Eduardo Milán (Rivera, Uruguay, 1952) es, probablemente, quien más conoce de poesía latinoamericana y quien más piensa en ella. Sabe adónde nos han llevado la proliferación de adjetivos llorosos, el canto y el desencanto político y las recreaciones didácticas de las vanguardias. La coherencia entre los ensayos en los que denuncia esto y su poesía impide a esta última la manipulación emocional, habitando, entonces, una “nación sostenida en suelo de hundidos” (114). Para Milán hace rato ya que el poema fue y Donde no hay puede leerse como un manifiesto en contra de su pretendida trascendencia.
El libro expone que la poesía es lenguaje, y se hace materialmente con él. Esto no es tan obvio como parece, pues en muchos de los poemas de Milán son los sonidos los que llaman, posteriormente, al sentido de las frases. Su propuesta es así contraria a la del poema habitual, que cuenta y luego suena. En el primer texto, por ejemplo, hay un “lugar paria sin par”, despachando la eternidad “para cuando se decía ‘éter’”, “se olía en el aire un óleo” y un “absoluto” (21) que bota el sol, la sílaba sol, la nota sol al verso siguiente, para declarar que la poesía aquí se jugará a ras de piso, sin totalitarismos luminosos. Renuncia, en otro desacuerdo, al poema con principio y conclusión, al poema que refiere miméticamente a lo vivido, proponiendo otra experiencia: la de estas palabras desplegándose incesantemente en la inquietud.
La renuncia de Milán no es a la belleza, lo que sucede es que la halla en la rasante descrita: “una acuarela de barca, tinta, agua chirle” o “salir con botas de goma rojas con el arco giratorio entre los charcos, y capote” (24). Recurre una y otra vez a la parataxis, a la suma de frases a menudo simples, coordinadas en un plano de igualdad que las fricciona. Casi no hay subordinadas que den cuenta de una argumentación lógica –para ello sus impecables ensayos– sino una muestra presente de sonidos o imágenes como las de los ejemplos, que adquieren otra significación debido a los términos con los que se relacionan. Esto produce un movimiento: en cada poema quien habla camina hacia otro lugar, de modo dubitativo, sin certezas fuera del transcurrir mismo, del derrapar. Como en el famoso poema de Eugenio Montale “Sestear pálido y absorto”, Milán comparte el placer de dormir “junto al candente muro de un huerto”, de servirse del alivio de su sombra para espiar a las hormigas y luego vadear la maravilla triste –la vida– de esa muralla “coronada con vidrios rotos de botella”. Raspa y corta. Donde no hay ofrece, desde la escala humana de los sentidos –que no necesariamente del sentido– una lectura seca y dura, dolorosa incluso.
El libro se divide en dos secciones: “ANTICOSAS brillan por su ausencia” y “CHAJÁ que se levanten todos”. La primera se concentra en los objetos como Gertrude Stein en la sección homónima de Tender Buttons. Si el acercamiento de Stein equivale al del cubismo en la pintura, el de Milán vuelve a ser figurativo, pero deformado: muestra lo que es por vía de lo que no es, como Lucien Freud o Francis Bacon. Crea así escenarios imaginativos a través de la negación, una negación que a veces acumula, haciendo que se pierda más la pérdida a medida que se la nombra. Esto ocurre principalmente cuando se trata del poema mismo, inasible: “late el deseo del poema que todavía no escribí/ no el colibrí, ese no” (41), “la leyenda del poema que no es desde hace mucho/ la leyenda del poema que no es sino yendo” (46). Efectivamente son textos que dan la sensación de escaparse, de no estar terminados, de “resonancia entre una montaña y otra/ alguien va directo a eso allí: a gritar” (42). Pero quien habla en los poemas de Milán no grita, más bien sospecha, rumia. Entre los problemas de cómo nombrar aquello que está cambiando permanentemente, cuestiona lo que ve, abordándolo de modos distintos en cada página.
Se cuela entonces el Milán hablado y pareciera escuchársele. Porque para lidiar con la memoria quizás no haya otra forma que cierta transparencia, acercándose al término de la primera de las cuatros subsecciones de “Anticosas”. Aparece el personaje político en su juventud, “aquel que no podía reconocerse a sí mismo/ era muy bueno para inventarse otro/ esa era la épica, muchachos” (50). Un poema importante en su permanente tensión con el autor, una partida que gana la expresión de lo humano, la preocupación por el colectivo a falta de comprensión del individuo que se es. Quizás por eso dice “Volviste al habla, niño de habla” (52) casi a continuación, cerrando el primer bloque. El arco ha comenzado treinta páginas antes en la imposibilidad de la eternidad, y pareciera argumentar, con Pound, que también es imposible otro lenguaje que el hablado. Su relación con el habla es, sin embargo, conflictiva, consciente de cómo ésta reproduce el orden de las cosas. Creo que Milán firmaría la máxima de Robert Grenier “I hate speech” [odio el habla], porque, como él, sabe que para odiarla debe decirla; como él, plantea que la poesía consiste justamente en desfamiliarizar el lenguaje. Y no hay ninguno más familiar que el hablado, el enemigo. Esto puede lograrse desde los balbuceos, pero también desde la misma habla común, cuando se desliga de su contenido, en el delirio vaciándose, como el testimonio que Diamela Eltit grabó de un indigente para El padre mío. Ese lenguaje que, de tanto decir, por momentos no cuenta también puebla Donde no hay: pasajes cinematográficos.
La concentración en lo efímero domina las páginas centrales, donde “las grandes imágenes provienen del olvido” (67) y el autor se sujeta a ellas. En un recado que en la exquisita ambigüedad del castellano puede ser a sí mismo o al lector, Milán propone: “ordena lo que dejas que origen no hay para volver” (76). Ese origen está signado por la pérdida temprana de la lengua madre, el portugués, en conjunto con la madre misma. Es curioso cómo la nostalgia de la poesía brasileña y más atrás, la portuguesa del fado y de las cantigas de amor e maldizer del cancionero gallego portugués, de Martín Codax, por ejemplo, marcan el tono con que Milán se acerca a los temas amatorios del final. Pero volvamos a la pérdida, que es también de una patria, Uruguay, nombrada como nunca antes en su poesía, y del padre, en el demoledor “estaba un enero a los 14 años…” (90). Porque hay desazón, Donde no hay se sigue leyendo quizás por masoquismo, porque es lo que nos merecemos: pensar de nuevo desde la poesía. El ritmo incesante, sin mayúsculas y casi sin puntuación, encabalgado con sutileza favorece el avance. También las rimas, sea burlándose de ellas como en “saca poesía de donde no hay…” (84) o en “canción de la mercancía…” (85) o utilizando la cacofonía y el eco como fórmula efectiva de transmisión de la aridez en “vida entera dentro del tiempo para aspirar a memoria…” (93) o “imagina lo que hay para imaginar lo que hay tanto…” (96). Las letras en baja, en voz baja, superando al silencio, como celebraba Caetano Veloso que lo hacia João Gilberto, en la misma lengua madre de Milán.
Cuando ya hay “cero expectativa de un mañana” (145), cuando se hace urgente cierta esperanza en “Anticosas”, Milán presenta “Chajá”, un ave sudamericana de poderoso canto, según nos advierte Nicolás Alberte en el atinado prólogo. En esta segunda mitad, la voz consistente del hombre golpeado muta en la revolución del individuo. No sin violencia: “ya en la frontera, en la aduana, la vista gorda/ migrante que no pasa la migra, cadáver” (110), ni olvido del metatexto: “poema que fue erizo mañana será cactus” (116). Con amor, sí, con amor como la única salida a la melancolía en la película homónima de Lars Von Trier, visitada por Byung-Chul Han en La agonía del Eros. El argumento del coreano es que el narcisismo al que conduce la autoexposición en el mundo actual se opone diametralmente al impulso erótico. Hoy somos pura información, positividad absoluta, en tanto el deseo y la caridad vienen de la negatividad del otro como trayecto y lejanía por ser desentrañada. Los poemas de Donde no hay recorren esa ruta humanista luego de constatar el descampado en “Anticosas” –el matrimonio de Justine, si he de continuar la comparación con Melancolía–, reproduciendo así el vaciamiento del mundo para luego resistirse a él.
A través de un lirismo controlado, pero lirismo al fin (“hay en los árboles comunes un silencio de pájaros dormidos”, 136), Milán ingresa al microrrelato familiar. Dedica a su hijo Alejandro versos sonoros como “el escarabajo que identifiqué a su edad qué nombre de animal tiene/ yo tenía su edad, escarabayo, escarbaba/ él, a mi edad, cielo abierto, escarabel” (108) y a su esposa Gabriela “uno mira al otro que mira a la otra que mira al otro que la mira/ levantan la cabeza al puro blanco donde no aparece el sol” (126). Los motivos del libro son así revisitados desde otro tono, como sucede con lo que pudo haber sido en “deja por un momento lo que no fue…” (131). La escritura de Milán se expone en este y en varios de los demás poemas del modo que describió Martín Adán, “como la uña crece,/ afuera del recuerdo y del olvido”. Ese trazo medio entre el olvido del que señala que provienen las mejores imágenes y el recuerdo cuya nostalgia inmoviliza es la tierra incógnita donde Milán construye sus poemas, consciente de sus hoscos materiales, armas también, como uñas, como los vidrios rotos de Montale.
“Vida que cuelga de un mango” es la última subsección de “Chajá” y del libro. En ella se espesa la experiencia amatoria, “se contenta” (139) cuando “sos todo para mí” (142), “abismo con abismo” (143). La indispensable retórica con la que se tienden puentes entre los individuos es denunciada por vía del quiebre, primero del verso –a la Robert Creeley–, luego de las mismas relaciones humanas que la provocaron. En la metáfora del tomate “se nota más la forma sobre el verde” (150) y “lo primero que hace un vulnerado/ busca una vulva que le dé cobijo” (152), aunque se trate, como efectivamente en ese poema final, del héroe Artigas. Él es también el otro, el adentro gracias al afuera del exilio. Un exilio de la calidez del cuerpo y del proyecto común, sea la aliteración de un país, un paisaje, de los padres o de la pareja.
Resta la pregunta por la necesidad de la escritura ante el estado de cosas expuesto y una respuesta posible es la resistencia, pues “se riega un jardín por disciplina/ se riega por afecto, por nostalgia” (151). Eduardo Milán publica más de un libro de poesía y otro de ensayo al año, ambos extensos. Toma la opción de no seleccionar cada lustro un poemario perfecto en su brevedad. Tiene los hallazgos suficientes para esa redondez, pero opta por presentar libros de tantas búsquedas como hallazgos; oponiéndose a la seguridad, mostrando de los textos el escenario y también tras bambalinas. Ahí (no) está el texto y allá también. Esta estética, debería decir ética, construye una monotonía sólo aparente, que recuerda a la respuesta de Charles Bernstein a Diego Maquieira, cuando este último le preguntó por sus poetas favoritos, aquellos que nunca se aburría de leer: para Bernstein sus preferidos son justamente los que lo saturan, los que amplían sus límites por vía de traspasarlos. Pero también recuerda a la idiosincrasia uruguaya, a la gran literatura uruguaya, cuyo canon toca esa misma tecla: Juan Carlos Onetti, Marosa di Giorgio, el Mario Levrero de El discurso vacío y La novela luminosa. Sumadas sus rarezas al amor por los personajes de Felisberto Hernández en Por los tiempos de Clemente Colling, por ejemplo. Allá y en Chile se le denomina “ladrillo” a un libro ancho y denso. Donde no hay es un ladrillo, con el cual Milán, lúcidamente, “construyó una casa nueva/ sobre las ruinas de una casa vieja” (114), la de la poesía latinoamericana.
Ilustración: Oliver Jeffers.