The NASA/ESA Hubble Space Telescope has revisited one of its most iconic and popular images: the Eagle Nebula’s Pillars of Creation. This image shows the pillars as seen in visible light, capturing the multi-coloured glow of gas clouds, wispy tendrils of dark cosmic dust, and the rust-coloured elephants’ trunks of the nebula’s famous pillars. The dust and gas in the pillars is seared by the intense radiation from young stars and eroded by strong winds from massive nearby stars. With these new images comes better contrast and a clearer view for astronomers to study how the structure of the pillars is changing over time.

The Eagle Nebula’s Pillars of Creation.

Según la Enuma Elish, la antigua historia de la creación según los babilonios, el mundo comenzó en un caos líquido. No existía cielo ni tierra, ni siquiera una ciénaga pantanosa. Lo único que había eran Apsu, las aguas dulces, y Ti’amat, las aguas saladas. Con el tiempo, la lenta filtración del cieno formó Lahmu y Lahamu, que se extendieron hasta formar un anillo gigante que se convirtió en el horizonte. La parte superior de este anillo era el dios Anshar y la parte inferior era Kishar. De Anshar nació Anu, el cielo; de Kishar, Nudimmut, la tierra. Pero el cielo y la tierra se encontraban atrapados dentro del cuerpo de Ti’amat, que deseaba dormir en silencio. Entonces, un inquieto dios descendiente de Kishar y Anshar -Marduk- fue persuadido de combatir a Ti’amat. Ti’amat abrió su boca para tragarlo, pero Marduk introdujo en su estómago el viento del mal, lanzó una flecha directo a su corazón y acabó con ella. Luego, valiéndose de su hacha, Marduk cortó en dos el cuerpo de Ti’amat y separó el cielo de la tierra. De este modo se organizó el mundo.

La Enuma Elish, esculpida en piedra en lengua acadia y que se remonta por lo menos al 2000 a. C., constituye uno de los registros más antiguos de las cosmologías tempranas. Muestra el carácter antropomórfico de los personajes de los antiguos mitos cosmológicos, y su imaginería corresponde al mundo rodeado de agua que los babilonios conocían. Mesopotamia es un país construido por el cieno, situado allí donde confluyen las aguas dulces del Tigris y el Eufrates, las que a su vez desembocan en el salado golfo Pérsico. La Enuma Elish trasmite el deseo humano de comprender el mundo, de narrar una historia que precise la manera en que las cosas llegaron a ocurrir.

Las leyendas budistas e hinduistas contienen muchas versiones diferentes sobre la creación. Una de ellas comienza con el dios Vishnú flotando sobre la espalda de la serpiente Ananta en las aguas primigenias. Del ombligo de Vishnú crece un loto, en cuyo interior está el dios Brahma. En el momento de su nacimiento, Brahma recita por sus cuatro bocas los textos sagrados, las cuatro Vedas, y crea el Huevo de Brahma. A partir del Huevo se forma el universo, que consta de tres capas: la tierra, un disco aplanado; la atmósfera, que se asocia con el viento y la lluvia; y los cielos, el lugar del sol y el fuego. Las cosmologías budista e hinduista contemplan ciclos infinitos de nacimiento, muerte y renacimiento. Las personas nacen, viven, mueren y vuelven a nacer en un cuerpo diferente, y lo mismo ocurre con el universo. Al final de cada 4.320.000.000 de años, un solo día en la vida de Brahma, el espíritu universal absorbe toda la materia del universo mientras Brahma duerme. Durante la noche de Brahma la materia existe sólo como potencialidad. Al amanecer, Brahma se levanta del loto y la materia reaparece. Pasados cien años de Brahma, todo se destruye, incluso el mismo Brahma. Después de otro siglo de Brahma, éste vuelve a nacer y el ciclo completo se repite.

En Occidente, poco a poco los dioses y mitos fueron reemplazados por los mecanismos físicos en las especulaciones cosmológicas. El razonamiento lógico y el físico aparecen ya en el primer pensamiento cosmológico griego conocido, el de Anaximandro en el siglo VI a. C. Su teoría sostenía que las estrellas constituían porciones de aire comprimido y que el Sol tenía la forma de una rueda de carro, veintiocho veces el tamaño de la Tierra. El borde de esta rueda solar contenía fuego, el que escapaba a través de un orificio. Cuando el orificio se obstruía, se producía un eclipse. La Luna era un círculo diecinueve veces el tamaño de la Tierra, y también tenía la forma de una rueda de carro. El universo de Anaximandro contenía una substancia infinita y eterna. Los planetas y los mundos se formaban al separarse de esta substancia; luego perecían y ésta los volvía a absorber. Nuestro propio mundo debe su origen a que un movimiento de remolino hizo que los materiales pesados se hundieran hacia el centro, formando el disco aplanado que es la Tierra, mientras que masas de fuego rodeadas de aire fueron lanzadas hacia el perímetro, dando vida así al Sol y las estrellas. A pesar de que mundos individuales iban y venían, el cosmos como un todo era eterno, sin comienzo ni fin. Era infinito en el tiempo. Era infinito en el espacio.

Muchas de las ideas de Anaximandro se hallan en la teoría atomista de Demócrito (aprox. 460-370 a. C.). En la cosmología de este último, toda la materia estaba compuesta de cuerpos microscópicos indestructibles denominados átomos (de la palabra griega átomos, que significa indivisible). Los átomos tenían distintas propiedades -algunos eran duros y otros blandos, algunos eran suaves y otros ásperos, por ejemplo-, y estas diferencias explicaban la variedad de sustancias esparcidas en el universo. La teoría griega del atomismo entregó una explicación para todo, desde la naturaleza del viento hasta por qué los peces tienes escamas, por qué la luz puede atravesar un cuerno y la lluvia no, por qué los cadáveres huelen mal y el azafrán huele bien. Aun cuando las substancias podían cambiar alterando sus átomos, los átomos en sí no podían crearse ni destruirse; eran eternos. Los átomos de Demócrito correspondían a la substancia infinita de Anaximandro.

La perspectiva atomista del mundo tenía dos grandes fortalezas, las que Lucrecio claramente expuso y alabó en su poema clásico De la naturaleza de las cosas (cerca del 60 a. C.). En primer lugar, como «nada puede crearse de la nada», y «nada puede destruirse para convertirse en nada», resulta imposible que las cosas ocurran sin una causa física. Por lo tanto, los seres humanos no debieran temer la intromisión caprichosa de los dioses. En segundo lugar, tampoco la gente debiera temer un castigo eterno tras su muerte, pues el alma, que al igual que todo lo demás está compuesta de átomos, se disipa como el viento. Ya no habrá una identidad a quien atormentar.

Al aplicar la teoría atomista al cosmos en general, se obtiene un universo sin proyecto ni propósito alguno. Los átomos se desplazan libre y ciegamente a través del espacio. Cuando, por casualidad, las sendas aleatorias de un gran número de átomos se entrecruzan, se crea un planeta o una estrella. Un mundo que se forme de esta manera vivirá durante un tiempo, hasta que llegue el momento en que se desintegre y devuelva los átomos a sus vagabundeos. Todos los objetos, incluyendo la gente y los planetas, son simplemente islas de orden, temporales y accidentales, en un cosmos desordenado. Con nuestro propio planeta ocurre lo mismo, y no ocupa ningún lugar de privilegio en el universo. Al igual que el cosmos de Anaximandro, el universo atomístico no posee límite de espacio ni de tiempo. Es imposible crear o destruir un universo compuesto de átomos indestructibles.

La cosmología de Aristóteles (ca. 350 a. C.) difería en varios aspectos de la visión atomista. Aristóteles erigió el mundo a partir de cinco elementos: tierra, agua, aire, fuego y éter. Nada era casual ni accidental. Todo tenía su espacio natural y su propósito. El lugar natural de la Tierra es el centro del universo, y todas las partículas semejantes a ella que flotan en el cosmos se desplazan en esa dirección. El éter es una substancia divina e indestructible; su espacio natural son los cielos, donde forma las estrellas y otros cuerpos celestiales. El agua, el aire y el fuego ocupan lugares intermedios. El Sol, los planetas y las estrellas están fijos a esferas rígidas, las que giran en círculos perfectos en torno a la Tierra estática. Tales rotaciones dan forma al día y la noche. La esfera exterior, la primum mobile, gira gracias al amor de un dios, mientras que las esferas interiores rotan armoniosamente por la misma causa. Como vemos, a diferencia de la antigua teoría atomista, el cosmos de Aristóteles tiene propósito y está limitado en el espacio, extendiéndose sólo hasta la esfera exterior. Ambas teorías concordaban en un aspecto importante: el universo era eterno. El éter, componente de los cuerpos celestiales y divinos, «es eterno, no crece ni se reduce, sino que es infinito, inalterable y permanente». El universo de Aristóteles no era solamente eterno; también era estático. Esta creencia de un cosmos inalterable dominó el pensamiento occidental hasta bien entrado el siglo XX.

El astrónomo polaco Nicolás Copérnico, en 1543, acabó con la teoría de un cosmos geocéntrico. Degradó la Tierra, calificándola como un simple planeta que órbita alrededor del Sol. Este importante cambio introdujo una explicación muchísimo más simple para los movimientos observados de los planetas, a costa del rechazo de la sensación intuitiva de que la Tierra no se movía. Sin embargo, Copérnico no pudo desentenderse de muchas de las venerables características de la visión aristotélica. Las órbitas planetarias seguían compuestas de círculos perfectos, como dignos cuerpos celestiales. Y, a pesar de que la Tierra fue despojada de su ubicación central, nuestro Sol tomó su lugar cerca del centro del universo.

El universo aún estaba hecho para seres humanos. Tal como afirmó el gran astrónomo alemán Johannes Kepler medio siglo más tarde, nuestro propio Sol era la estrella más luminosa en el cosmos, pues «si en el cielo existen esferas similares a nuestra Tierra, ¿rivalizamos con ellas acerca de quién ocupa una mejor parte del universo? Si sus esferas son más imponentes, nosotros no somos las criaturas racionales más nobles. Entonces, ¿cómo pueden ser todas las cosas por el bien del hombre?

Expulsión del Paraíso, de Giovanni di Paolo

Expulsión del Paraíso, de Giovanni di Paolo

¿Cómo podemos ser los dueños de la obra de Dios?. El universo de Copérnico aún se encontraba limitado en el aspecto espacial por una capa exterior de estrellas. Al igual que Aristóteles, Copérnico también creyó que las estrellas estaban fijas y no cambiaban. Explicó su punto de vista de la siguiente manera: «El estado de inmovilidad es considerado como más noble y divino que el de cambio e inestabilidad, el que por esa razón debiera pertenecer a la Tierra y no al universo». Como Aristóteles, Copérnico pensaba que los fenómenos terrestres correspondían a un conjunto de leyes, y que los cuerpos celestiales «divinos» se regían por otro distinto.

Sistema del universo según Thomas Digges, de su libro Una descripción perfecta de las orbes celestiales (1576). Las estrellas están esparcidas por el espacio, más allá de la órbita exterior de los planetas.

Sistema del universo según Thomas Digges, de su libro Una descripción perfecta de las orbes celestiales (1576). Las estrellas están esparcidas por el espacio, más allá de la órbita exterior de los planetas.

El astrónomo británico Thomas Digges, discípulo de Copérnico, logró liberar las estrellas de sus esferas cristalinas y esparcirlas por el espacio infinito. Esta idea, expuesta en Una descripción perfecta de las orbes celestiales (1576), provocó un efecto inmensamente liberador en el pensamiento cosmológico. Ahora las estrellas podrían ser objetos físicos; estarían sujetas a las mismas leyes físicas que observamos en la Tierra.

Isaac Newton elevó la universalidad de las leyes físicas a su máxima expresión. En sus Principia (1687), aplica por igual su nueva ley de gravedad a los arcos descritos por las balas de cañón, a las órbitas de las lunas y los planetas y a las trayectorias de los cometas, calculando sus posibles rutas en forma detallada. Pero este magistral lógico era también muy religioso. Justamente en los mismos Principia, Newton describe el espacio como idéntico al cuerpo de Dios: «El Dios Supremo es un Ser eterno, infinito, absolutamente perfecto… Perdura eternamente y es omnipresente; y esta existencia eterna y omnipresencia constituyen la duración y el espacio». Asimismo, Newton sostiene que «este bellísimo sistema de Sol, planetas y cometas sólo podría provenir de la sabiduría y dominio de un Ser poderoso e inteligente». Así, el universo de Newton poseía un designio consciente. Y, considerado como un todo, era estático. En 1692, Newton argumentó en una carta al teólogo Richard Bentley que el universo no podía estar expandiéndose o contrayéndose globalmente, puesto que tales movimientos requieren por necesidad de un centro, tal como una explosión tiene su centro. Y la materia esparcida en un espacio infinito no define ningún centro. Por lo tanto, estudiando los hechos hacia el pasado, el cosmos debía ser estático. Da igual si a Newton lo convenció más este argumento lógico que sus propias creencias religiosas; terminó sustentando la tradición aristotélica de un cosmos sin alteración. Sólo a fines de la década de 1920, esa tradición, que ni siquiera Einstein desafió, se puso en duda.

Segundo capítulo del libro Luz Antigua, de Alan Lightman