En Juegos Florales un poeta dice “los niños deben tener cuidado de perder la sombra”. Cuando leí esa frase sentí que captaba lo que la novela comunicaba, o mejor aún, lo que hacía sentir al lector. Hay sombras en el libro, un niño perseguido por un fantasma que no lo es, o quizá sí. También está la infinita duplicación del nombre del protagonista, también llamado Vladimir, ése “también” es un ”también” sin origen, todos los Vladimir del libro son “otro” Vladimir, algunos muertos, algunos de ficción, uno aquí en la mesa conmigo, otro bifurcado por su padre y un perro homónimo.
El niño de la novela —que se también llama así— se siente perseguido por otro que se llama diferente, otro que siempre le gana, otro que todos aman más que a él. Es un niño Némesis, una sombra que supera a la figura que la corta. Rodeado de dobles que son más que él, Vladimir compite infatigablemente en concurso literarios, su realidad y su forma de ver el mundo es definida por el pequeño microcosmos de la poesía infinita de Parral. El tiempo en este lugar —en la mente de este niño— circula, lo lineal se disuelve y la memoria y su ausencia, especialmente su ausencia, permite eternos retornos a los espacios y los momentos en donde prima la sensación, volver a sentir lo mismo otra vez, sin recordarlo, donde la memoria es inútil porque no hay tal cosa como la memoria de una emoción porque sentir no es conocimiento, no es algo que uno almacena así como uno guarda recuerdos. Quizá en este sentido la memoria atenta en contra de la autenticidad de nuestras sensaciones, queremos imponerle memoria a aquello que no lo es, a aquellas cosas que solamente ocurren cuando nos ocurren, nada más. Ahí lo bello de Juegos florales, la distinción que la novela hace entre lo que se siente y lo que se recuerda, y la manera en que el tiempo pierde su dominación totalitaria y destructiva. La memoria subsirve el tiempo, pero nuestra experiencia sensible no se somete.
Pienso que cuando somos niños a veces nos permitimos realmente sentir las cosas, no nos preocupa tanto entenderlas, sino sentirlas. Quizá intuimos que hay cosas que no están hechas para entenderse, no así. Al leer la novela de Vladimir me acordé de cuando era chico y releía una y otra vez un cuento de ciencia ficción de Unamuno que se llama Mecanópolis. Es la historia de un hombre que despierta en un desierto y llega a una ciudad sin habitantes, a una ciudad autómata. Al otro día el protagonista recoge un periódico que encuentra en una avenida vacía, el titular anuncia que un hombre llegó del desierto y que si permanece en la ciudad se volverá loco. El hombre lee esto y huye. El cuento me perturbó. Estaba obsesionado con releer una y otra vez el texto, quería volver a experimentar la inquietud que me produjo la primera vez que lo leí, quería provocar en mí una amnesia selectiva, eliminar los rieles por delante y volver a avanzar por primera vez por aquel territorio prístino. Creo que lo logré en más de una ocasión, pero ahora, lejos de esa niñez sabia, me encuentro atrapado en la linealidad de las cosas, la que nos atrapa a todos. Ya no me resulta eso, ya no logro distinguir la memoria de la emoción, se me enredaron, ni puedo desdibujar los dobles que me siguen, ni puedo apartarme del lenguaje, por mucho que quiera, ni de la memoria. Es por esto que me sorprende la empatía de la novela, cómo logra hacer porosa la barrera entre las subjetividades. Quizá por eso se repite el doble y la sombra.
En una parte de la novela el protagonista teme las habilidades de su sombra, de su doble, de su némesis, cree que éste lee su mente, dice que es un “lectopensante”, como si su doble tuviese acceso a él, a sus sensaciones y pensamientos, como si su némesis se albergara en él. Vuelvo a mi niñez porque eso provoca la novela, el re-habitar los lugares cuando uno veía el mundo así. En mi caso me hizo pensar en cuando tenía 12 años en Buenos Aires, cuando por un tiempo breve juraba que podía leer las mentes, que era como dice Vladimir, “lectopensante”. Me acuerdo de estar en el patio del colegio, una niña egipcia que me gustaba conversaba en árabe con un chico sirio que me cargaba. Quise impresionarla y mientras hablaban en árabe yo les traducía en voz alta lo que decían. Fueron unas cuatro o cinco frases. Me resultó, de intuición supongo, o suerte, no sé, pero me resultó porque vi el temor en sus ojos, y dejaron de hablar, y ella me preguntó dónde había aprendido árabe, le dije que no sabía árabe. Poco días después de eso nos besamos unas veces. Resultó y me convencí de que podía leer mentes. Obvio que no, pero para ese yo-niño en ese momento, obvio que sí. Pero pasaron los años, se instaló la memoria, crecí, cambié, las palabras y las cosas se metieron en mi cabeza y ya no pude leer mentes. Juegos Florales posee esas habilidades perdidas, libre de tiempo, libre de memoria, libre de los límites entre tú y yo. Es una novela hermosa y triste. Leyéndola me di cuenta de que ya no puedo hacer esas cosas, no puedo abandonar la memoria y experimentar las cosas por-primera-vez-todas-la-veces, y ya no puedo leer mentes porque así como tú y los demás, también perdí mi sombra.