. Llevábamos un par de horas caminando. Ya no hablábamos y los pies comenzaron a arrastrarse por la nieve que a esa hora precipitaba.

En un punto la carretera pasaba junto a una playa, e inesperadamente mi compañero bajó a ella para adentrarse corriendo en el mar embravecido, mientras yo observaba atónito. Quise advertirle, le grité e imploré, pero no me escuchaba, las olas llenaban el aire de sonidos acuosos y espumosos. De pronto, una ola pasó sobre él y lo ocultó de mi vista.

Desesperado, acudí en su ayuda. El agua fría quemaba, ardía en mis piernas que tropezaron con su cuerpo que se dejaba arrastrar resignado. Intenté levantarlo, pero una nueva ola nos lanzó, dejándonos tendidos en la playa. Qué frío sentía, qué rabia tenía y la descargué contra mi amigo, unos cuantos golpes, insultos de grueso calibre y nuevamente estábamos caminando en la carretera, desesperados, empapados y muertos de frío.

Pasaron otros vehículos, pero nuestro aspecto debió repeler cualquier buen corazón. Nadie pudo imaginar el calvario que arrastrábamos. Comenzamos a gritar, para sentir un poco de calor e intentamos correr pero un par de duras caídas nos desalentaron.

Luego de largos minutos vimos a la distancia una luz, una luz quieta que podría ser nuestra única salvación de la hipotermia. Nuestras extremidades simulaban el rigor mortis, si no hacíamos algo de inmediato encontrarían nuestros cuerpos a un costado de la carretera a la mañana siguiente.

Aceleramos cuanto pudimos nuestro andar y las luces poco a poco comenzaron a multiplicarse. En nuestra locura creímos que por fin habíamos llegado a la iluminada Punta Arenas, sin embargo, era una pesquera nuestra posibilidad de salvación. No se veía movimiento en su interior, tan sólo la garita del guardia parecía tener vida. Comencé a gritar pidiendo ayuda, no había espacio para la vergüenza o el orgullo. De pronto, como un ángel celestial, un hombre de edad se acercó al portón, nos miró, escuchó y comprendió rápidamente la situación. Pedimos que llamara un taxi, pero esta alma caritativa nos invitó a pasar a su garita. Puedo asegurar que el sólo hecho de ver la luminiscencia de la ampolleta, provocó que mi cuerpo entrara en calor, como si de una fuente lumínica estelar se tratara, tal vez fueron las esperanzas. El guardia no habló, al parecer mientras menos supiera mejor para él, nos sirvió un café y acercó una pequeña estufa eléctrica. Nosotros no fuimos capaces de pronunciar palabras que explicaran nuestra estúpida y mortal situación, el temblor impedía tal cosa, así como el cansancio que nos fue invadiendo al sentir que nos habíamos salvado. El taxi tardó media hora en llegar, lo que seguramente nos quedaba de vida, de no ser por aquel guardiángel celestial.

Meses más tarde regresé fracasado al pueblo de Quellón y creo que fue para perderme durante años en la bebida. Seguramente fui alcohólico, pues no existía nada que me motivara más que beber hasta perder la conciencia, borrándome recuerdos y sueños. Llegar a casa de mis padres, sin saber cómo, era la proeza, pues quedar tirado en cualquier parte era sencillo, lo podía hacer cualquiera. Esta vida desordenada y sin horizontes, donde el poco dinero pagaba el licor y los cigarrillos, me impidió salir de la Isla por muchos años. Estaba doblemente aislado y resignado a este autoexilio.

A mi alrededor, conocidos y amistades salían adelante adquiriendo bienes, armando sus vidas y construyendo proyectos sencillos, que eran conseguidos a corto plazo. Para mí todo era lejano e inalcanzable. Tal vez mis anhelos eran excesivos o desmesurados. Todos los días eran el mismo día y un día, todos y cada uno de ellos. Así pasaron los años, monótonos como la lluvia que tanto desprecio.

Sin embargo, mis lecturas y una exigua inteligencia emocional me permitieron pasar algo desapercibido, aunque mi calidad de fracasado fue imposible de ocultar. Siempre pensé que la desdicha era la falta de oportunidades, y en mi caso, se transformó en una congénita ausencia de posibilidades. A veces, mientras los alcoholes aún rondaban por mis neuronas, pensaba en el suicidio y en cuál sería la mejor manera de ejecutarlo, sin dar problemas a quienes más quería. Mi vida no tenía valor alguno, pero nunca quise hacer miserable la vida de los demás a causa de mi autoestima. A pesar de estas cavilaciones trasnochadas, hubo una idea que me sedujo, no revestía mayores complicaciones y estaba estrechamente relacionada con sensaciones agradables que me eran familiares y que pretendía, estuvieran presentes en mis últimos momentos.

Pensaba en salir por la noche con dirección al balneario de Punta de Lapas, con una botella de pisco y beber por la carretera hasta llegar al Hito Cero. El alcohol me daría el valor necesario para bajar a la playa, adentrarme en el mar frío y nadar hasta que el retorno ya no fuera posible. Ahí, sin fuerzas, ebrio y resignado, todo terminaría. Pero, cómo resolvería el dolor de mis padres, primero, por la desaparición y luego, por encontrarme sin vida ¡cuán grande sería su dolor! Sólo esta perspectiva impidió la ejecución de mi muerte en aquellos años.

No obstante, una ilusión me sacó de mis divagaciones pesimistas. Por fin la posibilidad de estudiar se presentaba, podría cumplir con las expectativas de mis padres, con los sueños frustrados de la infancia. La ecuación se resolvía con inesperada facilidad. Comencé a estudiar los días sábados y a trabajar durante la semana, cambiando por completo mi actitud. Por primera vez sentía que era un ser importante para los demás, que valoraban mi persona. Fui responsable en la universidad, en el trabajo, con mis padres y con todos los que dependieran de una u otra forma de mi compromiso.

Sin embargo, en mi tercer año de carrera, cuando los pensamientos suicidas eran un lejano recuerdo de otro personaje, muy distinto al Edgardo que era hasta ese entonces, recibí la noticia inesperada que anunciaba la muerte de mi tío Lolo.

Me sentí culpable por no haberlo visitado desde que saliéramos, como familia, de Panguipulli. En 14 años nada había hecho para visitarlo y acompañarlo en su indigencia. Que maldito ingrato fui. Una especie de aletargamiento afectivo me impidió acercarme al hombre más importante en mi vida, quien plagó mi infancia de afecto, comprensión y juegos; demasiado castigo para mi atribulada mente. Y nuevamente la idea del suicidio acudió a poblar mis pensamientos. Al pasar las horas, nos enteramos de las circunstancias de su deceso, mi tío Lolo había optado por el suicidio para terminar con sus sufrimientos. Esto último, provocó en mí tal estremecimiento que pensé de inmediato, en la explicación de que mi mente suicida fue heredada. Seguramente algo en los genes se había transmitido y precisamente eso era lo que nos hizo tan cercanos cuando yo aún era un niño, no obstante, lo que me llenó de espanto y desazón fue enterarme de la forma en que había decidido morir, tal como yo había imaginado mi muerte. Su cuerpo fue encontrado flotando en las aguas del Lago Panguipulli, a escasos metros de la costanera. Dieron con él no mucho tiempo después que se produjera su último suspiro, dejando atrás una vida solitaria sin descendencia.

Con el tiempo emergieron detalles claves para entender su decisión. El abandono, el alcoholismo e indigencia configuraron el triste cuadro suicida. Siempre he lamentado no haber ido a despedirlo, no estuve presente en vida y menos en su muerte. Sólo mi padre pudo viajar, llevando nuestras condolencias y dolor hasta mi pueblo de infancia.

De ahí en adelante, mis pensamientos o actos suicidas cesaron y la vida se encargó de presentarme perspectivas laborales, sociales y personales alentadoras, logrando lo que nadie imaginó pudiera conseguir años antes, cuando me debatía entre el fracaso y la muerte. Sin embargo, aún algunas noches, el recuerdo de mi tío y su muerte suicida me afligen llenándome de sentimientos contradictorios. He llegado a la conclusión de que ese fue su último sacrificio por mí, su más audaz encubrimiento al realizar mi plan suicida en otro sitio, pero bajo las mismas circunstancias, muriendo en mi lugar.