Una semana de vacaciones
Christine Angot
Anagrama
104 pp.
$12.900
Ante todo, la novela de la francesa Christine Angot Una semana de vacaciones, no es una obra que mantenga al lector indemne. Por el contrario, nos obliga a involucrarnos a tal punto que pone en jaque nuestras propias susceptibilidades y nociones de lo correcto e incorrecto. Produce incomodidad, sin duda, hasta puede resultar desagradable para algunas personas, pero no se confundan, no se trata de algo negativo para la novela misma, sino más bien del síntoma de una transgresión notable a los límites, por un lado, de la obra y de la realidad, y por otro, de lo moralmente aprobable y lo derechamente inconcebible.
Breve contexto: Angot se caracteriza por ser una autora que diluye esa distancia entre la obra y el autor, se le ha denominado una narradora del “Yo” y sin tratarse de una obra autobiográfica, la novela se inscribe y gana potencia desde la propia experiencia, desde esa propia autoficción; la vida de Christine Angot en un diálogo tenso a más no poder con la de los personajes de su breve novela de poco más de cien páginas, porque los personajes de ésta son los personajes de su vida, porque la novela misma es, en un sentido más estricto del que desearíamos, su propia vida plasmada en una narración ágil, intensa, de alto contenido sexual, morbosa e incorrecta hasta el hartazgo.
La historia nos presenta a una pareja en un viaje de vacaciones, compuesta por un hombre adulto, hecho y derecho, profesor de universidad e intelectual de elite, y a una jovencita que aún no ha terminado la escuela, y con quien mantiene relaciones sexuales explícitas y constantes, y donde no puede sino el morbo impelernos hacia más y más de esta narrativa fluida y casi sin puntos aparte. Pero hay más, un detalle, un spoiler, si se quiere: se trata de su propia hija. Una cita:
“Él le tira del seno derecho, aplica la boca al izquierdo, amasa el derecho, cambia la boca de seno, vuelve a subir a su rostro, le abre los labios con los suyos, unta de saliva el perímetro, los labios, la nariz, la barbilla, tiene saliva en todo el contorno de la boca. Le dice: «Dime “te quiero.”» Ella lo dice. Le dice: «Repítelo, dilo otra vez si no te importa, resulta agradable, dulce.» Ella lo repite. Le dice: «Dime “te quiero, papá.”» Ella lo dice. «Otra vez.» Ella lo repite.”
Resulta sumamente interesante ese arrinconamiento del lector producido ante el desajuste de los sucesos que presencia, porque de eso se trata, el lector se transforma en un observador. El narrador lo obliga a presenciar con lujo de detalle esta relación incestuosa, presenciar su desarrollo, su consumación, incluso a visualizarla más allá de la novela misma. El narrador es un testigo y de paso nos convierte a nosotros, los lectores, en testigos de algo que no queremos ver o que al menos, sabemos es socialmente reprochable y evoca ese morbo que nos lleva a ver detenciones ciudadanas macabras en youtube, las decapitaciones de rehenes o leer los magníficos diarios de Anaís Nin; en otras palabras el narrador nos sitúa en el límite entre ser testigos y cómplices.
Por otro parte, vemos cómo se construyen estos personajes desde sus respectivas posiciones de dominador y dominada; el control absoluto, tanto en discurso como en acción por parte de él, y la sumisión y aceptación por parte de ella. Sin ir más lejos, la protagonista no cuenta con voz en la novela. Está en el mismo estado de sumisión narrativamente que en la historia de sus vacaciones con su padre. Esto, sin embargo ―y aquí uno de los puntos que la torna más perturbadora― no transforma necesariamente a su padre en un antagonista, de hecho, salvo el evidente control de la situación por su parte, nunca se encuentra en una posición moralmente incómoda ni nada; la narración no juzga, eso nos queda a nosotros y si es que. Sin ir más lejos, la protagonista se encuentra a gusto en este viaje, son sus vacaciones y lo poco que podemos ver de lo que piensa ella, notamos que está enamorada de él, que no quiere perderlo, incluso él la amenaza con volverse antes de lo planeado cada vez que ella hace algo que él desaprueba. Con todo, la narración lo muestra con un carácter dominante, con una voz potente, interesante, se trata de un hombre intelectual, culto y cada vez que puede le traspasa esa cultura a ella, su hija y amante, hasta le enseña a no dejarse pisotear por el machismo:
“Le preguntó en tono seco si conocía el sentido primigenio de la palabra que acaba de utilizar. No lo conocía. Él le indicó que con designaba el órgano sexual femenino. Que déconner significaba salir de la vagina. Que cuando se dice de alguien que es con, significa que es tan estúpido como el sexo de una mujer. Que ella, que es una mujer, se pone en ridículo cuando utiliza ese término. Que emplearlo en ese sentido supone hablar en contra de las mujeres. Que debe desconfiar de los hombres que utilizan esa acepción”.
En suma, creo en lo personal que toda obra que transgrede los límites entre ficción y realidad, y que toca de algún modo nuestras propias nociones de lo que nos rodea, merece la pena leerse. Es, de hecho, lo que se debe buscar en la literatura y en el arte en general. Y esta novela hace precisamente eso: suscita sentimientos contradictorios en nosotros como lectores e, incluso, como personas. Incomoda. Acorrala. Se trata de una narración violenta y sensual a la vez, ajena a los clichés del erotismo, que nos sitúa frente a una realidad difícil y oculta. Nos obliga a tomar una posición al respecto y en cualquier caso nos hace sentir mal ―culpables, incluso― ante lo que presenciamos. De uno u otro modo, terminamos desnudos frente esa realidad, tremendamente inquietos en centro de un limbo, una cuerda floja entre dos abismos: uno que nos hace jueces, por supuesto, pero también otro que nos vuelve cómplices: la culpa del morbo, de nuestra ineludible posición de voyeristas, donde el velo ético-moral lejos de estar en la novela, está frente a nosotros cubriéndonos precariamente.
Ilustración: Stefanie Nieuwenhuyse