Sensei Piedras pronto será padre. Su hijo se llamará Ulises como el flaco que viaja a través de tierras y mares para finalmente retornar al mismo punto de partida. Por supuesto nunca leí la Odisea, pero sí vi la película. Eso fue en el milenio pasado-en la época en que reinaba el Ritalin- en una fiesta de cumpleaños en la cual el agasajado nos regaló a todos el suplicio de ver su historia favorita en un televisor que pesaba más de veinte kilos. Los libros que no lees a veces te persiguen. Cuando di la prueba de selección universitaria una de las preguntas se refería al libraco de Homero. Me la salté olímpicamente. Pero no quiero perder el hilo que me llevará hasta el corazón del laberinto: a Sensei lo conocí en Buenos Aires, hace un par de años, en un gimnasio destartalado donde saltar a la cuerda e imitar a tu sombra constituía un deber. Él sigue boxeando y a veces me escribe emails que cruzan la cordillera en un par de segundos. En el último correo me recomendó un libro. Sensei es un lector profesional, de esos que subrayan frases y recuerdan párrafos de memoria. Conseguí la novela y al abrirla me encontré con la historia de un vendedor de seguros que vive en un futuro distópico. Desde el comienzo el panorama destila caos: Estados Unidos recién le ha declarado la guerra a Venezuela y el protagonista, que ha quedado atrapado en un país que no conoce, desahoga su desazón y rabia escribiendo ácidos apuntes en un diario de vida. Alcancé a leer cerca de veinte páginas. Luego volvió a caer en mis manos Factotum y poco a poco los pesares de este nieto ciberpunk de Ana Frank se evaporaron ante las resecas, las pensiones piojentas y los trabajos aplastantes descritos por Bukowski. Leer es descartar. Leer es subirse a un tranatlántico con un salvavidas atado a la cintura. En este instante pienso en el pequeño Ulises y en los libros que irán pavimentando su camino. Me gustaría regalarle un par de Condoritos. Se digieren rápido y además se olvidan en un abrir y cerrar de ojos. Por cierto, tengo amigos cuya mayor lectura es la glosa que aparece en las boletas de supermercado y sin embargo sobreviven de muy buena forma. Es cosa de comparar sus declaraciones de impuestos versus las mías. Pero para qué deprimirme gratuitamente. Prefiero recordar el primer libro que compré, “La Niebla” de Stephen King. Lo elegí por la fotografía que adornaba la portada. En ese entonces tenía catorce años y me pasaba tardes enteras, en el patio trasero de mi casa, lanzando una pelota de basketball a un aro que había amarrado en lo más alto de una escalera-alguna vez esa escalera fue a dar a suelo y de paso le cortó la frente a un amigo-. Al comienzo de “La Niebla” hay un prólogo donde King cuenta cómo se alojó en su cabeza el gusano que daría vida a la novela. Ahí habla de su adolescencia y del calor que envuelve a Maine, el estado donde nació, en los veranos. También dice que su pasatiempo favorito era matar las horas jugando basketball con su hermano. Al leer ese pasaje sentí un golpe en mi cráneo ¿Los libros no eran escritos por tipos más viejos que mis tatarabuelos? ¿Existían historias distintas a la vida de un pirata o a la de un loquete montado en un caballo y dispuesto a salvar a una doncella? Alguien me había engañado. Leer, a ratos, es recibir un mazazo justo al medio de tus certezas. Poco después, en una revista Penhouse, encontré uno de esos cuentos que se te encarnan en la piel. Trataba de una pareja de recién casados que se internaban en un camino rural abordo de un Fiat 600 -o quizás un Seat de latas oxidadas-. El asunto es que se perdían y terminaban alojando en la cabaña de un campesino ermitaño y mudo. Tanto silencio y aislamiento hacían que ambos se pusieran nerviosos. Intentaban huir, pero al cacharro se le detenía el motor o al poco andar se desataba una colosal tormenta o cientos de animales nocturnos aullaban como fantasmas apenas ellos entraban en un bosque cercano. Al finalizar la noche ella descubría que su novio era un inútil y terminaba en los brazos del paleto. Se me ocurre que los lectores muchas veces somos como esa pareja de incautos. Retomo mis pasos y pienso que Ulises, seguro, terminará leyendo la Odisea y varios de los libros que su padre guarda, ordenados por colores y temáticas, en una gran repisa de madera. En esa aventura algunas novelas y cuentos quedarán a medio camino, pues el lector por esencia es lacho e infiel; un ser capaz de realizar cualquier cosa- como dejarse crecer los bigotes para aparentar más edad y engañar así a la quiosquera que vendía revistas Penhouse en el pueblo de su infancia- con tal de cumplir sus propósitos.
Ahora, se supone, vivimos en una época en que la lectura está en franca decadencia. Incluso hay estadísticas que apoyan las voces de los agoreros del desastre. Éstos son los mismos que poco antes de dar el último suspiro pagarían por un magíster de vida eterna, los que ignoran que hoy en día la mayor plataforma de lectura es Internet y no quieren entender que los dibujos animados también enseñan a narrar historias. A mi me gusta pensar que los lectores son un bastión de resistencia, la quinta columna dispuesta a sacrificar su pellejo en pos de conservar una civilización amenazada. Sin embargo los libros nunca me enseñaron a saltar de un techo a otro, ni a darme coraje frente a los nudillos de un matón o a reconocer el aroma del poleo. Me conformo con decirle al pequeño Ulises que la lectura es como un refugio atómico: una construcción a ratos ridícula, obsoleta y extraña, pero-sin lugar a dudas- el sitio ideal para cobijarse mientras el mundo se cae a pedazos.
ilustración: Sara Zin