Un templado y nublado día del mes de agosto de 1969, un autobús iba por una estrecha carretera del extremo de una isla de la costa sur de Noruega, entre jardines y peñascos, prados y bosquecillos, subiendo y bajando pequeñas cuestas, doblando cerradas curvas, unas veces con árboles a ambos lados, como en un túnel, y otras pegado al mar. Pertenecía a la Compañía de Vapores de Arendal, y, como todos sus autobuses, era de varias tonalidades de marrón. Cruzó un puente a lo largo de un brazo de mar, puso el intermitente a la derecha y se detuvo. Se abrió la puerta y una pequeña familia bajó de él. El padre, un hombre alto y delgado con camisa blanca y pantalón claro de tergal, llevaba dos maletas. La madre, con un abrigo beige y un pañuelo azul claro que cubría su largo pelo, empujaba un cochecito de bebé con una mano, y llevaba cogido a un niño de la otra. El humo gris y aceitoso del tubo de escape se quedó por un instante suspendido sobre el asfalto, después de que el autobús se hubiera ido.
–Hay que andar un trecho –dijo el padre.
–¿Crees que podrás, Yngve? –preguntó la madre, mirando al niño, que asentía con la cabeza.
–Claro que sí –contestó.
Tenía cuatro años y medio, el pelo rubio, casi blanco, y la piel bronceada después de un largo verano al sol. Su hermano, de apenas ocho meses, estaba tumbado en el cochecito, mirando fijamente al cielo, sin saber ni dónde estaban, ni adónde se dirigían.
Empezaron a subir lentamente la cuesta. El camino era de grava, y estaba lleno de baches de todos los tamaños tras un chaparrón. A ambos lados había campos labrados. Al final del llano, de unos quinientos metros de largo, empezaba un bosque bajo, como encogido por el viento del mar, que descendía hacia las playas de cantos rodados.
A la derecha había una casa recién construida. Por lo demás, no se veía ninguna edificación.
La suspensión del cochecito crujía. El bebé iba cerrando los ojos, mecido por ese delicioso balanceo, hasta que se quedó dormido. El padre, que tenía el pelo oscuro y corto, y una tupida barba negra, dejó una de las maletas en el suelo para secarse el sudor de la frente con una mano.
–Hace bochorno –dijo.
–Sí –asintió la mujer–, pero tal vez haga más fresco cuando nos acerquemos al mar.
–Esperemos –dijo él, cogiendo de nuevo la maleta.
Esta familia, en todos los sentidos normal y corriente, con padres jóvenes, como lo eran casi todos en aquella época, y dos hijos, como casi todas las familias de entonces, se había mudado de Oslo, donde había vivido durante cinco años en la calle Therese, muy cerca del estadio de Bislet, a la isla de Trom, donde les estaban construyendo una casa en una urbanización. Mientras esperaban a que estuviera acabada, alquilarían otra, una casa vieja, en Hove. En Oslo, él había estudiado inglés y noruego en la universidad, mientras trabajaba de vigilante por las noches; ella había estudiado enfermería en la escuela de Ullevål. Aunque él aún no había terminado la carrera, había conseguido un puesto de profesor en el instituto Roligheden, y ella trabajaría en el sanatorio de Kokkeplassen para personas con afecciones de tipo nervioso. Se conocieron en Kristiansand cuando tenían diecisiete años, ella se quedó embarazada a los diecinueve y se casaron a los veinte, en la pequeña granja del oeste en la que ella se había criado. Nadie de la familia de él asistió a la boda, y aunque sonríe en todas las fotos, un aura de soledad se cierne sobre su rostro, se ve que no encaja plenamente entre todos los hermanos y hermanas, tíos y tías, primos y primas de ella.
En este momento tienen veinticuatro años y su verdadera vida por delante. Trabajos propios, casa propia, hijos propios. Son ellos dos, y también ese futuro en el que están entrando es el suyo propio.
¿O no lo es?
Nacieron en el mismo año, 1944, y pertenecían a la primera generación de la posguerra que en muchos aspectos representaba algo nuevo, en gran parte porque fue la primera de este país en vivir en una sociedad planificada a gran escala. La década de los cincuenta fue la del nacimiento de los sistemas públicos –el ente educativo, el ente sanitario, el ente social, el ente de carreteras–, las direcciones generales y las administraciones, con una monumental centralización, que en el transcurso de un tiempo asombrosamente corto tendría consecuencias en el estilo de vida. El padre de ella, nacido a principios del siglo XX, venía de la granja en la que ella nació y se crió, en Sørbøvåg, en la parte de los fiordos de la provincia de Sogn, y no tenía ninguna formación. Su abuelo paterno venía de una de las islas de la región, como seguramente sería el caso de su padre y del padre de éste. La madre venía de una granja en Jølster, a unos cien kilómetros de distancia; ella tampoco tenía estudios, y la presencia de sus antepasados en ese lugar se remontaba hasta el siglo XVI. La familia de él se encontraba en un nivel más alto que la de ella en la escala social, ya que tanto su padre como sus tíos varones tenían estudios superiores. Pero también ellos vivieron en el mismo lugar que sus padres, en Kristiansand. Su madre, que tampoco tenía ninguna formación, venía de Åsgårdstrand, su padre fue práctico, y en la familia había también policías. Cuando conoció a su marido, se mudó con él a su ciudad. Eso era lo habitual. Ese cambio que tuvo lugar en la década de los cincuenta y de los sesenta fue una revolución, sólo que desprovista de la violencia e irracionalidad de las revoluciones habituales. No sólo empezaron a estudiar en la universidad los hijos de pescadores y pequeños granjeros, obreros de la industria y dependientes de las tiendas, hijos que luego serían profesores y psicólogos, historiadores y trabajadores sociales; muchos de ellos también se fueron a vivir a lugares muy alejados de las comarcas de las que provenían sus familias. El que todo esto lo hicieran con la mayor naturalidad dice algo de la fuerza del espíritu de la época. Ese espíritu viene de fuera, pero actúa por dentro. Para él todos son iguales, pero él no es igual para todos. Para esta joven madre de la década de los sesenta habría sido absurdo pensar en casarse con un chico de una de las granjas vecinas, y pasarse allí el resto de su vida. ¡Ella quería salir! ¡Quería vivir su propia vida! Lo mismo regía para su hermano y para sus hermanas, y así sucedía en familias por todo el país. Pero ¿por qué querían eso? ¿De dónde venía esa fuerte convicción? En la familia de ella no había ninguna tradición de algo parecido; el único que se marchó fue el hermano de su padre, Magnus, y se fue a Estados Unidos huyendo de la pobreza. La vida que llevó en América fue durante mucho tiempo sorprendentemente parecida a la que había llevado en Noruega. El caso del joven padre de la década de los sesenta era distinto; en su familia lo natural era procurarse una educación superior, pero tal vez no casarse con la hija de un pequeño granjero del oeste del país e irse a vivir a una urbanización a las afueras de una pequeña ciudad del sur.
Pero allí estaban ese día cálido y nublado de agosto de 1969, camino de su nuevo hogar, él arrastrando dos pesadas maletas llenas de ropa de la década de los sesenta, ella empujando un cochecito de la década de los sesenta, con un bebé vestido con ropa de los sesenta, es decir, blanca y llena de encajes, y entre ambos, moviéndose de un lado para otro, alegre y lleno de curiosidad, emocionado y expectante, su hijo mayor, Yngve. Cruzaron el llano, pasaron por la pequeña zona de bosque hasta la puerta abierta de la verja y entraron en la zona del antiguo campamento. A la derecha había un taller de coches, propiedad de un tal Vraaldsen; a la izquierda grandes barracones rojos en torno a un llano de gravilla, y detrás, un pinar.
A un kilómetro hacia el este estaba la iglesia; era de piedra y databa de 1150, pero tenía partes que eran incluso más antiguas, y era probablemente una de las iglesias más antiguas del país. Estaba situada sobre una pequeña colina y desde tiempos inmemoriales había funcionado como punto de referencia para los barcos que pasaban por allí, y estaba marcada en todos los mapas de navegación. En Mærdø, una pequeña isla de las muchas que bordeaban el litoral, había una vieja casa de capitán de barco, como testimonio de la época de esplendor de la zona –los siglos XVIII y XIX–, cuando floreció el comercio con el mundo exterior, sobre todo el de la madera. Durante las excursiones al museo provincial de Aust-Agder, a los escolares se les enseñaban objetos holandeses y chinos de aquella época e incluso anteriores. En Tromøya había plantas raras y exóticas que habían llegado allí en los barcos que vaciaban sus aguas de lastre, y en el colegio aprendieron que fue en Tromøya donde se cultivó por primera vez la patata en Noruega. En las sagas reales de Snorri la isla se menciona varias veces; bajo la tierra de prados y campos cultivados se encontraron puntas de flecha de la Edad de Piedra, y entre las piedras redondas de las largas playas de cantos rodados había fósiles.
Pero cuando esta familia nuclear llegada de fuera atravesó con todas sus pertenencias y a paso lento ese espacio abierto, el entorno no recordaba ni al siglo X, ni al XIII, ni al XVII, ni al XVIII, sino a la Segunda Guerra Mundial. El lugar había sido utilizado por los alemanes durante la guerra; fueron ellos los que construyeron gran parte de los barracones y las casas. En el bosque había búnkers de piedra completamente intactos, y en lo alto de las pendientes sobre las playas se veían varios emplazamientos de cañones. Había incluso un pequeño aeródromo alemán en los alrededores.
La casa en la que vivirían los años siguientes era un edificio solitario en medio del bosque. Estaba pintada de rojo, con los marcos de las ventanas blancos. Se oía un constante murmullo procedente del mar, que no se veía, pero que estaba a sólo un par de cientos de metros más abajo. Olía a bosque y a agua salada.
El padre dejó las maletas en el suelo, sacó la llave y abrió la puerta. Dentro había una entrada, una cocina, una sala de estar con una estufa de leña y un cuarto de baño, que también servía de lavadero; en el piso de arriba había tres dormitorios. Las paredes no tenían aislamiento, la cocina estaba escasamente equipada. No había teléfono, ni lavaplatos, ni lavadora, ni televisión.
–Pues ya hemos llegado –dijo el padre, y llevó las maletas al dormitorio, mientras Yngve corría de ventana en ventana mirando fuera y la madre aparcaba el cochecito con el niño dormido en el umbral de la puerta.
Claro está que yo no recuerdo nada de aquella época. Resulta completamente imposible identificarse con ese bebé al que mis padres hacían fotos; resulta tan difícil que casi parece incorrecto emplear la palabra «yo» para hablar de aquello. Tumbado en el cambiador, por ejemplo, con la piel inusualmente roja, las piernas y los brazos abiertos y una cara retorcida en un grito cuya causa ya nadie recuerda, o sobre una piel de oveja en el suelo con un pijama blanco, todavía con la cara roja y unos grandes ojos oscuros ligeramente bizcos. ¿Esa criatura es la misma que la que está aquí sentada, en Malmö, escribiendo esto? ¿Y esa criatura sentada en Malmö escribiendo esto con cuarenta años, un día nublado de septiembre, en una habitación llena del murmullo del tráfico de fuera y el viento otoñal que aúlla por el anticuado sistema de ventilación, será la misma que ese viejo gris y enjuto que dentro de cuarenta años tal vez esté sentado temblando y babeando en una residencia de ancianos en algún lugar de los bosques suecos? Por no hablar del cuerpo que un día estará tendido sobre una mesa en el depósito de cadáveres. Se seguirá hablando de él como «Karl Ove». ¿No es, en realidad, increíble que un solo nombre contenga todo esto? ¿Que contenga el feto en el vientre, el bebé en el cambiador, el cuarentón detrás del ordenador, el anciano en el sillón, el cadáver sobre la mesa? ¿No sería más natural operar con distintos nombres, ya que la identidad y el concepto de uno mismo varían tantísimo? Algo así como que el feto se llamara Jens Ove, por ejemplo, el bebé Nils Ove, el niño de entre los cinco y los diez años Per Ove, el de entre diez y doce Geir Ove, el de entre diecisiete y veintitrés John Ove, el de entre veintitrés y treinta y dos Tor Ove, el de entre treinta y dos y cuarenta y seis Karl Ove, etcétera, etcétera. Entonces el primer nombre representaría lo propio de la edad, el segundo nombre la continuidad y el apellido la pertenencia familiar.
No, no recuerdo nada de aquella época, ni siquiera sé cuál era la casa en la que vivimos, aunque mi padre me lo indicó en una ocasión. Todo lo que sé de aquella época lo sé por lo que me han contado mis padres y por las fotos que he visto. Aquel invierno la nieve alcanzó varios metros de altura, como sucede algunas veces en la región de Sørlandet, y el camino hasta la casa parecía un estrecho desfiladero. En una foto Yngve está empujando un carro conmigo dentro, en otra aparece con sus cortos esquís puestos sonriendo al fotógrafo. En otra, dentro de casa, me está señalando, riéndose, y en otra estoy yo solo agarrado a la cuna. Yo le llamaba «Aua»; fue mi primera palabra. Según me han contado, él era el único que entendía lo que yo decía y se lo traducía a mis padres. También sé que Yngve iba por las casas llamando a la puerta y preguntando si había allí algún niño; esa historia la contaba siempre luego mi abuela paterna. «¿Vive aquí algún niño?», preguntaba ella con voz de niño, riéndose. Y sé que me caí por las escaleras y que tuve una especie de conmoción; dejé de respirar, la cara se me puso azul y tuve espasmos, mi madre se fue corriendo conmigo en brazos a la casa más próxima con teléfono. Ella creía que era epilepsia, pero no lo era. No fue nada. Y sé que mi padre disfrutaba en su trabajo de profesor, que era un buen pedagogo, y que uno de aquellos años fue con sus alumnos a la montaña. Existen fotos de esa excursión: se le ve joven y alegre en todas, rodeado de adolescentes vestidos de esa manera tierna tan característica de los primeros años de la década de los setenta. Jerséis de punto, pantalones anchos, botas de goma. Tenían el pelo abultado, pero no recogido en un moño como en los años sesenta, sino cayendo con suavidad sobre sus dulces rostros adolescentes. Mi madre dijo una vez que él nunca fue tan feliz como en aquella época. Y luego están las fotos de la abuela: Yngve y yo delante de un lago helado, Yngve y yo con holgadas chaquetas de punto, ambas hechas por ella, la mía color mostaza y marrón, y dos sacadas en la terraza de su casa de Kristiansand: en una, ella tiene su mejilla junto a la mía, es otoño, el cielo está azul, el sol bajo, estamos mirando la ciudad, yo tendría unos dos o tres años.
Uno podría imaginarse que estas fotos representan una especie de memoria, una especie de recuerdo, sólo que carentes de ese «yo» del que suelen salir los recuerdos, y la pregunta natural es ¿qué significan entonces? He visto innumerables fotos de la misma época de las familias de mis amigos y novias, y son de un parecido sorprendente. Los mismos colores, la misma ropa, las mismas habitaciones, los mismos quehaceres. Pero no doy ninguna importancia a esas fotografías, hasta cierto punto carecen de sentido, y esto me resulta aún más evidente cuando veo fotografías de la generación anterior: en ellas no hay más que un grupo de personas vestidas con ropa extraña, haciendo algo que me resulta de lo más enigmático. Lo que fotografiamos es la época, no los seres humanos dentro de ella: ellos no se dejan captar. Ni siquiera las personas de mi entorno más cercano. ¿Quién era esa mujer que posaba delante de la cocina eléctrica del piso de la calle Therese, ataviada con un vestido azul claro, las rodillas juntas y las piernas separadas, esa postura tan típica de los sesenta? ¿La del pelo recogido en un moño, los ojos azules y esa leve sonrisa, tan leve que casi no es una sonrisa? ¿La que tenía una mano alrededor de la reluciente cafetera con tapa roja? Pues sí, era mi madre, mi madre en persona, pero ¿quién era ella? ¿En qué pensaba? ¿Qué opinaba de su vida, la que había vivido hasta entonces, y la que le esperaba? Eso sólo lo sabe ella, y la foto no dice nada al respecto. Una mujer desconocida en una habitación desconocida, eso es todo. ¿Y ese hombre que diez años después está sentado en una montaña bebiendo café de esa misma cafetera roja, pues se olvidó de meter unas tazas en la mochila antes de irse? ¿Quién era él? ¿El hombre de la barba cuidada y abundante pelo negro? ¿El de los labios finos y los ojos alegres? Ah, sí; era mi padre, mi padre en persona. Pero nadie sabe ya quién era él para sí mismo, ni en ese momento ni en ningún otro. Y lo mismo sucede con todas esas fotos, también con las mías. Están completamente vacías, el único significado que se puede extraer de ellas es el que les ha proporcionado el tiempo. Y sin embargo esas fotos forman parte de mí y de mi historia más íntima, de la misma manera que las fotos de los demás forman parte de la suya. Lleno de sentido, vacío de sentido, lleno de sentido, vacío de sentido, que tiene sentido, que no tiene sentido, ésa es la ola que atraviesa nuestra vida y que constituye su emoción fundamental. Todo lo que recuerdo de mis primeros seis años de vida, y todas las fotos y objetos de esa época me atraen, es una parte importante de mi identidad, y llena de sentido y continuidad esa periferia por lo demás vacía y carente de recuerdos del «yo». Gracias a todos esos fragmentos y piezas me he construido un Karl Ove y también un Yngve, una madre, un padre, una casa en Hove y otra en Tybakken, unos abuelos paternos y unos abuelos maternos, un vecindario, y un montón de niños.
Ese estado provisional chabolista es lo que yo llamo mi infancia.
La memoria no es una magnitud fiable en una vida. No lo es por la sencilla razón de que no antepone la verdad a todo. No es nunca la exigencia de veracidad lo que decide si la memoria reproduce un suceso correctamente o no. Lo decide el interés personal. La memoria es pragmática, es insidiosa y astuta, pero no de un modo hostil o malicioso; al contrario, hace todo lo posible para satisfacer a su amo. Algunas cosas las empuja hasta el vacío del olvido, otras las retuerce hasta lo irreconocible, otras las malinterpreta elegantemente, y algunas, las menos, las recuerda nítida y correctamente. Tú nunca puedes decidir qué es lo que se recuerda correctamente.
En mi caso, el recuerdo de los primeros años es casi inexistente. Apenas recuerdo nada. No tengo ni idea de quién me cuidaba, qué hacía, con quién jugaba; es como si el viento se lo hubiese llevado todo, los años entre 1968 y 1974 son un gran vacío en mi vida. Lo poco que recuerdo no vale gran cosa: estoy en un puente de madera dentro de un bosque ralo que casi podría ser alta montaña, por debajo de mí corre un gran arroyo, el agua es verde y blanca, yo doy saltos en el puente, el puente se balancea, y yo me río. A mi lado está Geir Prestbakmo, el hijo de los vecinos; él también salta y ríe. Estoy sentado en el asiento trasero de un coche, nos detenemos en un cruce con semáforos, mi padre se vuelve y dice que estamos en Mjøndalen. Me dijeron luego que íbamos camino de un partido con el Start, pero no recuerdo nada ni del viaje hasta allí, ni del partido, ni del viaje de vuelta a casa. Subo la cuesta de delante de casa empujando un gran camión de plástico; es amarillo y verde y me produce una fantástica sensación de riqueza, bienestar y alegría.
Eso es todo. Ésos son mis primeros seis años.
Pero ésos son los recuerdos canonizados ya en el chico de siete u ocho años, la magia de la infancia: ¡lo primero que recuerdo! No obstante, existen otra clase de recuerdos. Los que no están fijados y no se dejan evocar a voluntad, pero que de vez en cuando se liberan y asoman a la conciencia por su cuenta, y durante un rato se mueven por ella como una especie de medusas transparentes, despertados por un determinado olor, un determinado sabor, un determinado sonido… Siempre van acompañados de una inmediata e intensa sensación de felicidad. Luego están los recuerdos relacionados con el cuerpo, cuando haces algo que hiciste en algún momento, levantar la mano para protegerte del sol, atrapar un balón en el aire, correr por un prado con la cuerda de una cometa en la mano y tus hijos pegados a tus talones. También están los recuerdos que vienen con los sentimientos: la rabia repentina, el llanto repentino, el miedo repentino, y te encuentras allí donde estabas como lanzado hacia atrás dentro de ti mismo, lanzado a través de las edades a una velocidad vertiginosa. Y luego están los recuerdos relacionados con el paisaje. Porque el paisaje de la infancia no es el mismo que el que sigue luego, está cargado de una manera muy diferente. En ese paisaje cada piedra, cada árbol tenía un significado; y dado que todo se veía por primera vez, y además se veía muchas veces, ha quedado anclado en lo más profundo de la conciencia, no sólo vaga y aproximadamente, tal y como el paisaje de delante de casa se les aparece a los adultos si cierran los ojos para evocarlo, sino de un modo casi monstruosamente preciso y detallado. En mi mente sólo tengo que abrir la puerta y salir para que las imágenes fluyan. La gravilla de la entrada de los coches en verano, de un color casi azulado. ¡Sólo eso, las entradas de coches de la infancia! ¡Y esos coches de los setenta aparcados en ellas! Escarabajos, Tiburones, Taunus, Granadas, Asconas, Kadetts, Cónsules, Ladas, Amazons… Pero sigamos, crucemos la gravilla, caminemos junto a la valla de madera, vayamos dando zancadas por encima de la cuneta poco profunda que había entre nuestra calle, la carretera circular de Nordåsen y la calle Elgstien, que atravesaban toda la zona y pasaban por otras dos urbanizaciones además de la nuestra. ¡La pendiente de tierra oscura y grasienta que bajaba desde el borde del camino y se adentraba en el bosque! Cómo unos finos y verdes tallos habían empezado a crecer casi espontáneamente en ella; frágiles y solitarios en todo eso nuevo, grande y negro, y luego la multiplicación casi brutal durante el año siguiente, hasta que la pendiente estuvo completamente cubierta por unos matorrales espesos y frondosos. Arbolillos, hierba, dedaleras, diente de león, helechos y arbustos que borraban la separación hasta entonces tan clara entre la calle y el bosque. Subamos por esa cuesta a lo largo del asfalto con los estrechos adoquines de cemento, y, ah, ¡el agua que murmuraba y fluía junto a él cuando llovía! El sendero de la derecha, un estrecho atajo hasta el nuevo supermercado B-Max. La pequeña zona pantanosa, no más grande que dos plazas de aparcamiento, los abedules como colgando sedientos encima. La casa de los Olsen, en lo alto de la pequeña colina y la calle que se metía por detrás. Se llamaba Grevlingveien. En la primera casa de la izquierda vivían John y su hermana Trude, en un terreno que no era más que un montón de piedras. Yo siempre tenía miedo cuando me veía obligado a pasar por delante de esa casa. En parte porque temía que John estuviera allí escondido tirando piedras o bolas de nieve a los niños que pasaban, en parte porque tenían un pastor alemán… Aquel pastor alemán… Ah, sí, ahora me acuerdo. Qué salvaje era aquel animal. Estaba atado en el porche o en la entrada de los coches, y ladraba a todos los que pasaban por delante de la casa, moviéndose todo lo que le permitía la cuerda, aullando y lanzando quejidos. Estaba delgaducho y tenía los ojos saltones y amarillos. Una vez bajó la cuesta a toda prisa hacia mí, con Trude pisándole los talones y arrastrando una correa detrás. Yo había oído decir que no había que correr cuando un animal te perseguía, por ejemplo, un oso en el bosque, sino que había que quedarse quieto y hacer como si nada, de modo que así lo hice, me paré momentáneamente al verlo llegar. No sirvió de nada. No le importó que yo estuviera inmóvil, abrió las fauces y me clavó los dientes en el antebrazo, muy cerca de la muñeca. Trude tardó un segundo en llegar hasta él, agarró la correa y tiró de ella con tanta fuerza que el perro dio un paso atrás. Yo me eché a llorar y me fui corriendo. Ese animal…; todo en él me asustaba. Los ladridos, los ojos amarillos, la baba que se le escurría de las fauces, los dientes redondos y afilados cuya marca ya tenía en el brazo. En casa no dije nada de lo ocurrido por miedo a que me regañaran, porque en un caso así había muchas posibilidades de reproche. Yo no debería haber estado allí, o no debería haberme puesto a llorar, ¿a qué venía tenerle miedo a un perro? Desde ese día el miedo siempre se apoderaba de mí cuando veía a ese animal. Y eso era lo peor, porque no sólo había oído decir que había que quedarse quieto cuando un animal peligroso te atacaba, también había oído que un perro era capaz de oler el miedo. No sé quién lo dijo, pero era una de esas cosas que se decían y que todo el mundo sabía: los perros huelen el miedo. Y entonces pueden asustarse o ponerse agresivos y atacar. Si uno no tiene miedo, ellos son buenos.
Yo meditaba mucho sobre eso. ¿Cómo podían oler el miedo? ¿Y no era posible hacer como si uno no tuviera miedo y que los perros no notaran el sentimiento real que uno escondía?
Los Kanestrøm, que vivían dos casas más arriba de nosotros, también tenían perro. Era un golden retriever, se llamaba Alex y era manso como un corderito. Caminaba detrás del señor Kanestrøm adondequiera que éste fuera, pero también detrás de cada uno de los cuatro hijos si lo dejaban. Ojos bondadosos y tiernos, movimientos amables. Pero yo le tenía miedo incluso a él. Porque cuando aparecías por la cuesta y querías llamar al timbre, se ponía a ladrar. No eran ladridos vacilantes, amables o curiosos, sino fuertes, profundos y retumbantes. Entonces yo me paraba.
–Hola, Alex –le decía a veces, cuando no había nadie cerca–. No tengo miedo, ¿sabes? No es eso.
Si en esos momentos había alguien cerca, me veía obligado a seguir andando, a hacer como si nada, a abrirme camino a través de los ladridos, y cuando estaba justo delante de mí, con la boca abierta, me inclinaba hacia él y le acariciaba un par de veces el costado, mientras mi corazón latía deprisa y todos los músculos me temblaban de espanto.
–¡Cállate, Alex! –decía entonces Dag Lothar mientras subía corriendo desde la puerta del sótano, o salía disparado por la puerta principal–. A Karl Ove le dan miedo tus ladridos, perro tonto.
–No es verdad –decía yo entonces. En esos casos, Dag Lothar solía mirarme con una especie de sonrisa congelada, que significaba que no me creía.
Y caminábamos.
¿Hacia dónde caminábamos?
Hacia el bosque.
Bajábamos a Ubekilen.
Bajábamos a los muelles flotantes.
Subíamos al puente.
Bajábamos a Gamle Tybakken.
Íbamos hasta la fábrica de pequeñas embarcaciones de plástico.
Subíamos al monte.
Íbamos hasta Tjenna.
Subíamos a B-Max.
Bajábamos a la gasolinera Fina.
Cuando no nos limitábamos a correr por la pequeña calle en la que vivíamos, nos quedábamos delante de alguna casa o nos sentábamos en las piedras del bordillo o trepábamos al gran cerezo, que no era propiedad de nadie.
Eso era todo. Eso era el mundo.
¡Pero qué mundo!
Una urbanización no tiene ninguna raíz en el pasado, y tampoco ramas que se extiendan hacia el cielo del futuro, como tuvieron en su tiempo las ciudades dormitorio. Éstas surgieron como una respuesta pragmática a una pregunta práctica: ¿dónde van a vivir todos los que vienen de fuera a establecerse aquí? Pues en ese bosque despejamos una zona y ponemos en venta los terrenos. La única casa que estaba allí de antes pertenecía a una familia llamada Beck; el padre venía de Dinamarca y había construido la casa con sus propias manos en medio del bosque. No tenían coche, ni lavadora, ni televisión. Tampoco tenían jardín, sólo un patio abierto de tierra apisonada entre los árboles. Montones de leña bajo lonas, y durante el invierno una barca boca abajo. Las dos hermanas, Inga-Lill y Lisa, iban al instituto e hicieron de canguro para Yngve y para mí los primeros años que vivimos allí. Su hermano se llamaba John, tenía dos años más que yo, vestía con ropa extraña, hecha en casa, y no tenía ningún interés por lo que a nosotros nos interesaba; le daba por hacer cosas de las que nunca nos hizo partícipes. Construyó su propia barca cuando tenía doce años. No como nosotros y esas balsas que intentábamos improvisar a base de sueños y afán de aventuras, sino una verdadera barca de remos. Era el tipo de chico al que suelen acoger, pero nadie lo acosó, en cierta manera la distancia era demasiado grande. No era uno de nosotros, ni le interesaba serlo. El padre, el danés en bici que quizá había soñado con vivir solo en medio del bosque ya desde sus tiempos en Dinamarca, debió de llevarse un gran disgusto cuando se presentaron y aprobaron los planes para la urbanización y llegaron las primeras máquinas de construcción al bosque justo al lado de su casa. Las familias que se mudaron allí procedían de todo el país, y todas tenían hijos. En la casa al otro lado de la calle vivía la familia Gustavsen; él era bombero, ella se dedicaba a sus labores, venían de Honingsvåg, en el norte, y los hijos se llamaban Rolf y Leif Tore. En la casa de enfrente vivían los Prestbakmo; él era profesor del instituto, ella enfermera, venían de Troms, los hijos se llamaban Gro y Geir. En la de más allá vivían los Kanestrøm; él trabajaba en Correos, ella se dedicaba a sus labores. Venían de Kristiansand, los hijos se llamaban Steinar, Ingrid Anne, Dag Lothar y Unni. Al otro lado, los Karlsen; él era marinero, ella dependienta, eran del sur, los hijos se llamaban Kent Arne y Anne Lene. Más arriba de ellos vivían los Christensen; él era marinero, la profesión de ella no la sabía, las hijas se llamaban Marianne y Eva. Al otro lado vivían los Jacobsen; él era tipógrafo, ella se dedicaba a sus labores, los dos venían de Bergen, los hijos se llamaban Geir, Trond y Wenche. Más arriba de ellos vivían los Lindland, sureños, los hijos se llamaban Geir Håkon y Morten. Allí empecé a perder la visión de conjunto, al menos de cómo se llamaban los padres y qué hacían. Los niños de esa parte se llamaban Bente, Tone Elisabeth, Tone, Liv Berit, Steinar, Kåre, Rune, Jan Atle, Oddlaug, Halvor. La mayor parte de ellos era de mi edad, los mayores tenían siete años más que yo, los más pequeños cuatro años menos. Cinco de ellos iban a mi clase.
Nos mudamos allí en el verano de 1970. Por aquel entonces la mayor parte de las casas de la urbanización estaban todavía construyéndose. La estridente sirena de alarma, que se oye antes de una voladura, era un sonido normal en mi infancia, y esa sensación tan característica de destrucción que se experimenta cuando se esparcen las ondas de choque de la explosión, haciendo temblar el suelo de tu casa, también era muy habitual. Era natural que hubiera conexiones en la superficie: calles y cables eléctricos, bosques y mar, pero que también las hubiera bajo tierra resultaba más inquietante. Ese suelo sobre el que nos encontrábamos ¿no debería ser completamente firme e impenetrable? Al mismo tiempo, toda clase de hoyos y agujeros ejercían sobre mí y los demás chicos con los que me crié una atracción muy especial. A menudo nos reuníamos alrededor de uno de los muchos agujeros que se cavaban en el vecindario, ya fuera para el alcantarillado o la corriente eléctrica, o para construir un sótano, y nos quedábamos mirando fijamente la profundidad, que era amarilla donde había arena, negra, marrón o rojiza donde había tierra, gris donde había barro, y con un fondo que antes o después se cubría siempre de una capa de agua entre amarilla y gris, quebrada tal vez por una o dos piedras berroqueñas. Sobre el agujero se colocaba una excavadora amarilla o naranja reluciente, algo parecido a un pájaro, con la cuchara mecánica como un pico en el extremo del largo cuello, y junto a la máquina un camión aparcado, cuyos faros parecían ojos, la calandra una boca y la plataforma de carga tapada con una lona, una espalda. Cuando se trataba de proyectos más importantes, también podía haber por allí bulldózers o volquetes, por regla general amarillos, con unas ruedas enormes, cuyas bandas de rodadura eran tan profundas como una mano. Si teníamos suerte y encontrábamos cable de detonación dentro o cerca del agujero, siempre lo cogíamos, porque tenía un alto valor tanto de intercambio como utilitario. Además, siempre había cilindros de la altura de un hombre, construcciones de madera parecidas a bobinas de hilo de las que se desenrollaban los cables, y un montón de tubos de plástico apilados, lisos y marrones, de un diámetro parecido al de nuestros antebrazos. Y montones de tubos de cemento y pozos ya fundidos de cemento, ásperos y bonitos, un poco más altos que nosotros, perfectos para trepar; largas alfombrillas imposibles de mover de viejos neumáticos cortados, que se utilizaban durante las voladuras; montones de postes de teléfono de madera de color verde debido a los conservantes con los que se les había impregnado; cajas de dinamita; barracones en los que los obreros se cambiaban y comían. Cuando estaban ellos, nosotros nos manteníamos a una distancia respetuosa, mirando lo que hacían. Cuando no estaban, nos metíamos en el agujero, subíamos a las ruedas de los volquetes, nos balanceábamos en los montones de tubos, probábamos las puertas de los barracones y mirábamos por las ventanas, bajábamos a los pozos de cemento, intentábamos hacer rodar los cilindros, nos llenábamos los bolsillos de cables cortados, abrazaderas de plástico y cables de detonación. En nuestro mundo, no había nadie por encima de aquellos obreros, ningún trabajo nos parecía más importante que el suyo. Los detalles técnicos de ese trabajo no me interesaban, como tampoco me interesaban las marcas de la maquinaria empleada. Para mí, lo más fascinante –aparte del cambio que ocasionaban en el paisaje– eran las huellas de su vida privada que los acompañaban. Cuando sacaban un peine del mono color naranja o del pantalón azul suelto, casi informe, y se peinaban, sujetando el casco debajo del brazo, en medio de toda esa maquinaria de construcción y sus ruidosas y martilleantes actividades, por ejemplo, o ese momento misterioso, casi incomprensible, cuando por la tarde salían del barracón con ropa completamente normal, se metían en sus coches y se marchaban en ellos como hombres normales y corrientes.
También había otros obreros a los que seguíamos incansablemente y con gran atención. Si venía alguien de Televerket, el servicio público de telecomunicaciones, la noticia corría como la pólvora entre los chicos. Allí estaba el coche. Allí estaba el trabajador, un técnico de telecomunicaciones, y ¡allí estaban sus FANTÁSTICAS botas para trepar por los postes de madera! Con ellas en los pies y un cinturón de herramientas a la cintura, se ataba una cuerda que lo envolvía a él y al poste, y entonces, con unos movimientos lentos y estudiados, pero para nosotros COMPLETAMENTE incomprensibles, empezaba a trepar. ¿Cómo era POSIBLE? Con la espalda recta, sin aparente esfuerzo, se DESLIZABA hasta arriba. Lo mirábamos con los ojos de par en par mientras trabajaba en las alturas; nos resultaba imposible alejarnos del lugar, porque pronto bajaría de nuevo, de manera tan ligera, sin esfuerzo y tan incomprensible… Imagínate tener unas botas como ésas, con ese gancho metálico curvado que se agarraba al poste, ¿qué no podrías hacer con algo así?
Y luego estaban los que trabajaban en los desagües. Los que aparcaban su coche junto a uno de las muchos pocillos de alcantarilla de la calle, ya se encontraran en el propio asfalto o en pequeñas plataformas construidas en la cuneta, y después de ponerse unas botas que les llegaban hasta la ¡CINTURA!, abrían con una palanca la enormemente pesada tapa de metal, la colocaban a un lado y se metían dentro. Primero desaparecían las pantorrillas en el agujero debajo del asfalto, luego los muslos, el vientre, el pecho y al final la cabeza… ¿Y qué había allí abajo sino un túnel? ¿Por el que corría el agua? ¿Por el que se podía andar? Ah, era sencillamente fantástico. ¡Tal vez habían llegado ya a la altura de la bici de Kent Arne, que estaba tirada sobre la acera a unos veinte metros de distancia, sólo que por debajo del suelo! ¿O eran esos pocillos sólo una especie de estaciones, es decir, pozos donde se podían inspeccionar las tuberías y extraer agua cuando algo se quemaba? Nadie lo sabía, siempre nos decían que nos apartáramos cuando ellos se metían dentro. Nadie se atrevía a preguntárselo. Y nadie era lo bastante fuerte para levantar esas pesadas tapas de metal que parecían monedas. De modo que seguía siendo un misterio, como tantas otras cosas en aquella época.
Incluso antes de empezar el colegio teníamos libertad para ir a donde quisiéramos, con dos excepciones: una era la carretera principal, que salía del puente e iba hacia la gasolinera Fina. La otra era el mar. ¡Nunca vayáis solos al mar!, nos advertían los mayores. Pero ¿por qué, en realidad? ¿Pensaban que nos íbamos a caer al agua? No, no era eso, dijo alguien una vez que estábamos sentados en el monte, justo detrás del pequeño prado donde jugábamos de vez en cuando al fútbol, mirando el agua hacia la que bajaba la pendiente, a unos treinta metros por debajo de nosotros. Era el genio de las aguas. Se llevaba a los niños.
–¿Quién lo dice?
–Mis padres.
–¿Está aquí?
–Sí.
Miramos hacia la grisácea superficie del agua en Ubekilen. No parecía improbable que pudiera haber algo ahí debajo.
–¿Sólo aquí? –preguntó uno–. Entonces podemos ir a otro sitio. ¿A Tjenna?
–¿O a Pequeño Hawái?
–Allí hay otros genios del agua. Son peligrosos. Es verdad. Mis padres lo dicen. Cogen a niños y los ahogan.
–¿Puede llegar el genio hasta aquí arriba?
–No lo sé. No, no creo. No. Está demasiado lejos. Sólo es peligroso en el borde del agua.
Desde entonces tenía miedo del genio de las aguas, pero más miedo me daban los zorros; sólo pensar en ellos me hacía sentir pánico, y si veía moverse un arbusto u oía un crujido cerca, corría hacia un lugar seguro, es decir, a un sitio abierto en el bosque, o arriba a la urbanización, donde los zorros jamás se atrevían a ir. Tenía tanto miedo de los zorros que bastaba con que Yngve dijera «Soy un zorro, voy a por ti», desde la litera de arriba, para que me quedara petrificado de terror en la de abajo. «No, tú no eres un zorro», decía yo entonces. «Sí», decía él, inclinándose sobre el borde de la litera y haciendo como si fuera a pegarme. Aunque a veces me asustaba, luego lo eché de menos cuando cada uno tuvimos nuestra propia habitación y tuve que dormir solo. Estaba bien, pues también la nueva habitación estaba dentro de casa, pero no tan bien como tenerlo cerca, en la litera de arriba. Entonces podía preguntarle, por ejemplo, «Yngve, ¿tienes miedo ahora?», y él podía contestar, «No-o, ¿por qué iba a tener miedo? Aquí no hay nada de que tener miedo», y yo sabría que tenía razón y me tranquilizaría.
El miedo a los zorros me abandonó cuando tenía unos siete años. El vacío que dejó fue llenado, no obstante, por otros miedos. Una mañana pasé por delante del televisor, que estaba encendido sin que nadie lo mirase. Ponían una película ¡en la que un hombre sin cabeza, oh, no, no, subía por una escalera! ¡Ay, ay, ay! Me fui corriendo a mi habitación, pero no sirvió de nada, pues estaba solo e indefenso, tenía que ir a buscar a mi madre, si estaba en casa, o a Yngve. La imagen del hombre sin cabeza me perseguía no sólo en la oscuridad, como esas otras terribles imaginaciones mías. No, el hombre sin cabeza podía aparecer en pleno día, y si entonces me encontraba solo no servía de nada que el sol brillara y los pájaros cantaran, el corazón se me aceleraba y el miedo se extendía por todas las terminaciones nerviosas de mi cuerpo. Era casi peor el que esta oscuridad también pudiera aparecer a la luz del día. De hecho, si había algo que realmente me daba miedo era la oscuridad en la luz. Lo terrible era que no tenía remedio. De nada servía pedir socorro, de nada servía colocarme en medio de un lugar abierto, de nada servía correr. Luego estaba la portada de la Revista de Detectives que me enseñó un día mi padre, una revista de cuando él era pequeño; era una imagen de un esqueleto con un hombre a la espalda, y el esqueleto había girado la cabeza y me miraba fijamente con las cuencas de sus ojos vacías. También ese esqueleto me daba miedo, y aparecía en toda clase de contextos. También tenía miedo del agua caliente en el baño. Porque cuando se abría el grifo del agua caliente se oía un chirrido procedente de las tuberías, y justo después, si no lo cerrabas enseguida, empezaban a oírse golpes. Esos sonidos tan salvajes y fuertes me producían terror. Había una manera de evitar aquello, y era abrir primero el grifo del agua fría, y luego abrir poco a poco el de la caliente. Mis padres e Yngve lo hacían así. Yo lo había intentado, pero el sonido chirriante que atravesaba la pared y al que seguían los golpes a una frecuencia en constante aumento, como si alguien allí abajo estuviera a punto de montar en cólera, empezaba en cuanto abría el grifo del agua caliente, entonces lo cerraba lo más rápido posible y salía corriendo con el miedo metido en el cuerpo. Así que por la mañana o me lavaba con agua fría o utilizaba el agua de lavar de Yngve, sucia pero templada.
Los perros, los zorros y las tuberías de agua eran amenazas concretas y físicas, estaban o no estaban. Pero el hombre sin cabeza y el esqueleto con la boca abierta pertenecían al reino de los muertos, y a los muertos no se les podía controlar de la misma manera; podían estar en todas partes: en el armario si se abría en la oscuridad, en la escalera, en el bosque, incluso debajo de la cama o en el cuarto de baño. Relacionaba mi propio reflejo en las ventanas con esas criaturas del más allá, tal vez porque sólo aparecía cuando fuera era de noche, pero era terrible ver mi propio reflejo en la ventana negra y pensar que esa imagen no era yo, sino un muerto que me miraba.