Pachuca es una ciudad que teme al olvido, su transitar es frio y cotidiano. Por las tardes, cuando el aire recorre las calles y agita consigo las ramas de los árboles, es posible imaginar que son las dunas del desierto o las olas de los mares las que se mesen por sus diminutas avenidas.
Esa es quizás su gran peculiaridad, aun así, el aspecto es de un sitio donde nunca ha posado su rostro el amanecer; el cielo está lleno de recuerdos tristes y ha tomado una apariencia obscura con nubes cargadas de males que afligen al viento.
Los huesos se debilitan por las penas de quienes los sostienen; las almas deambulan sin sentido, como hielos que surgen de las mismas entrañas del invierno.
En cada mirada puede intuirse el vació de cada ser, que es más hondo y más profundo que las cicatrices de los cerros.
Todo paisaje lo ha pintado la tristeza, y no hay motivo ni encanto que haga perecer la lástima, vuelta por los faros que alumbran nuestra mirada, que todos derramamos por vivir; por vivir así, con el corazón hecho piedra y un dejo de nostalgia.
A Dios le entristece Pachuca, por eso derrama sus lágrimas, que caen en forma de lluvia.
No imagino como seguir en esta ciudad, con la aflicción colgada al cuello como una soga que cesa mi aire, mi respiración.
Dime cómo sobrevivir a ésto; cómo hacerlo con la garganta herida por oprimir mis gritos desconsolados y no expresar todo lo que en verdad me duele, que tú te hayas marchado.