María cerró el libro y miró por la ventana del aula. La plaza y su contorno urbano la sofocaron. Pensó en aquel río de Solís, magno e inexplorado, tan poco hospitalario. Sus alumnas comenzaron a dispersarse y el murmullo distendió la atmósfera viciada de marzo. Cuando sonó la campana, María ya había ordenado su portafolio. Estaba ansiosa porque era viernes. Al día siguiente a esa hora estaría llegando a La Plata
La Plata es el lugar en el que María se siente feliz. Llega citadina y externa, y rápidamente trata de ser parte, de parecer platense. Porque ser platense quiere decir ser la nuera del juez, cambiar la cinta roja cruzada por las paralelas pincharratas, participar de la ceremonia donde su suegra ostenta el mejor pan con manteca mojado en café con leche. Pan de La París.
María trae aires pálidos. Cose su ropa con modelos que copia del cine y así luce joven. No como su madre ya vieja a los 50. No como su hermana Inés, ya vieja a los 30. Y eso es lo que viste cuando llega al Jockey Club de Punta Lara y de lo que se despoja para alinearse y divertirse, para nadar en el río o en la pileta de agua salada. La miran porque es linda, porque su pelo rubio cae en ondas cuando se lo suelta. Pero pronto dejan de mirarla porque olvidan que viene de lejos y porque todas son lindas y sueltan su pelo en ondas
Tiene un tío María. Un tío marinero, como en los cuentos. Viaja por el mundo y trae pajaritos mecánicos, chicles rosados e indiscretos y especias que no logran adobar la mesa cotidiana. Hace unos días el tío volvió a casa con sus valijas cargadas. El itinerario esta vez había excitado la imaginación de María hasta impedirle concentrarse en sus clases: los Estados Unidos, la tierra de las estrellas de cine, de las trompetas intensas y también de las máquinas lavaplatos y las tostadoras eléctricas. Había sacado, el tío, dos paquetes iguales. Inés nunca usaría pantalones y sin embargo recibió con cortesía el regalo. María en cambio asumió la prenda como si se hubiera cosido para ella.
Hoy sábado es el día del reencuentro con Abel. Es día de club y suegros y cuñada y amigos deportistas. María, aún en Buenos Aires, tiende su guardapolvo en el barral de la cortina de baño y examina que no haya quedado ni una mancha. La penumbra del amanecer y la luz débil del baño no la ayudan. Piensa que en La Plata todos encontrarán el lunes su ropa limpia y planchada. La única que usa guardapolvo como ella es Mónica, pero se lo lava y se lo plancha su mamá porque Mónica todavía es alumna del secundario. Diecisiete años tiene. Cinco menos que ella. Y pasarán muchos años para que Mónica trabaje y lave y planche su ropa. Y ya no serán cuñadas cuando esto suceda.
María la quiere a Mónica, se hicieron amigas. Pero no la protege porque de eso se encarga su suegra. Mónica es la preferida porque César es el preferido y todo lo que toca lo convierte en oro. Incluida a Mónica. Tiene el pelo abundante y cobrizo y se le forman hoyuelos cuando gesticula. Su madre no le permite usar escotes ni polleras tubo. Así que espera a María cada sábado para que le preste sus faldas ceñidas. Está con César desde los 15 y piensa que se casará con él y envejecerán juntos. Piensa que él le es fiel.
El viaje a La Plata es cansador. Cuando el micro abandona La Boca comienza a errar por un paisaje ajetreado en donde se mezclan los olores del río y las esperanzas zurcidas con máquinas de coser recién estrenadas. Ella también tiene una máquina nueva pero su padre le ha dejado bien en claro que es producto de sus privaciones y no del populismo de la generala. Ahora se debate María, porque su suegra le ha preguntado fervorosa si va a votar en las próximas elecciones y a ella su madre se lo ha prohibido. No saben sus padres que no es River Plate la única tradición familiar que abandonará María.
El traqueteo del micro mientras circula por el camino Belgrano la adormece. Entonces cierra los ojos y dormita un rato. Abraza el bolso y piensa con cierta ansiedad en la ropa que estrenará. La radio del colectivo se hace gárgaras con un tango amarronado. Sueña que está en La Plata y se la llevan y ella no recuerda dónde vive y los otros hablan una lengua que ella no recuerda y la obligan al caos de calles con nombres y ella olvidó cómo caminar por ahí y está perdida y le piden que diga cómo preparan el café con leche los de allá y huele a pan fresco y ella se niega a hablar y oye un tango estridente y ella está vestida para bailar jazz y corre para volver y no encuentra el camino.
La sacudida la despierta. El micro detiene su marcha junto al cordón y María ve por la ventana a César. Está apoyado en un poste de luz con un cigarrillo en la mano. Abel no vino porque está estudiando. Lo mandaron a César en el auto del padre. César habla del torneo de vóley que está disputando y de las exigencias molestas que traen acarreadas los entrenamientos. Cuando le abre la puerta del auto, larga una bocanada de humo y le dice cercano “Estás hermosa”.
En la casa de sus suegros ya se sienten los preparativos de sábado a la mañana: se llenan canastas de picnic, se apilan raquetas de tenis, se amontonan abrigos para el atardecer. La reciben a María con calidez pero no interrumpen sus tareas. Abel es el único que está quieto: en el estudio del padre lee con esfuerzo. María se asoma desde la puerta entreabierta. Lo ve a Abel, fatigado. Y al General, atrás, erguido desde el marco dorado en el retrato que domina la oficina. María trata de sentir antipatía pero no le sale. No recuerda los argumentos de sus padres. El general es carismático como su suegro. Trata de imaginar a Abel ejerciendo de abogado. A Abel no le gusta el Derecho pero no tiene opción.
María escucha la risa lejana de su suegra. Está tomando mate con César en la galería que da al jardín. Los envuelve la calidez de marzo. Abel no se ha dado cuenta de que María lo mira, y se despereza. Ella entra y se acerca. Él la sienta en sus piernas y se besan. “Estás hermosa” le dice y le acaricia las rodillas. Cuando Abel la visita a María en Buenos Aires, el cariño es distante y formal. No hay abrazos ni caricias. La cena se comparte en familia pero Abel no soporta el humor ácido de Inés ni la temática política que suele dejarlo mudo para evitar fricciones.
Como Abel quiere estudiar antes de salir para el club, María decide ir a cambiarse y sube las escaleras. Su suegro desde abajo le hace una broma, algo que termina en “…señorita maestra”. Ella no lo comprende pero sonríe y le tira un beso.
Mientras María se cambia, escucha el timbre. La voz de Mónica se mezcla con la de su suegra. Hay risas, besos y mates recién preparados. María saca la ropa de su bolso y la acomoda sobre la cama. La blusa de mangas princesa irá perfecta.
Cuando baja las escaleras, sus suegros y César discuten el agregado del aderezo en los sándwiches. César la mira y sonríe. Su suegra se acerca y toca sus piernas. Es la primera vez que ve un vaquero. “Allá los llaman jeans. Me los trajo el tío del último viaje.” Abel se ha incorporado al grupo: “¿Y los usan las mujeres?” César le responde: “Sólo las que se animan a más”. Abel lo mira para pegarle pero nunca lo ha hecho porque César es menor. Mónica surge del toilette agitando sus manos húmedas: “No hay toalla”. Pero nadie la socorre. Cuando ve a María abre su boca sin emitir sonido y luego articula la protesta: “Esto no es justo. ¿Cuándo podré usar yo algo así?” “Cuando estés dispuesta a enfrentar a los indios” bromea el suegro. Y todos ríen menos Abel y César que no se han quitado las miradas de encima.
Ilustración: Life is too short.., de Ana Monti