1. Leer Muerte súbita, del mexicano Álvaro Enrigue, no me produjo ganas de escribir —ganas que, dicho sea de paso, decrecen en proporción inversa a esta hambre marabunta, madre de mis senos—, sino que me dio ganas de jugar al tenis. Así que me acordé de mis viejas Head malheridas y, tras desempolvarlas, marqué el número de mi amigo Felipe a.k.a Mambo King, con quien quedamos de vernos en la cancha. 2. Cancha cinco, dijo el encargado. Su contrincante ya llegó, añadió enseguida, con cara de sopor veraniego. 3. Bolso al hombro, abrí la reja y atravesé la cancha hacia el banquito de descanso, donde mi amigo Mambo, muy relajado, hablaba por teléfono a la vez que se rascaba los coquitos en un alarde de recia indiferencia. 4. Por supuesto que no le di la mano. 5. Saqué mi espada y lo esperé al fondo de la cancha. Ver la arcilla roja, recién mojada y peinada a lo torta, me dio gusto. 6. Durante el peloteo, contra toda sospecha, me sentí suelto, animado, casi cómodo. Y, a pesar de que mi raqueta sonaba como una resortera, mis tiros caían más cerca de la línea que de la reja. 7. Probé un par de saques y no me resultó difícil clavarlos cerca de la T. Todavía hay talento, pensé. Y claro que me equivocaba, porque el partido fue una paliza aplastante: —un para mí agonizante 6/2, 6/1. 8. Escarmentado, dándole tristeza al cuerpo, me devolví a mi casa y ahora sí que me dieron ganas de escribir. Escribí: Tengo que dejar de comer. Y luego escribo esto, desde el principio. 8. Sin comer, retomo la lectura. Y transcribo: “Por una vez la Historia fue justiciera: un gobierno particularmente sangriento reducido a una barca. Aunque eso no significa tampoco que hayan ganado los buenos. Nunca ganan los buenos.” Y eso se me antoja conectarlo (sobre todo ahora que tengo hambre) con un párrafo de Provocación, de Stanislaws Lem, que dice: “El mal resulta pragmáticamente más eficaz que el bien, porque en esta disposición de fuerzas, el bien tiene que contradecirse a sí mismo para contener el mal.” 9. Muerte súbita se trata de un —mítico— partido de tenis entre el pintor Caravaggio y el escritor Quevedo, quizás el último partido de la era renacentista. Pero de lo que en realidad se trata es, precisamente, de descubrir qué se trata. Descubrir, por ejemplo, cómo es que llegan los personajes, incluyendo al autor, a ese partido de tenis, cómo es que la ficción se las arregla para despejar el camino que conduce a ese partido de tenis, que simboliza todo lo que se quiere contar. No creo que sea posible, ni útil, sintetizar ni desglosar su contenido, pero a lo mejor se trata de indagar y provocar, de vomitar y expectorar: de urdir un telar con las hilachas podridas de la historia. 8. En este sentido, casi en la recta final del relato, el autor reflexiona acerca de su propia escritura. Dice: “No sé, mientras lo escribo, sobre qué es este libro. Qué cuenta. No es exactamente un partido de tenis. Tampoco es un libro sobre la lenta y misteriosa integración de América (…) Tal vez se trata solamente de cómo se podría contar un libro, tal vez todos los libros se traten de eso. Un libro con vaivenes, como un juego de tenis.” A mí me suena un poco afectado, sobre todo considerando la ubicación que ocupa en el relato, y también porque la narración está demasiado bien tramada como para que ese sea, en realidad, un descubrimiento. Me parece una afectación sobrepuesta (aunque no por eso menos plausible, sobre todo cuando se quiere ser veraz al contar una ficción): es como si se afectara para desafectarse de la afectación que implica contar una ficción que resulte creíble. Aunque bueno, siempre está la posibilidad de que yo tenga hambre nomás y esté desvariando, y que a lo mejor con ese párrafo no haya querido sino dar cuenta de que las certezas que surgen durante el propio proceso de escritura no siempre encuentran un espacio en el tiempo de la narración, o que fue más bien una estrategia del autor, una especie de slice o top al revés o un sincero marcazo a la luna, ante una legitísima caída en el ritmo o en la verosimilitud del relato, y quizás hasta de las mismas ganas de escribir. 9. Anoto esto último: “lo que a mí me parece asombrable, es que la escritura de Enrigue no se deja sobornar ni por sí mismo”. Y parto entonces a la cocina a mirar el jamón para prepararme un vodkita tónica 10. Me zampo el vaso y ahora sí que tengo ganas de escribir; pero no sé de qué, pierdo el hilo, las ideas. 11. Anotó: “son las ganas de escribir las que convocan las ideas, la reflexión. Es la sed de no sentir las horas.” 12. Releo. 12. Busco en Pinterest las pinturas de Caravaggio sobre las cuales indaga la novela, y guardo algunas. Y pienso en todas las historias que acompañaron a esos cuadros para llegar aquí, a la pantalla de mi teléfono: veo sangre: ambrosía de próceres: obispos sátrapas & aristócratas: adoctrinamiento: una pareja tirando en los catres de un parsimonioso crucero: chinos saltando del décimo piso: progreso puro. 11. Es raro, pero también me alegro, no por mí ni por el trago, sino porque, mientras repaso mis percepciones en torno al libro, tengo la sensación de haber escuchado la voz del niño mediano, ese personaje de Los Ingrávidos que inventaba palabras irrescutables. Tan irrescutables que ahora no consigo encontrarlas en la novela de Enrigue, pero sin embargo me quedo con la sensación de haberlo visto, o escuchado, en algunos adjetivos. 12. Muerte súbita es intencionadamente majadera en establecer los oscuros vínculos entre el arte y el poder, entre el poder y el oro, entre el oro y la muerte, la genialidad y el horror, y lo hace siguiendo la historia de los objetos, que, de mano en mano, han logrado sobrevivir a la insensatez de sus dueños. Así, a través de dos objetos de museo (una pelota tejida con el pelo de Ana Bolena: luego de que su marido el rey le mandara a cortar la cabeza; una manta que tejieron los indios en una especie de sociedad utópica, dirigida por Vasco de Quiroga: un cura de otra especie), va tejiendo la historia de la inquisición, y la del final de una era sangrienta, que es la puerta de entrada a otra era sarmentosa, más floreada y veleidosa, pero no menos codiciosa. 13. “la vida no es sólo vulgar, sino también inexplicable” (Chespirito). 14. Dos cosas me llaman la atención: Una, que cuando los indios invitaron a Hernán Cortes a presenciar un partido de tenis, éste quedó perplejo al ver que le cortaban la cabeza al que ganaba el pleito: hay que enseñarles a estos salvajes que se le corta la cabeza al que pierde, dijo. Dos, que la memoria histórica, que crece en los archivos de universidades gringas, y que descansa en tantos museos, no nos ha servido de nada: porque los humanos, una y otra vez, seguimos pisándonos la cola, tropezando con la misma piedra, con una soberbia de amo y señor nuestro, que, a estas alturas, resulta tan penosa que corro a hacerme un trago sin más empacho que la desilusión y el desprecio. 14. Además de que me acabo de zampar el segundo vodka, cabe señalar que Muerte súbita no sólo te invita a acceder a un apasionante muestrario de obras de arte, sino que levanta inventario de la más grande, más antigua y poderosa, familia delictual de todos los tiempos: así, el papa Pio IV, vicario de Cristo, protagoniza una cinta de cine gore, por la cual se tipifica, en un solo acto, el delito de receptación en manos de dos monos con sotana: los cancerberos Montalto y Carlo Borromeo. 15. Recuerdo que Bolaño decía que leer se parece a viajar y, en ciertos casos privilegiados, a follar. En mi caso, se parece a mear al aire libre, ojalá sin mano, y con viento a favor. Miro hacia el jardín: los matorrales aletean en un arpegio sostenido. Me voy a dar un gustito, pienso. Salgo y, en efecto, meo. Y como no me fío del viento, mis manos toman el mando y apunto a la tierra y escribo: “Borromo, borromeo, ¿dónde estás, Borromeo?” Luego borro, meo, borro, meo. 16. Con todo, me vuelvo a sentar frente al computador, y las ganas de leer me quitan las ganas de escribir. Ahora estoy leyendo El final de la historia, de Lydia Davis, y pinta bien, pero antes, eso sí, me voy a preparar un pancitoconpalta, porque estoy terriblemente flaco, y ahora sí que sí me voy a jugar un tenis con mi amigo Mambo King, a quien pienso cortarle la cabeza, si me gana.
Ilustración: The Cosmonaut, por Luca Oleastri