adams-carvalho

When you walk through the storm/ Hold your head up high/ And don’t be afraid of the dark/ At the end of the storm/ There’s a golden sky/ And the sweet silver song of the lark
Gerry and the Pacemakers

¿Te acuerdas del Rhenania? Al frente estaban los pool Ajax y un poco más allá los River Plate. Una vez encontramos unas bolsitas con polvo blanco en la calle, como a las siete, antes de que abrieran la farmacia o la carnicería del frente. Ahora que lo pienso, las tiramos a la basura.

El otro día fui al lanzamiento de un libro en un local que quedaba entre Luis Beltrán e Infante, entre el lavaseco y la carnicería. Un poco curado le pregunté a harta gente si había venido antes, y si se acordaba del nombre del lugar. Estaba haciendo trampa, pero nadie me pudo decir el nombre. El churrascón, así se llamaba esa schopería en la que me comí el primer completo del que tengo memoria y en la que mi papá compraba, muy de vez en cuando, completos para toda la familia. Ese envase de plumavit o telgopor, tan inútil que teníamos que tirarlo cuando habíamos terminado, se me vino encima cuando pedí un churrasco y me dijeron que no vendían sándwiches. Se dice que todo el mundo come y comía completos porque era lo más barato, pero en ese tiempo, cuando mi papá iba a comprarlos a ese lugar, que quedaba a una cuadra de nuestra casa, no era así. Tampoco están esos huevones gritones de las carpas Goñi en Luis Beltrán antes de llegar a Colo Colo, o los radiotaxi al lado de esos mecánicos que cada cierto tiempo se agarraban a combos con los vendedores de micro. Pero, ¿te acuerdas del Rhenania? Una vez, después de ensayar, nos fuimos a la casa del Rony, cerca de Ñuble, en ese parque que termina en el colegio Brígida Walker. Nos reíamos del nombre, porque no era nada brígido, hasta que se nos ocurrió mezclar paraguayos con Báltica y neoprén. El Rony tenía una batería y un par de amplificadores que nos hicieron envalentonarnos e intentar reproducir el Ride the lightening completo. No llegamos ni al minuto uno y tuvimos que salir, medio por pánico y medio por el miedo a vomitarle los sillones. Estuvimos desde las dos de la tarde hasta las seis, pálidos, comiendo cuchuflíes y papas fritas, hasta que me di cuenta de que tenía que volver y empecé a caminar, como pude, hacia mi casa. No sé por qué, pero habiendo tomado José Domingo Cañas me acordé de la dirección en Infante, lo que me llevó a pasar por el Rhenania. Me debo haber hecho el enfermo y quizás alguien me creyó, un mozo, no sé. Pero terminé en un baño vomitando y tomando agua del wáter y del lavamanos. La cuestión es que me quedé dormido, y en vez de que me fuera a despertar un cocinero o el caballero del aseo, fue un cabro joven, o de repente no tan joven, que me ayudó a lavarme la cara, me puso el paletó y me dijo que me fuera a tomar una bebida con ellos. Era un grupo grande, y entre las luces y el mareo no pude distinguir a nadie, salvo el nombre de este tipo, Cuti, Cuti Aste, que me pagó un completo y me presentó a todos. Cuando me iba, un poco más repuesto, alguien dijo que me iba a acordar toda mi vida de eso, de Los Tres, de que había carreteado con Los Tres, pero yo, que no escuchaba música chilena, no entendí nada hasta que hubieron pasado muchos años, el Rhenania dejara de ser el Rhenania, y en ese mismo lugar se pusiera un restorán peruano llamado El Ceviche. Ahí les dije a mis amigos de literatura que había carreteado con Los Tres y meses después con Javiera Parra y los imposibles, aunque eso es más difuso y lejano, en ese verano que pasé en La Serena, persiguiendo vaya uno a saber qué cosa, con mi amiga Natalia, en un bar del que ya no puedo acordarme. Todos se rieron, casi de la misma forma que el grupo ese día de invierno, cuando me devolví a mi casa, descolorido, y mi papá algo quería celebrar con completos de El churrascón. Completos que no pude comer y que lo enfurecieron; completos excepcionales, no para salir del paso, que me fueron negados tantos meses como castigo.

En realidad se me hace que todo se funde en una pantalla púrpura. El color púrpura, como esa película que estaban viendo mis padres cuando se me ocurrió cruzar corriendo por la división entre el living y su pieza y tropecé con la estufa: la superficie de mi mano izquierda completamente pegada al metal caliente, como un churrasco en una plancha sin aceite, esa tarde gris de fines de los ochenta, al ir en busca de un taxi –Opala, quizás, como esos focos redondos como ojo de dibujo animado– para perdernos en un cielo en despedida, púrpura por mi carne y la de los negros sobre una pantalla púrpura y las mañanas y su aprendizaje de la única y gemela estrella que surge de la púrpura tiniebla. La interferencia, esa piel que desprendían con una especie de lija para que saliera piel nueva. Salir, como si en verdad la piel estuviese oculta bajo la carne quemada, como si dentro nuestro habitara un viejo que se va desvistiendo de los atuendos jóvenes hasta quedar desnudo. Una cebolla, dirían los judíos, una nuez. Pero por sobre todo interferencia. ¿Te acuerdas cuando el papá llegó con ese VHS Samsung? En ese tiempo las cosas coreanas eran peores que las chinas, y eso que ahora todo lo bueno lo hacen los chinos. En ese VHS estaban viendo El color púrpura y en ese mismo aparato vimos todo el resto. El mundo, de repente, pero lo más importante era el tiempo perdido entre cintas mal grabadas y la fragilidad de los cabezales del equipo. Tracking se llamaba la tecla que permitía sintonizar –como si se pudieran arreglar esas imágenes– las películas. Esa que habla de que hubo una vez una piscina en la calle Lincoyán, justo cuando esta se encuentra con Infante, y que varios niños que no tenían el dinero para pagar la entrada se paraban a mirar desde afuera cómo los que sí podían se tiraban por un tobogán alto, probablemente no tan alto para quien sabe de piscinas, pero inmenso para esos niños. O de repente la película de los trabajadores de la empresa Budnik, en la esquina de Infante y Colo Colo que, por la mañana, vomitaban lo que habían tomado antes de entrar al trabajo. O de la botillería de don Mino, en Luis Beltrán con Lincoyán, y esas largas tertulias de cervezas, apuestas y sexo en las que terminaron metiéndosela al Negro, ese amigo del barrio que terminó colgándose. O del funeral del Negro, en el Cementerio Metropolitano y de todo el tiempo que se demoraba uno en llegar allá, y que hubiese tan poca gente. O de ese almuerzo en silencio un fin de semana cualquiera, pensando en lo poco que ciertas personas le importan a la gente, y, finalmente, en quién es la gente a la que habría uno de importarle. A veces me pregunto por el Negro, como por ese amigo que murió en San Bernardo y tenía mi apellido, si es que habrá muerto de cáncer o no y por qué no dejaron a sus amigos ir al funeral. Porque era tan lejos todo, y uno se iba muriendo en las micros, perdiendo el poco tiempo libre. El tiempo era muy distinto. Los cinco minutos que me demoraba en almorzar antes de ir al colegio no son los mismos que ahora gasto en el baño para cagar o ducharme. Los dolores en el cuerpo luego de tomar, tampoco. Las vacaciones y las calles de niño se han ido achicando, junto con la felicidad y la memoria. Pero, ¿te acuerdas qué es lo que había antes de los Ayax, antes de los radiotaxi, antes del Belorado, de Monarch, te acuerdas? No. Bueno, tampoco creo que se acuerden de nosotros cuando venga nuestro reemplazante. Como en el funeral del Negro, o como cuando le pregunté a esa escritora si sabía cómo se llamaba ese restorán en el que me comí el último completo, antes de que derrumbaran todo o apagaran la televisión. O no. Porque las imágenes siguen volviendo, como la hora de levantarse para ir al trabajo o como las malas noticias. Vuelven, casi con la misma frecuencia con la que pienso en ese botón o esa perilla, no lo recuerdo, llamada “tracking”. Corregir lo difuso, darle firmeza a las cosas. Darles luz, así lo hace el sol cuando inunda toda la realidad de espejismos.

***

Lo mejor siempre pasaba a final de año. Además de las buenas notas en ese chiquitísimo colegio de la calle Condell y las consiguientes felicitaciones cada vez que eran entregadas las notas y los promedios, todo el año esperaba la visita a la piscina, el asado, o cualquier cosa que sirviera de conclusión de esa horrible monotonía que fue el colegio. Esos días que separaron el paseo de fin de año, el cierre en la distribuidora de mi papá y la kermesse del colegio para mí fueron los mejores. Años después, bajo otras repeticiones me es imposible disfrutar las navidades y esos días que servían de prólogo para las vacaciones más allá de la cordillera. Rosenzvaig lo dijo mejor que yo: es probable que a todos nos guste la Navidad porque es el día en que la gente más se preocupa de cocinar y regalar. A mí me gustaba también esa tarde entera pasada viendo televisión, dibujos animados, películas, y el momento de ducharnos y vestirnos bien para ir a la misa del gallo. Ver televisión esperando que pase el tiempo, que pase algo, que lleguen los regalos, que llegue al menos un regalo. Eso eran nuestras navidades. Esperar. Esperar viendo televisión.

La ruta nos aportó otro paso natural
Mucho más importante es el recorrido con el que uno llega a un lugar que el éxito o no que se obtenga en la búsqueda.
Marcelo Bielsa

Me contaron la otra vez que los exiliados en Canadá se juntaban a tomar y tenían un juego: ¿puedes acordarte del recorrido completo de la micro que te llevaba a tu casa? La mayoría aceptaba el desafío, sumándole una detallada descripción del espacio –un día soleado, de preferencia– recorrido: calles, semáforos, rotondas, vueltas y al final el tramo que se recorre a pie, los olores que despide la verdura y al final el antejardín. Siempre en el antejardín se ponían a llorar, me dijo mi amigo.

La cosa entre nosotros era levantarse temprano y escuchar a la mamá ir metiendo las últimas cosas en la hielera: bebidas y hielo, para después dedicarse a esas hallullas con mayonesa de pepita de uva, tomate y queso, o pollo y tomate. Algunas veces eran aliados, otras, milanesas, pero lo inconfundible era el olor a esa mayonesa. Mientras, el papá iba subiendo todas las cosas al furgón y uno se levantaba. Era el día más feliz del año, pues en ese claroscuro de la madrugada veraniega, justo antes de la Navidad nos íbamos a Mendoza, a visitar a mis abuelos y a la familia de la mamá.

La mente se abre como una cancha de fútbol. Dicen que es porque las largas extensiones de pasto nos recuerdan la sabana africana, la memoria de la especie y esa dura infancia en la que tuvimos que vérnosla con el hambre, pero también con la libertad. Pero la mente también se abre como la taza de leche que deja tu madre luego del vapor. El furgón azul, marca Suzuki, está en la calle Lincoyán, justo bajo la ventana del living para que mi padre pueda verlo. El volante está lleno de cadenas y es sagradamente estacionado en la casa de mi abuela –casi todo el año– para que no se lo roben. En estas ocasiones lo ubica entre dos árboles, para que así sea más difícil sacarlo.

Estamos todos arriba. Mi mamá y mi papá se persignan, nosotros los imitamos. Prende el motor y nosotros nos despedimos de esa casa blanca de dos pisos con un par de ventanas rotas en el segundo, donde vivimos. Se toma Lincoyán hasta Salvador; se pasa el restorán chino al que nunca entramos, la tienda de Monarch que evadíamos, el Club Argentino donde vimos llorar a Maradona, el colegio El Salvador al que fueron algunos compañeros con más plata, la fábrica de Eko Maiko de los taxistas, el gimnasio de Los Jesuitas donde jugaba tenis de mesa, la posta donde murió mi abuelo y el cerro San Cristóbal. Pío Nono, Domínica, avenida Perú, Santos Dumont y su iglesia azul, el J.J. Aguirre donde operaron a mi papá, avenida Independencia, el cruce de Vespucio, la autopista, Colina, Chacabuco, Los Andes –su pequeño supermercado y la casa de un antepasado– y la primera parada. Luego la ruta 60, el río Colorado, Aconcagua y Juncal… los caracoles, Portillo y Los Libertadores. El túnel y el cartel “Bienvenido a Argentina”. Las montañas rojas y las casitas de piedra. Las Cuevas, Puente del Inca, Penitentes, Punta de Vacas, Uspallata y su gran hotel. Ahí almorzamos, al lado de un riachuelo, mirando la cordillera reflejada en un vaso de Coca. La suma de túneles, Potrerillos y sus campings, Cacheuta y su asados cementerios, para entrar en la profunda llanura argentina, Luján de Cuyo, Vistalba, Chacras de Coria y la que será casa de mi primo, el Aeroclub, la calle San Martín y el cartel de vinos Toso –el mismo apellido del ginecólogo por el cual llevo el nombre–, el giro a la izquierda para tomar Joaquín V. González, el hospital del Carmen, el matadero, el zanjón, las pastas frescas y a lo lejos Rico Mc Pancho, el supermercado Vea y la iglesia de Lourdes. La calle Paraná, el parquecito, los videojuegos y el metegol, la calle Hungría y al fondo los monoblocks, la ribera del zanjón y el árbol que quemó un rayo, la parada del micro y la calle Necochea, donde vivió la familia de un tío, la casa de los Muñiz, de Publio, de Cordi, de mi amigo Leo y los Amerio, de Grassetto, de los Díaz, del viejo Tubalcaín, de Coletti, de la vieja heladería, del mercadito, de los Reta, de los Jaliff, de don Napoleón, de los carnavales, de las cámaras de bicicleta, de las bombitas, de los baldes, de las pistolas de agua, de las siestas, las acequias, las lluvias, los truenos, la noche y estar despierto todo el día, de los campeonatos en la calle, del truco, de la gaseosa en la esquina, del mate, de las Copas de Verano, de las churrasquera, los atados de leña, la morcilla, el vacío, los chorizos y el asado de tira, de la calle Reconquista y la vuelta a Tacuarí, el tambor del viejo furgón Suzuki EE-17-44, patente chilena, la pata de vaca, la ligustrina y el porch, el cemento pórlan y el Dodge blanco de mi abuelo, la puerta de un blanco añoso y la casa naranja. El número 262, y mi abuela aún joven con mi abuelo muerto, atrás mi tía Guadalupe y mi primo Fernando, aunque nunca coincidieron; la perra Moka y la perra Chiqui, el pobre Toqui, los gatos Michi, la tortuga Sansón y la Sansona sin la tierra que los cubre; la parra y el jazmín, la cerámica roja, un par de gotas de lluvia sobre la tierra y el olor a tierra mojada. Llegamos. Ahora, el llanto.

Ilustración: Adams Carvalho