El tiempo que pasamos en Québec había sido estupendo. Yo acababa de llegar, y si bien la partida desde Argentina la había hecho con algo de bronca, con ese blindaje que proporciona el irse porque lo que se tiene en el país de uno no cubre las expectativas, al arribar no había podido evitar que la nostalgia invadiera parte de mi ser. Por eso fue una bendición que hubiera hallado tan pronto a Madeleine.
La conocí en una milonga de Montreal. Entré ahí una noche en que tenía ganas de codearme con otros compatriotas, y eso que al salir de Ezeiza había jurado que ya no quería saber nada con mis hermanos criollos, pero el crepúsculo de ese día me había hecho cambiar de opinión. Lo que no sabía es que la mitad de los concurrentes serían canadienses francófonos, ni que la belleza de las damas de esa región no tiene nada que envidiarle a la de las rioplatenses. El tango se ha impuesto en el mundo, y en Québec tiene razones de sobra para hacerlo. El clima es en cierto modo, y salvando las distancias, bastante parecido al de Buenos Aires dentro de Latinoamérica; y utilizo este vocablo porque considero a la provincia afrancesada un territorio latino y americano, al igual que Haití. Es cierto que en Canadá hace mucho más frío que en las pampas, pero ambos pueblos conocemos de sobra lo que es un invierno y lo que significa ser “europeo” en América; nuestra música ciudadana lleva implícito mucho de ello. Por otra parte, el tango se consagró luego de triunfar en París; así que, para muchos quebequenses, de origen francés y acostumbrados a la sofisticación del jazz, el tango es una música ideal para saciar su sed de latinidad.
Cuando uno está en el exterior, bailar el tango con una dama del lugar es asumir una carga extra de responsabilidad, es convertirse en embajador cultural de la Argentina. Además, ellas suelen estar esperando la oportunidad de entrelazarse en la danza con un “pibe” rioplatense. Y si bien al principio las chicas canadienses parecen algo distantes, no les falta voluntad, se interesan por aprender y, ya roto el hielo, se revelan amables. Madeleine respondía a ese patrón; fue una experiencia deliciosa bailar con ella, y una vez que bailamos un bloque completo, nos sentamos a conversar en una mesa; por sugerencia mía, la charla estuvo regada por un buen malbec argentino.
Hablamos de tango, de literatura y, claro, de Argentina y Québec. Yo quería saber sobre el festival de poesía de Trois Rivières. Ella se ofreció para acompañarme. Desde entonces, y hasta la semana pasada, no nos separamos más.
Madeleine llegó a Buenos Aires ayer a la mañana, yo había arribado una semana antes, un poco para ir preparando todo para su visita, y otro poco para tener tiempo de hablar con mi familia sin la interferencia de una persona para ellos extraña. Eso me dio tiempo de alquilar un departamento en el centro, y de readaptarme al ritmo de mi ciudad.
El día de ayer lo dedicamos a recorrer las inmediaciones al edificio donde estamos parando, a efectos de que Madeleine comenzara a familiarizarse con el entorno y no dependiera tanto de mí. Luego nos fuimos a dormir, ya que, incluso a ella, el viaje desde Montreal la había dejado agotada, minando su natural tendencia a la aventura; y como estamos en verano, dejamos abierto el ventanal que da al balcón.
Algo terrible pasó: al despertar hallé a Madeleine en un estado calamitoso. No respiraba, y lucía ensangrentada; de hecho, una parte de mí sabía que estaba muerta. Sin embargo, enceguecido por la negación de no aceptar la cruel realidad, llamé a emergencias con la esperanza de que todo fuera un hecho lastimoso aunque superable. Pero no, los paramédicos no hicieron más que confirmar lo que esa parte de mí ya conocía desde el momento en que la vi a mi lado sin signos vitales, o incluso desde antes.
No es fácil aceptar que la chica que amas esté muerta porque un delincuente entró a tu departamento mientras dormías y la mató. Puedes pasar el resto de la vida lamentándote, diciéndote a ti mismo que, siendo éste tu país, deberías haberle advertido que dejar el ventanal abierto podía ser peligroso en estas latitudes. Pero es aún más difícil aceptar que nadie entró al departamento, ni por el ventanal ni por ningún otro lado; que las únicas huellas en la escena del crimen son tuyas; que tienes esa absurda y enferma manía de echar todo a perder cada vez que estás cerca de alcanzar tu propia felicidad.