La cajita de música era de mi madre. Levantabas la tapita y una bailarina daba vueltas. Eso es una caja de música, algo que abrís y suena. Mi madre, que está muerta, la tenía sobre su mesa de luz.
Durante años le dijimos, más por sentido común que por otra cosa, que la casa le quedaba demasiado grande para ella sola, pero bueno, además de ser mala, era terca y mañosa.
Una tarde bajaba al sótano, se resbaló y se rompió la cadera. Aunque estuvo un tiempo en el hospital arañándose a la vida, no tardó mucho en morirse.
La cremamos en Chacarita. A mi vieja no la quería nadie, estábamos mi hermano, su mujer, mis sobrinos y yo. No vino nadie más. Mi viejo se había fugado hacia ya más de veinte años. Tenía otra vida, no supimos más nada de él.
La semana siguiente fuimos a ver qué hacíamos con la casa.
En la habitación, con la cajita de música en la mano, le pregunté a mi hermano:
– ¿Vos la querés?
– No quiero nada – dijo.
– Sí, claro, yo tampoco. Pero esto me lo voy a quedar.
– Hay que poner la casa en venta ya. Organizamos una venta de garage y que se vaya todo a la mierda.
Los dos habíamos crecido ahí pero la casa hacía años que ya no nos decía nada.
Vinieron unas minas, unas chetas terribles de zona norte y tasaron todo lo que había dentro, desde los muebles y los cubiertos hasta las tulipas de las luces.
El otro sábado hicieron la venta. Vino gente desde las diez hasta las cinco, unos revendedores bien reventados, de jean y zapatillas de tenis o mocasines, mal afeitados, gordos, bastante desagradables, seguro que de San Telmo o alguna feria de fin de semana. Regatearon todo lo que pudieron, las minas nos miraban y nosotros decíamos que sí a todo, al final ellas terminaron peleando más el precio que nosotros. Deben haber pensado que nos chupaba todo un huevo.
Ponele, ponele que nos chupaba todo un huevo.
O ponele, mejor, que nuestra vieja era flor de hija de puta. Y sí, el mundo está lleno de hijos de puta, y la gente tiene hijos, y bueno, te podía tocar que justo tu vieja fuera una de ellos.
No pasa nada, tranqui, es lo que nos tocó. ¿Qué le vamos a hacer?
Una mina que siempre hizo el mal cuando pudo, desde el principio dándonos la menor cantidad de amor posible, ni la teta nos dio, le debe haber dado fiaca, seguro, ni fue jamás a un acto en el colegio o nos miró el boletín, nunca se interesó por si queríamos ser astronautas o futbolistas, siempre bicheando a todas las minas que traía a casa, prohibiéndonos todo aquello que nos podía hacer un poco felices. Esas eran las peores, las que no le costaba nada, esas cosas debían ser las que más placer le daba privarnos.
Y yo zafé porque fui el segundo. Porque mi vieja, además (y no sé para qué si nos odiaba), hizo la promesa de entregarle un hijo a dios si el barbudo lograba que se quedara embarazada. Así que mi hermano, por presión y coacción de mi vieja, casi se hace cura. Y hubiese preferido matarlo antes de que fuera otra cosa, pero por suerte él también la zafó. Pero pagó caro, se tuvo que fumar años de seminario, y a mi vieja gritándole que era un desagradecido y que dios lo iba a castigar.
Ni bien cumplí dieciocho me fui a la mierda, por supuesto. Mi viejo ya se había ido. Pero viste como es, uno siempre es un hijo, y más o menos tenés que estar ahí, aunque sea una hija de puta. Cuando se enferma la tenés que cuidar, y la vieja se enfermaba siempre, claro, porque nos quería cerca, no porque quisiera darnos cariño, ya ni te digo amor, cariño nomás, sino para controlarnos mejor, para tener el poder sobre nosotros, al menos un rato cada día.
Después ya no le creíamos, y nos hacíamos los boludos e íbamos muy de vez en cuando. Ah, y nunca un gracias o una sonrisa, obvio, la muy puta.
Ayer escrituramos, van a tirar la casa para hacer un edificio. Las fotos al final se las llevó mi hermano, creo que las quemó. Teníamos que haber quemado todo, su ropa y quizás hasta la cajita de música, no sea cosa que tanto mal se contagie por ahí.
Pero la cajita, como dije, me la quedé yo. La tengo en casa, no la abro nunca. Está ahí, la miro y me acuerdo, la tengo ahí para mirarla y acordarme, acordarme del mal y de todo lo que de alguna manera llevo adentro. Cuando tengo que tomar una decisión difícil, la miro, miro la encarnación del mal y pienso que no quiero eso, no quiero que lo único que quede de mí cuando me muera sea una puta cajita de música que alguien mira y se acuerda de todo lo que no quiere ser en la vida.
Ilustración: Paul Morstad