Adelanto inédito de Donde aún abunda el trigo
Jamás pensó que la primera parte resultaría tan sencilla. Había pasado semanas enteras observando las actividades de la industria, echando un buen vistazo cada vez que caminaba junto a su caballo por aquella senda. Era su camino de costumbre, lleno de tierra y hierbas dispersas, pero hacía tiempo que miraba con particular atención la rutina de los trabajadores del maizal. Parecía esperar el momento en que la idea ya no le significara un remolino caótico.
Por la misma ruta llegaba tanto al centro del pueblo como al establo en el que trabajaba parte del día, de tal modo que el paisaje ya era un viejo compañero. Al dirigir la vista hacia un costado, divisaba por lo menos a unos ocho encargados del maíz sacando choclos a un ritmo sincronizado. Intentaba no perderse en aquel cuadro, volviendo de vez en cuando la mirada sobre el suelo. Los potrillos, por otro lado, disimulaban mucho menos su interés.
La segunda parte, de hacerse con habilidad, suponía menos riesgo que la primera. Manejaba su camioneta desgastada con las tripas reclamando y empapado en transpiración, resultado del esfuerzo que significó meter a uno de ellos al vehículo; pesaban por lo menos noventa kilogramos. A esto se sumaba el miedo de que lo atraparan antes de tiempo y el ardor del sol que azotaba endemoniado.
—¡Eh, Roberto! —le llamaron. Pisó mal el embrague y apareció el humillante estruendo del cambio mal pasado, como la mofa de un cerdo ante la tosca detención—. ¡Uyui! ¡No se ponga nervioso, compadre! —se reía el huaso del camino—. ¿Cuándo convida un pastelito de choclo?
—Mañana salen. Ahí date una vuelta.
—¡Esos son los buenos! Los que hacen en la industria… —se llevó la mano al rostro para cubrirse un solo ojo, en un gesto desaprobatorio por la calidad de los pasteles…
—¡Nos vemos, Jorge! —culminó Roberto. Sacó la mano por la ventana para despedirse y el otro huaso alzó también el brazo, más para esparcir el polvo que su camarada levantaba que para completar aquel despido.
La tranquilidad del campo casi lo había sosegado; pero apenas recordaba al secuestrado que llevaba en el asiento de atrás, se le fruncía el ceño en preocupación.
Habían pasado tan solo diez minutos y ya se encontraba retornando a su parcela, conduciendo por aquellas calles asfaltadas con tierra grisácea, delimitadas en sus recorridos por los campos de maíz.
Asustado como potro que sabe que poco le va a durar el título, estacionó la camioneta bien adentro en su terreno y saltó afuera. Su hijo lo estaba esperando, con la postura firme del campo, pero con un temor muy mal oculto en su semblante.
—Mario, ayúdame a sacarlo; lo tengo en el asiento de atrás.
—¿Te pillaron?, ¿te vienen siguiendo?
—No. Ayúdame mejor. ¿Están listas las herramientas?
—Sí —dijo Mario, sin poder quitar la vista de la puerta trasera de la camioneta.
En el intenso mediodía que les ennegrecía la piel, la escena decorada por las dos caras apretadas de los huasos contrastaba con la inmovilidad de la hierba en rededor y el amigable silbido del riachuelo. Era como si el campo mirara interesado, mas imperturbable, el secuestro.
Lo sacaron del auto y lo llevaron a una casucha detrás de la casa. Lo arrojaron al suelo y empezaron a tomar las herramientas. En la nuca metálica del apresado se leía: «CR45.05SantaCruz».
No se trataba de una especie de vendetta contra estos nuevos campesinos, que eran mucho más diestros en las granjas, ni tampoco de un conflicto social discriminatorio. En general, las condiciones habían mejorado, las cosas andaban bien y las industrias habían respetado la cultura rural para generar un equilibrio bastante grato. Solo hubo que acostumbrarse a los recolectores y sembradores de maíz en los que el sol muchas veces se reflejaba y dejaba al que mirase ciego por unos cuantos segundos. Además, el huaso estaba acostumbrado a que se instalaran grandes empresas por esos lados.
Se trataba, simplemente, de una venta excelente.
—¿Le pusiste el imán en la cabeza? —preguntó Mario.
El imán no era solo eso, si bien también hacía uso del magnetismo cuando actuaba. Consistía en un generador de campo magnético de dimensiones precisas para la alteración del flujo de partículas cargadas que discurrían por el interior de la cabeza del campesino de metal. Era necesario alterar la dirección de estos flujos de tal forma de inhabilitar al trabajador sin generarle un daño irreversible a sus piezas, las cuales, de este modo, podrían ser reutilizadas. El imán había sido desarrollado específicamente para realizar este trabajo. Aun así, Roberto no había tenido necesidad de emplearlo.
—No…, no se lo puse.
Mario estuvo a punto de caerse de espaldas. Se alejó del robot ahí tendido, en el suelo, hasta que su padre lo agarró del brazo con firmeza.
—Este estaba apagado, así que me lo traje.
—¡Tienes que ponerle el imán en la cabeza!
—Si lo vendemos así, nos van a dar mucha más plata. El santiaguino me dijo.
—¡Pero puede prenderse en cualquier momento!
—Cálmate un poco, Mario, no va a pasar nada. Desarmémoslo luego nomás, mira que pronto lo van a empezar a echar de menos.
Mario estaba comenzando a temblar cuando la mirada de su padre le obligó a quedarse quieto. Era cierto que les pagarían mucho mejor, pero si la máquina se activaba, no tenía idea de qué harían. Estos granjeros de acero eran muy corteses cuando se les saludaba, y nunca se habían generado rencillas entre los de fierro y los de hueso; mas todo dependía de la programación, y eso lo hacían las personas, no siempre corteses. Quizá qué secuencia de autodefensa le habían programado, caviló… Aunque probablemente bastaría con un solo golpe del titán para dejarlo tirado allí en el piso, despertándose más tarde en el calabozo de la comisaría…
—¡Despiértate y ayúdame te dije!
—Toma —le pasó una serie de destornilladores.
—Amárralo bien —dijo Roberto, mirando a su hijo como si hubiera caído al fin en la comprensión de los riesgos de no haber ocupado el imán. Mario corrió por las sogas y lo amarró como si del más coloso de los toros se tratara.
Mantenían al robot boca abajo para desacoplar primero las piezas de tecnología computacional cuántica, las más valiosas y por las que mejor pagaban, con las que además se aseguraban de que el metálico no fuese a despertar. Después se encargarían con menos delicadeza del resto del cuerpo, que por lo general iba a parar a otros mercados, tanto a ingenieros independientes como a centros médicos clandestinos donde podían ocuparse las partes como prótesis completas o como repuestos artesanales a las piezas originales que se colocaban en la capital, en la gigantesca arcoclínica.
Mario miraba a su padre sacar los tornillos y una serie de engranajes, siempre en posición defensiva, listo para una buena patada si fuese necesario.
—No me sirve esta, tráeme la de allá.
—¿Esta?
—Sí, pásamela luego.
—¿Funciona?
—No estoy seguro… Si no, lo rompemos nomás. Esta parte de afuera da lo mismo.
Afuera el campo parecía aún disfrutar del espectáculo de los movimientos de estos dos hombres; incluso los tres perros que tenían se habían acercado y ahora olían las piernas del robot, pero la curiosidad, que poco les duró, dio paso a la clásica orquesta de ladridos.
—¡Saca los perros, Mario!
—¡Aeh, aeh!, ¡fuera, ya, ah, fuera!
—Las grabaciones serán activadas. Las grabaciones serán transmitidas.
El sombrero de Roberto salió disparado mientras se golpeaba la espalda en la caída que él mismo propulsó con el susto de escuchar que el robot se había encendido. De los tres perros, uno salió arrancando, al otro le cayó el destornillador en el hocico y el restante se encontraba ladrando escondido entre las patas de una mesa de madera.
Mario lanzó la mejor de las patadas… Y se arrepintió de inmediato al notar que el pie se le partía de dolor.
—Las grabaciones serán activadas.
—¡Pégale de nuevo, Mario!
—¡Casi me rompo la pata!
—¡Pégale, pégale!
—¡Tráete el imán mejor!
—Lo dejé en la camioneta.
—¡Voy!
—¡No!… Ya nos tiene grabados. No sacamos nada con apagarlo ahora. Sigamos desarmándolo; lo tenemos bien amarrado. Después vemos qué hacemos.
Se calmaron un poco. El robot estaba bien amarrado y no se había movido en lo absoluto; seguía de cara al suelo y repetía la misma frase. Tenía la nuca prácticamente desarmada y ya eran visibles las piezas que tenían que sacar. Roberto reconoció el localizador, lo sacó y lo sostuvo en la mano.
—Si rompemos esto, no nos van pillar tan rápido.
—Rómpelo nomás —dijo Mario, pensando que si el robot había enviado grabaciones, o su localización, serían atrapados muy pronto. Demasiado pronto.
Roberto dejó el localizador en el suelo y agarró el martillo que se encontraba a su lado. El primer golpe tenía que ser preciso y lo más fuerte posible para evitar cualquier tipo de envío automático de información por parte del dispositivo, por lo que levantó su antebrazo con la herramienta bien firme y alineada entre sus ojos y la máquina. Se apretó por completo para ejecutar el golpe…
—No lo rompan.
Los hombres del campo se quedaron petrificados, con las mandíbulas descendidas y encajadas. Las sogas con las que habían amarrado al robot cedieron como si jamás hubiesen sido atadas, rechinando al momento en que se desenhebraban.
—No es necesario que lo rompan, no lo activé —dijo el robot, con perfecta pronunciación y fluidez. Daba la sensación de que se conversaba con una radio, o con un televisor—. Aún podrían venderlo en el mercado y les darían buen dinero.
Eso era muy cierto. Generalmente los localizadores debían ser destruidos o alterados, o de lo contrario era muy fácil para los dueños de la industria encontrar a sus peones perdidos. Era habitual que perdieran uno o dos al año, pero los reemplazos llegaban enseguida.
Roberto y Mario no dejaban de mirar al robot que ahora se ponía de pie enfrente de ellos. No había tiempo de mirarse entre sí y tampoco tenían el coraje de arremeter al invitado.
El metálico miraba a su alrededor, orientándose. Terminó por dirigirse a la puerta del taller; salió de la estancia y caminó por la parcela al aire libre. Los campesinos se habían puesto ya de pie y se resignaban a contemplar la situación.
—¿Podrían regalarme algunas de sus ropas, por favor? —dijo el robot, sin obtener una respuesta. Se dio media vuelta y siguió caminando bajo los parrones, hacia la casa del huaso.
—¡Eh, no entre en mi casa! —dijo finalmente Roberto.
El robot revirtió su media vuelta.
—Les agradecería mucho que me dieran algo de sus ropas. No los voy a acusar. No he grabado nada.
Mario miró a su padre como exigiéndole algún tipo de explicación. Roberto no contaba con lo solicitado, pero se le ocurrió entonces que tal vez no había atrapado a un campesino de acero que estuviese realmente dormido y que tal vez, mientras caminaba con su caballo por aquella ruta semana tras semana hacia el establo, había sido a él a quien habían observado con tranquilidad…
Las gallinas de la granja caminaban con su impecable bamboleo mientras el robot ingresaba sin oposición a la casita que aún tenía unas pocas partes de adobe, un hermoso atavismo.
Sin la figura de aquella vida robótica delante de ellos, recuperaron la movilidad y Mario tomó rumbo directo hacia la camioneta. Su padre caminó bajo las sombras de las parras siguiendo al convidado de metal, sin que en él naciera algún instinto de agresión contra el robot; tan solo el asombro de verlo caminar por esas tierras era lo que aún lo dominaba. Todavía no se acostumbraba a aquella imagen.
—Esa es mi pieza, adentro tengo mi ropa. Saca nomás.
—Gracias —dijo el robot, con su perfectamente programada cortesía.
—¡Mario! —gritó Roberto bien fuerte, para que lo escucharan desde afuera.
—¡Voy!
Mario entró corriendo con el imán y se paró al lado de Roberto.
—Deja eso —le dijo su padre.
—Lo mejor sería que se deshicieran del imán por un buen tiempo.
Los dos huasos lo sabían. No tenían la intención de ser inculpados en la desaparición del trabajador. Dejaron que el robot saliera con sus nuevas vestimentas y lo siguieron en su camino escoltados por una comitiva de gansos curiosos.
Así, frente a sus extensos campos de maíz, en medio de una parcela santacruzana, Roberto y su hijo observaban cómo el robot desaparecía por entre los estrechos pasadizos de las plantaciones de choclo.
© Leonardo Espinoza Benavides 2015
Ilustración: “Absolution” by Fanlay