Me sorprendió la efusión con que algunos celebraron la novedad (en realidad existe desde el 2011) de un blog con traducciones de Charles Bukowski al habla chilena. Culiando con Bukowski se llama el sitio, causando una imagen desafortunada. Del norteamericano sabemos que es un autor con fama de ser para adolescentes, que a cierta edad ya no sorprende mucho –o al menos es el consenso que he oído–, pero ahora que podemos leerlo con verbos nacionales, tales como pajear o el mismo culear, parece haber cobrado un segundo aire.
Revisé en una página de Facebook los comentarios de mis compatriotas sobre esas traducciones y la mayoría exclamaba que por fin, ya estaban hartos de leer las palabras follar o coño o gilipollas. ¿Lo dijeron en serio?, ¿hace eso una gran diferencia? Al revisar quienes opinaban no pude sino advertir la aparente casualidad de que algunos, los más entusiastas, eran de clase algo alta. Y sospeché que veían en las, llamémoslas así, procacidades una suerte de catalizador a una tara de infancia o algo así. Quizá padecieron una formación muy pacata y lo ven casi como subversivo. Se trata, en buena medida, de la tendencia conocida como abajismo. Desde luego esa tendencia se mezcla con otras, como chovinismo, antiimperialismo, etcétera. Cada uno se hace su mezcla.
A propósito, ese abajismo evidente en este caso parece a primera vista una idiotez, por lo mucho que tiene de farsa, de búsqueda de redención social. Pero a la distancia también muestra puntos positivos, como una movilidad y una apertura cuya existencia es preferible a un simple abismo entre clases.
Vuelvo a lo del blog. Resulta inevitable, además, sospechar que su trabajo de traducción se basa en cambiar vergas por picos y coños por zorras. No he cotejado en detalle las versiones, así que no podría asegurarlo. Como sea, no creo que en esas palabras radique algo así como una chilenidad esencial. Son más bien una de nuestras características superficiales, sustantivos o verbos que son intercambiables con los de otros países, como bien refleja el blog bukowskiano. Lo ineludiblemente chileno lo encuentro en ciertos giros, un exceso de diminutivos y frases de atenuación (que tan bien ha estudiado Juana Puga) y sobre todo frases ambiguas o de múltiples sentidos, o aquellas que haciendo una afirmación en realidad niegan. Al describirlos suenan absurdos, y quizá lo sean. A muchos nos ha tocado ver cómo confunden a los extranjeros esas frases a las que estamos tal vez demasiado acostumbrados.
Bien o mal, algunos poetas y dramaturgos nacionales son quienes han asimilado estos giros. A diferencia de ellos, los novelistas suelen ocupar un habla casi neutra, acusada a menudo de ser así por un descarado afán de ser leído en el extranjero, en España para ser exactos, acusación comprensible y también aplicable en muchos países vecinos.
Viene aquí al caso un diálogo publicado en la revista online Traviesa. Allí el crítico español Ignacio Echevarría y el escritor argentino Damián Tabarovsky tuvieron cierto roce a partir, según recuerdo, de una queja de Tabarovsky sobre lo pésimas y provincianas que suelen ser las traducciones españolas (“malas hasta para los propios españoles”), junto con el mercado hispano, o más bien la ideología de este mercado, al cual acusaba de condicionar la escritura de los latinoamericanos, quienes, si no acudían a un tono neutro, difícilmente serían leídos allá. Echevarría no esquivó el bulto, reconoció una actitud cercana a lo totalitario que ha predominado, pero de paso, y esto me interesó, ensayó una crítica a los novelistas latinoamericanos, en su mayoría lejanos a los colores de su habla local. Por unas pocas regalías, sean entrevistas o adelantos, o por debilidad de carácter, muchos sacrifican su herencia lingüística, dijo Echevarría, y explicó que a esta inclinación se llama disglosia (término acuñado por Ángel Rama).
Me cuesta estar de acuerdo con Echevarría. O me cuesta creer en la buena crianza de esas frases sobre conservar la diversidad de los dialectos o incluso aumentarla. Parece demasiado cómodo pontificar a favor de esa causa cuando se proviene de la metrópolis del idioma castellano, de la cual han surgido la mayoría de sus palabras, y es precisamente ese país el que en gran parte lo regula (a través de la RAE). Por otro lado creo difícil que un escritor que abunde en localismos, imaginemos una suerte de Mariano Latorre actualizado, triunfe de un modo distinto al local. Ni veo problemas, además, ni ninguna clase de pobreza en tener separadas la escritura del habla. Al contrario, me parece enriquecedor, da una perspectiva, y me gustaría pensar en la escritura como un espacio que trasciende la cultura que a uno lo formó. Quisiera además creer que un sudamericano, esto es, un ex-colonizado, a causa de esa disglosia intuye desde un comienzo algunas fallas o desajustes en su idioma, y pienso que debería tratar de arreglarlos no desde la mentalidad de su fundo, sino desde el mismo lenguaje.
No se me malentienda, no pretendo censurar en ningún caso a la oralidad ni a sus fluctuaciones, por más que en muchos casos no me parezcan más que ornamentos o filigranas dentro de un idioma que ya de por sí –por las condiciones geográficas de quienes lo hablan– tiene la cualidad aborrecible de generar una sobrepoblación de palabras inútiles. En la creación literaria, desde luego –diré una perogrullada– cada uno es libre de hacer lo que quiera, de agudizar las diferencias que hay en los lenguajes, o de buscar un tono que sea más natural, acorde a la tradición de la cual se surge. Pero cuando se trata de traducir, queda claro que hay una línea independentista que se contrapone a una colonialista, y que ahora, hoy, sobre todo cuando se proviene de una lengua que ha generado tantos dialectos, y cuya relación entre estos dialectos no suele ser menos que odiosa, esa operación debería inclinarse a otra cosa y convertirse en un gesto gentil, de aclarar un contenido, no de apropiárselo para tus compatriotas.
ilustración: Sofia Bonati