El conjunto de cuentos Boite Regine, se compone de trece historias que están unidas por su pertenencia al litoral central de la Provincia de San Antonio. Allí los personajes se dan cita para articular diversas narraciones de vidas, que en definitiva es lo sustantivo de este nuevo trabajo literario del sociólogo y escritor, Ronald Gallardo.
Este libro abre con el cuento Rubén y Laura y lo cierra el relato que le da el nombre al libro Boite Regine. No es casualidad este ordenamiento pues el narrador construye las diversas historias desde una perspectiva intimista a una más marcada por las objetividades. Se trata de un narrador en primera persona que luego va a dar paso a un narrador con características despersonalizadas. Hace con maestría y dedicación un dibujo de los mundos íntimos y geográficos de cada personaje y de su contexto. Se trata de un narrador que desliza historias donde los colores se ven, los olores se sienten y los lugares, centro de las diversas narraciones, se viven. El lector no puede quedar ajeno, se establece una complicidad entre lo narrado y la lectura. El paisaje está tan bien determinado que en muchas ocasiones ingresas a la lectura. El narrador no deja afuera nada. Al estilo realista, pero con las técnicas del relato actual, Ronald Gallardo, nos invita con la mesa puesta a recorrer el litoral de los poetas.
En El placer del texto, Ronald Barthes dice, «el texto que usted escribe debe seducirme». Los cuentos de este volumen, seducen desde el inicio y lo hacen porque la narración logra mutaciones desde la vida política y su compromiso en periodos de la dictadura a la vida cultural que tiene que ver con la cotidianeidad que hacen los personajes en la actualidad en el litoral central. El recorrido por ese paisaje costero del Chile central, va dando cuenta de la experiencialidad que los personajes son llevados por sus particulares vidas. Todo ello dado por una voz que registra y detalla los entornos, haciendo de estos cuentos verdaderos pedazos de historias de vidas. Bien podemos desde la mirada de los estudios de la cultura, hacer de estos cuentos una revisión científica de la vida y obra de cada uno de los personajes, porque a través de ellos podemos articular una visión histórica de lo que es el litoral central de la Provincia de San Antonio.
Cada cuento está lleno de carne, tienen densidad y sobre todo están cargados de vida, lo que nos recuerda a Nicomedes Guzmán, Carlos Droguett o Manuel Rojas, autores de la gran tradición de la narrativa chilena y que Ronald Gallardo, los repone a través de los diversos guiños que la narración va desarrollando. Existe certeza que lo que se cuenta está estrechamente ligado con lo real y que la ficción parece perderse en ese remolino llamado realidad donde en muchos casos es más ficcional que el artificio mismo.
Por consiguiente los trece cuentos de Boite Regine, son decididos intersticios por donde la luz del sol costero se asoma y cubre con todo su mantel, la vida y el escenario de personajes que llenos de angustias y dolores lejanos se reponen y ya no botan palabras tristes. Mastican el tiempo entre un entrar y salir de tantos bares metidos también en recovecos, de tantas calles cortas que se ven largas porque no concluyen nunca. Se trata de narraciones que fusionan la piel misma de la geografía con los que habitan allí. Se trata en definitiva, de los cuentos que mejor han logrado delinear la historia del litoral de los poetas.
Max G. Sáez
Director literario MAGO Editores
El capitán Beto y yo, por Ronald Gallardo
El tipo manejaba como un loco de atar por la carretera del litoral de los poetas. El tramo entre El Tabo y San Carlos se convirtió en una montaña rusa, subíamos despacio y bajábamos a alta velocidad. El colectivo iba repleto, todos en silencio e impactados por la actitud del chofer. Una mujer de edad avanzada comenzó a increparlo, que cómo era posible tanta irresponsabilidad, que no viajaba solo, qué debía disminuir la velocidad, que parara por favor, «¡me quiero bajar!» —dijo a gritos. El tipo detuvo el auto de una sola chantada, dio vuelta la cabeza diciendo —mire señora yo no obligo a nadie a subir a mi nave, si usted decidió hacerlo fue por su propia voluntad—. Con toda calma abrió la puerta desde su comando junto al manubrio y la señora se bajó amenazándolo —anotaré su patente, ya verá. El tipo nos miró a los tres quienes íbamos aferrados a nuestros asientos, preguntando —¿Quiénes son ustedes? ¿Cuál es tu nombre? Un pasajero dijo —me llamo Marco, el mío Juan Carlos —dijo el otro. Me quedó mirando fijamente. —Me llamo Alicia —dije. —¿Vives en el país de las maravillas? —preguntó, lanzando una carcajada y continuó diciendo —Yo soy el capitán Beto de esta ruta, quien quiera se puede bajar al igual que la señora, pero quienes decidan quedarse son bienvenidos, no les cobraré el viaje y los dejaré en su domicilio. Nos volvió a mirar esperando una respuesta, todos asentimos moviendo la cabeza afirmativamente. Yo iba sentada en el asiento del lado de Beto, me di cuenta que ninguno de nosotros nos conocíamos, por un momento dudé de estar en mi provincia, en mi costa amada, todo me parecía distinto, como si hubiese entrado en un mundo paralelo o algo así, cuestiones que le he escuchado decir a mis amigos místicos.
El capitán, abrió la guantera y sacó un CD, al retirar su mano, rozó mi pierna y me miró nuevamente a los ojos, cuestión que me gustó, vi en su mirada un fuego cálido, verdadero, me sentí segura, no sé por qué, pero le sonreí. Comenzó a sonar «The Crying Game» de Boy George y me mató con eso. Recordé mis tiempos de liceana, cuando con un pololo hacíamos la cimarra y nos veníamos a Punta de Tralca a tirar sobre la arena, ocultos entre las rocas y liberados por la brisa del mar. El capitán, como se decía llamar, abrió una ventana por donde mirar una aventura futura que quizás viviría y sin darme cuenta me dejé ir en esa realidad. Sin que nadie le dijera nada se metió por un camino hacia lo alto de Las Cruces, se detuvo de manera exacta afuera de la casa de Marco, quien se bajó agradecido, regalándonos una palabra de suerte queridos. Mientras eso ocurría, Juan Carlos, preguntó al capitán si podía encender un pito, a lo que el capitán asintió diciendo —si es yerba verde ok, si no te bajas enseguida. Juan Carlos río, diciendo —es Mayo, hermano—. Y encendió un fruto que perfumó todo el coleto y nuestras aventuras se fueron elevando para llegar a lo que nadie permite, un amor furtivo e indecente. La nave hizo un giro y otro más, para dejar a Juan Carlos más allá de la laguna El Peral, casi cayendo al mar, paró en las afueras de una casona en la parte baja de San Carlos. —Vengan, bájense —dijo—, acompáñenme. Entramos a un gran salón cerrado por ventanales hasta el piso y el mar que se venía encima como nuestra aventura. Juan Carlos comenzó a bailar solo, acercándose cada vez más a mí, insinuando sus deseos.
El capitán tomó mi mano sacándome de ahí. Ya sobre su nave y todos sus conceptos, con «el anillo del capitán Beto» sonando en el estéreo, nos entrelazamos en un juego sexual eterno que nos hizo uno, sobre esta costilla vital inundada de agua, de amor y salvajes fantasías. Despertamos al amanecer, con el sol dentro de la nave, el capitán encendió el motor y seguimos viajando por la ruta espacial de todos los tiempos.
Pintura: Ben Smith