Nadie quiere decir nada todavía de los asomos, que son las voces que vienen desde el mar y se alojan en una vía férrea –desolada en el tiempo– para reconstruirla como una ciudad patrimonial después de las devastaciones de un terremoto, para crear un mundo distinto pero posible a nosotros que se llama Cahili-Huta. Ahí están las voces y sus nombres son Felia, paseada al modo de las hojas en el viento, y que despierta a Justino, salido de la tumba que se había cavado, para zanjar su deuda con Romulio; sus nombres son Laura y Roberto, que juegan a ser visibles a la manera de alguien que quiere vencer su timidez; y el nombre de Carpaccio que pudiera ser el desdoblamiento de Diego Álamos. Estas son algunas voces, dentro de muchas otras más –el novelista describe una gran cena, lo digo yo, donde el pollo arvejado resalta junto a las arvejas brillando en la salsa junto a las blandas y un poco caramelizadas cebollas y zanahorias, todo mezclado al arroz; y es así como el trutro de pollo queda presentado al deseo de esta hambre feroz por narrar–. Son algunas voces –hay otras como las de la señora Gubbins, que custodia la vejez y la enfermedad como nos custodia la muerte–. Son tantos, tantos personajes que uno está ante un recuento de la vida, ante el recuento de un país entero, y eso hace que sea una gran novela colmada de diálogos. Tantas voces que es imposible no caer en la cuenta de que para cada uno hay un fantasma: ¿Sisto soy yo?
Nadie quiere decir nada todavía de los asomos que hay en Cahili-Huta, paraje hambriento de espíritu, descubierto en el trayecto de unos rieles. Ahí está el sonido de las voces, venidas de un mar profundo, y pareciera que los lectores han quedado enredados a la ilustración de las sábanas, como en una cantidad de novelas donde lo único que se hace es recortar y simplificar el lenguaje contando una historia de un modo analítico, contando más bien los argumentos que narrando con honestidad. Cahili-Huta puede narrar su historia porque las voces, voces que arrancan de un pasado en el fino modular de sus palabras; sus nombres, Felia, Sisto, Romulio, Carpaccio, etc, anuncian ese arranque; el tejido entre sintaxis y vocabulario que agracia las imágenes lo atestigua: “Empero –que es ‘pero’ anticuado–, no hay vuelta, en el fondo incluso las sábanas tientan las fisuras, a pesar del peligro, a pesar de que su reconstitución tras la osadía no lleve la firma del dios”; también el humor puro, ingenuo, bello en los diálogos: “–¿Y? –hiló Roberto. / –¿Y?, ¿cómo que y? –dijo Sisto. / –¿Y? –repitió Roberto. / –¿Y? ¿Y? –dijo sorprendido Sisto. / –Sí ¿y? / –Ah, es que ocurrió un accidente, ¿te acuerdas? Te traigo los gastos de mis exámenes médicos, me provocaste un TEC, ¿o ya lo olvidaste?”. Las voces así y aquí construyen su propio espacio que lo vuelven fantasmal, como una autobiografía velada, sin atender a los márgenes de un reloj, sino a ese tiempo que se embaraza varias veces en un día, un mes, un año; un tiempo que puede dar a luz una vida entera en un día, en un mes, en un año.
PS. Yo digo ahora solamente un asomo de los asomos que hay en Cahili-Huta. Digo “asomo” porque sólo los personajes –he dejado afuera a Quiroga y a tantos otros– ocuparían 2.500 caracteres. Digo: es estar ante un cuadro de Brueghel con las dimensiones de un gran mural.