De CARTAS DESDE EL SANATORIO (Ediciones La Cadera Rota, 2014)
Mi madre me dijo que en la casa no podían inspeccionar si me tomaba las dosis correspondientes de medicamentos en los correspondientes horarios: mañana, tarde y noche. En la mañana, tres pastillas para despertar y borrar las huellas de una noche maléfica. En la tarde, tres pastillas para seguir despierta y no ahogarme con la lengua mientras recitaba poemas. En la noche, tres pastillas para ir sin culebras a la cama. Me dijo que hace meses nadie en la casa dormía de corrido, pendientes de que cualquiera de los ruiditos nocturnos –crujidos del techo, lauchas histéricas– fueran indicio de que otra vez me estaba colgando con los cordones de las zapatillas Converse al fierro de la cortina del baño. Me dijo esto mientras yo la miraba desde la puerta de calle con la mochila de campamento llena de cosas que ella misma había puesto dentro, un par de manzanas verdes, mi ropa de invierno, mi ropa de verano, el álbum de fotos de mis perros, los libros fotocopiados de la universidad –Santos y falsos santos de la colonia, La expresión americana y uno de Derrida que no sé leer–. La mañana no terminaba nunca de aparecer, el mismo cielo apagado, la misma luminosidad de humo, el mismo frío de mierda.
Luego, comencé un viaje en radiotaxi, un viaje oscuro por una ciudad que no reconocí. Estaba arruinada por la reciente epidemia que volvía suicidas a las personas y todos los habitantes, niños, adultos y ancianos, se encontraban en peligro de contagiarse de la angustia, el vacío, el absurdo que conducían indefectiblemente al pecado de inmolarse. En las veredas se amontonaban los cadáveres diversos: asfixiados, desangrados, intoxicados. Cada procedimiento de muerte dejaba expresiones distintas en los rostros de los cadáveres; los que se ahorcaban quedaban siempre con su larga lengua afuera; los que se cortaban las venas parecían haber muerto sin dolor, porque la ausencia de sangre quita la energía necesaria para realizar hasta el más pequeño gesto; los intoxicados con ansiolíticos o somníferos solo parecían dormir. Los que tenían el cráneo destrozado eran los menos. Claro, no es fácil conseguir un arma. Si se tiene plata, se puede comprar una inscrita, pero toma tiempo, lo que menos se tiene cuando urge matarse. Si no, en el mercado negro se consigue una más rápido, pero para eso hay que vivir en una población de la periferia, tener parientes en la cana, traficar droga en las esquinas.
El paisaje mejoraba hacia el final del recorrido por una extensa avenida, que terminaba en el cementerio general. Pero no llegué al cementerio general. El sanatorio al que me llevaba el chofer del radiotaxi, un hombre enfermo de tos, quedaba unos metros antes, justo frente de la morgue. Pensé que ese era el peor lugar de la ciudad para poner un sanatorio –y no creo que esa idea haya sido solo mía–. Entre la morgue y el cementerio, nadie puede conseguir sanarse de la cabeza. Ni de la tos.
No tengo idea hace cuánto ya de esa mañana. No tengo idea cuándo fue la última vez que, apretados en el sofá de mi casa, te dije que no quería vivir sin tu semen dentro. No siempre se puede lo que se quiere. Mi madre también me lo dijo.
De ARTIFICIO (Ediciones Colectivas Periféricas, 2013)
El otro
La retórica como doblez
1
Ándate despacio ahora, me dijo,
y ahí me mató algo
tanto, que me puse a maquinar
cómo lo tentaba para que me viera culebra
y nos acostáramos a la antigua.
Entonces, le leí unos poemas de Ramos Sucre
lo rocé un poquito para que me oliera.
Me escribió, me invitó a regar las plantas
yo quería, te lo juro
porque también lo olí allá arriba en el cerro
y era a cedrón su pelo su cuello su nuca.
Nunca fui a Independencia a verlo
pero así pasa.
3
Qué hago, te digo, qué hago
pues si acepto y vamos a ver las luces de la ciudad
no me aguanto y me acerco y te toco
suavecito quizás la espalda el cuello
y no lo soportaría.
Te diría no te mereces tal ultraje
-pero te lo hago igual-
Dejaría que caminaras bien cerca que me toparas
no habría vuelta no habría opción de decir chao
nos vemos yo te arrinconaría
sin permiso sin duda con elegancia
te pondría mis manos en la cintura
dejaría que el aire cargado de pitósporos
la nariz la lengua y ese temblor eléctrico
desde los hombros hacia abajo.
Sería el fin de la idea, mi amor
el fin de esta tensión diabólica
de los libros las películas el espectro
nos iríamos por la vereda repletos de sabor
a frambuesa en la boca
yo me volvería después a la casa sola
le daría un beso a mi otro hombre
y me iría al espejo a llamar al diablo.
De ÁTICO (Ed. Cuarto Propio, 2007)
DISCURSO I
Eres la niña de los nichos, cambias sangre de tu sangre, ensucias el lugar que tienes en la mesa, arrastras tu orina de la pieza al pasillo y lloriqueas bajito en la esquina grasienta de la cocina. Eres la vieja del cigarro chupado, la gallina hueca, la ruina familiar, la maldición del tatarabuelo, que obligó al cura santiguar el féretro materno con ortigas, porque los brujos habían corrompido su descendencia femenina de vírgenes locas, viudas secas, hijas enfermas. Escuchas el griterío de las arañas, no tocas la fragancia de los claveles, no caminas como cisne afeminado. Eres hielo dentro y dentro, feosa para los padres, que no alcanzan a olfatear la magulladura todavía húmeda que te hicieron sobre la razón y no cumplen su deber genético para merodear tu cabeza como tiuques tardecinos. Avanza la noche con su coreografía patética y tú ahondas en el excremento de la conciencia en desesperada búsqueda de la lucidez que extraviaste, ese bello equilibrio que te conducía al castillo de la vergüenza. Pero ya sabes que tu organismo esta deteriorado, que un gusano de seda se te metió por la oreja y elabora sus tristezas sobre la neurología retrasada de tu nacimiento. Yo sé que me equivoco, pero estás tan sola, tan sola, tan sola.
DISCURSO II
Una en mí maté
Yo no la amaba
Gabriela Mistral
Tengo el sexo abrumado, me falta un brazo en la conciencia, la danza lúgubre de la demencia esconde su pelusa dentro de mi ojo, enfría la saliva hasta el témpano. No soy la fémina de meneo azucarado, tengo el llanto de hombre bajo los pelos, ando tenébrica y fea entre el gentío de bocas secas, me sobran metáforas cadavéricas cuando lavo mis dientes. No soy la hembra fecunda, mi útero quebradizo alberga el tejido mohoso de las arañas, me sale en medio de las piernas un tulipán de estiércol. Se me resbala el perfume de la oreja, los cabellos fermentan caramelo en mi cráneo, las uñas me germinan como alquitrán y no puedo hacer espejos. Y, cuando nací, todos coronaron mi nombre de rocío, me vistieron de princesita sempiterna, labraron en mi pecho las velas católicas de Jesucristo. Era una muñeca de porcelana rellena de rosas secas. Ellos, todos, todos ellos, pensaron que cruzaría el océano en su barquito de papel lustre para ser la dama de sus cuentos de hadas, pero yo nunca creí en sus cuentos de hadas, sabía desde el vientre que traía un pedazo podrido de alma en las venas, sabía que andaría mortecina por las acequias del barrio, que comería hongos azules en invierno y escribiría poemas turbios cuando nadie me viera. No fui la niña de seda, no soy la niña de seda y me duelen estos versos de tanto no ser mujer.
DISCURSO X
El terremoto de lejanas metrallas interrumpe la clemencia nocturna, obliga a la vigilia y otra vez recuerdo que no tengo recuerdo de la muerte en fusil que arrastró por los barrancos hipócritas de injusticia las voces utópicas de los asesinados. Pero este terremoto de metrallas que interrumpe la clemencia nocturna traspasa mi idónea percepción del sueño y estoy nuevamente encerrada en el ático de la demencia, erosionada a destajo por los motivos de esta enfermedad de atardeceres. Entonces pienso, que las perlas químicas que trago para no morir no sirven para salvarme de este socavón dentado que absorbe mi aborto tardío, cuando debería estar saludando los manoseos de la juventud que no tengo. El terremoto de metrallas interrumpe la clemencia nocturna y no determino un nexo entre morir matado y morir ya muerto.
Pintura: Egon Schiele