una pequeña muestra de símiles (fallidos)
El negocio no es malo. De hecho, anda bastante bien, aunque no sé por cuánto tiempo más. Si todavía funciona, creo a veces, es por la melancolía de la gente. El por qué se deja comprender con facilidad: antes que un último arranque de vanidad, las biografías digitales son un testimonio de nuestros afectos, el reflejo de cuánto queremos a quienes hemos creído querer de verdad. Se trata de eso y de las ganas de sobrevivir en recuerdos ajenos por un tiempo más.
Lidiando con clientes, así es como he llegado a la conclusión de que son los fantasmas digitales de los otros quienes más cosquillean nuestra curiosidad, pero solamente el fantasma propio —el doble de uno mismo y de nadie más— tiene el poder de despertar auténtico temor, manos sudorosas, un arrítmico temblor en la voz. Nos damos miedo en la misma medida que tomamos distancia de lo que vemos en el espejo cuando se agota el ego, la vanidad. Redescubrir lo que somos y en qué nos hemos convertido, lo que hemos hecho con nuestro tiempo en vida, eso es lo que tememos.
Ocurre algo diferente al mirar de cerca una biografía ajena. Todo el mundo lo ha hecho: observar con cuidado una vida que un montón de gente ha visto ya. Sin importar cuán indiferente nos sea y qué tan amado o detestado nos resulte su protagonista, es imposible no encontrar algún pasaje inquietante, conmovedor u oscuro, si no revestido al menos de cierta ternura, desconcierto o pesar. Da igual qué tan simplona pueda parecer una biografía, siempre puedes encontrar en ella auténticos pedazos de vida. Y eso está bien, pero se quiere algo distinto, se anhela algo más. Lo extraño que se desea no se encuentra entre testimonios de realidad, sino que es en el asombro donde sobrevive, donde respira. Mirarlo de cerca, tocarlo y olerlo, sentirlo con la certeza de que hay cosas que no se entienden. Es eso lo que una quiere hacer: sin engaño ni artificio, someterse al misterio y apostar contra la fatalidad.
Pero pasa el tiempo y te acostumbras a las mismas rutinas, problemas y conflictos. Es la cotidianidad, es la vida. Entonces dejas de maravillarte ante esos brevísimos destellos de belleza que se reflejan en nuestros hábitos, modales y pautas de conducta en sociedad. Pasa el tiempo y empiezas a hablar así de estas cosas: como cosas sin más. Eso es lo que pasa. De tanto editar relatos de vidas ajenas por trabajo, el orden que imprimes en los recuerdos, datos, secretos y nimiedades de otros se convierte en fórmula. Tu voz, esa voz que suena en off al reproducir el archivo, muta en un melodioso sonsonete que solo a ti, a nadie más que a ti, parece irritar sobremanera. Es la monotonía lo que termina por ganar peso, ensombreciendo los rincones por donde brota el asombro. Así es como se agota la sorpresa y lo maravilloso se torna ordinario: las margaritas se convierten en flores y los helechos en plantas, y llega el día en que a las araucarias empezamos a llamarlas «árboles» a secas.
Por eso una siente nostalgia de los comienzos de su carrera en este negocio. Al principio las cosas no son así. Cuando recién empiezas te involucras, te emocionas. Conversando más de un café fuera de horario laboral y almorzando apurada durante la semana, he hecho mis averiguaciones entre compañeras de trabajo. Las colegas editoras que trabajan en la empresa saben, casi todas recuerdan, cómo es entrar a la sala de edición por primera vez. Las murallas de ladrillo crudo por fuera y la singular calidez de esa casona sin esquinas en su perímetro, la trama de tejas sutilmente arqueadas en un techo de escasa pendiente que a las afueras de Santiago se eleva piramidal, concéntricamente hacia las nubes, contrastando su fachada de evocación rústica con el minimalismo funcional del interior: una planta abierta, sobria, decorada apenas por la mera presencia de nuestras sillas o sillones —cada asiento lo escoge su misma dueña y, es fácil adivinar, estos siempre han sido diferentes entre sí— e indistinguibles mesones rectangulares de madera, dispuestos al arbitrio de sus usuarios, quienes para trabajar no necesitan más que una pantalla, un teclado y una lámpara de lectura, además de material de papelería (blocs de notas, cuadernos, sobres y resmas A4 para la impresora), lápices, corcheteras y clips, sin contar los distintos artículos de oficina que una se agencia para hacer la pega: desde lapiceras de modelación 3D y perforadoras vintage hasta tacos de Post-it de colores y un largo etcétera de chucherías desechables, prescindibles —en último término, muletillas para entretener la cabeza y los sentidos durante la jornada laboral.
Al principio, la atmósfera del lugar tiene un olor especial. Están las que dicen que huele a auto nuevo, librería de viejo, esencia de bergamota, vainilla o flor de limón, si no a pan tostado, panqueques con sirope o panqueques con manjar. Esta es tan solo una pequeña muestra de los símiles (fallidos) con que mis colegas han intentado evocar esa primera impresión del lugar. No hay quien haya logrado decir con exactitud cuál es ese aroma, cómo se siente aquel olor. Una vaga experiencia asociada al significado de «sentido», «trabajo» y «novedad», eso es todo lo que la memoria alcanza a recuperar.
«La voz de Ene soy yo»
Contra lo que suponen muchos curiosos —casi todos clientes en potencia—, el trabajo de edición no te convierte en cirujano de la imaginería mental y digital. Tampoco se reduce a reconstruir recuerdos con grabaciones y fotos de archivo, ni al mero montaje de imágenes, videos y textos para después grabar lo que se va a escuchar en off. Con un mínimo de sensibilidad, una pizca de buen gusto y el timbre de voz apropiado, cualquier programador autodidacta o técnico en informática podría diseñar un software, comprometerse con la locución y la gestión de datos. Esa cuota mínima de intuición estética en un equipo de ingenieros con tino bastaría para enviarnos a mis colegas y a mí —así como a tanto otro analista financiero, controlador aéreo, juez de policía local y mecánico automotriz, entre muchos otros— a engrosar las filas de desempleados que la Dirección del Trabajo se ve obligada a sostener con los impuestos que tributamos. En fin, si acaso lo que hacemos en la empresa es un arte o no, da igual. Importa más el hecho simple, muy simple, de que esto se trata de una pega, un trabajo tan serio como cualquier otro. Hay reglas y restricciones; se deben respetar los plazos, se sigue un método también. Es poco lo que en este trabajo se deja al azar.
Por eso el encargo de Ene me intrigó tanto. Aunque las dos fuimos, ya sabes, muchas cosas —colegas, amigas, amantes, esposas y madres—, nunca llegué a figurármela como un posible cliente. Tampoco imaginé que algún día iba a meterme en su cabeza para contar la historia de alguien más, ni mucho menos que al trabajar con sus recuerdos la iba a tener que empersonar. Que Ene iba a ser yo, eso no se me cruzó por la mente jamás. Por supuesto, no me refiero a ser ella, sino su voz. Digo que todavía me descoloca que para estos efectos la voz de Ene sea la mía, que ella haya terminado sonando como sueno yo. Quisiera explicar esto de otra forma, pero lo siento, no puedo. Ahora solo sigo instrucciones de ella y por eso me permito licencias que con otros clientes no me concedo —como decir en off: «La voz de Ene soy yo».
Para ya ir derechamente a lo peor, a lo más difícil, esto que estoy a punto de ofrecerte no es realmente una biografía, tampoco un obituario, sino una especie de película casera en prosa. En gran parte del metraje, Ene no es la protagonista, sino más bien un personaje secundario. Sin embargo, ya sea por intrusa o de oídas, ella sí conoció los detalles de cada historia y estos le pertenecen tanto como a sus mismos dueños. Tal vez por esta y otras razones, si en la empresa vieran el montaje, me aconsejarían que hiciera borrón y cuenta nueva sin gastar esfuerzos en acabar las tareas de posproducción. Pero Ene opinaría distinto, ella quería que conocieras esto: no un recuento de su propia vida, sino al menos una parte de la que tuvieron sus hermanos y su papá, la Vivi y unas cuantas personas más.
Quizá, después de dedicarle tanto trabajo a fantasmas ajenos, Ene haya descubierto que es una pérdida de tiempo intentar salvar la biografía de sí misma, el recuerdo de la existencia que a una le tocó. Mucho más sentido tiene prestar atención a las historias de los demás.
Ilustración: Hasya Nomaki