Conectado a la vieja computadora en el desordenado cuarto, Orwen revisaba los sitios. Uno por uno los iba viendo hasta encontrar la mejor oferta, el mejor postor. Las cifras eran elevadas, hoy estaba metido en la asquerosa habitación, pero si lograba vender sabía que mañana ya no estaría allí.

Interesado en una de las decenas de ofertas que le llegaban hasta su bandeja de correo electrónico, se levantó del escritorio en dirección al sub-nivel, bajando por las escaleras, camufladas tras la metálica pared del pasillo. El hombre en la celda lloraba.

—¿qué me van a hacer? —preguntaba sollozando y atado a la camilla, mientras le administraba suero por vía intravenosa.

Orwen sin chistar una mísera palabra salió de la habitación y tocó una de las puertas anexas al extenso pasillo metalizado repleto de tubos y cañerías de calefacción.

—¿Izar, puedes oírme?

Abriéndose bruscamente la puerta, quedó a la vista un tipo de tez blanca y cabello ordenado, bastante elegante para ser un simple operario del grupo.

— Ya estamos listos, tengo al comprador —pronunció disimuladamente al oído de Izar.

Seguido de una pequeña mueca de felicidad, Izar acompañó a Orwen hasta la habitación donde yacía la celda con el hombre adentro. El prisionero lloraba desconsoladamente viendo cómo dos hombres se ponían los trajes blancos, mientras eran grabados por la cámara en lo alto de la habitación.

— ¡Por favor! —gritaba enloquecido, pero los hombres no se detendrían hasta acabar. Sería un procedimiento de rutina, ya estaban acostumbrados.

Luego de insertar la dosis adecuada del anestésico, Izar se puso los guantes de nitrilo y la ajustada mascarilla, mientras Orwen extrajo los elementos quirúrgicos esterilizados en la autoclave. Usando bisturís, cuchillos, tijeras y otros instrumentos de cirugía, comenzaron a cortar la delgada piel. La sangre chorreaba por sus guantes, mientras un tipo de barba entraba arrastrando una heladera, en cuyo frío interior comenzaron a depositar los órganos.

Los más cotizados eran los hígados, los riñones y el páncreas, aunque en el mercado informal se pedía de todo. También se vendían las grabaciones de las cirugías realizadas; había que aprovechar el máximo de ganancias.

Orwen era un tipo desquiciado, había sido diagnosticado frecuentemente con paranoia y esquizofrenia, e incluso le habían encerrado en una de las clínicas psiquiátricas de la cual había logrado escapar. Su historial policial le hacía autor de varios crímenes, de los cuales se había escusado por su distorsionada condición mental. Por su parte Izar, un antiguo amigo y ex cirujano a quien se le había dado de baja por sus reiteradas negligencias médicas, le había contactado para realizar las transacciones. La Fábrica, como le llamaban, se encontraba en el subsuelo de la gigantesca ciudad, construida sobre las ruinas de la antigua Nueva Orleans. Allí afloraban todo tipo de ilegalidades bajo los suburbios, repletos de pubs, carnicerías, y tiendas iluminadas de neón, que ofrecían una falsa vista a los turistas encubriendo los horripilantes negocios que se llevaban a cabo.

Era de noche, cerca de las 10:00 PM cuando el viejo de barba, vestido de carnicero, llevaba el frigorífico repleto de todos los órganos que se podían vender. Cruzando las inmediaciones de la carnicería repleta de gente comprando trozos frescos de las más diversas carnes, procedía a guardar en el resto de los congeladores de reserva las partes extraídas, dejando escondidos al interior de una caja, y entre un montón de carne bovina los riñones por los cuales el cliente pagaría. La transacción también involucraba carne de vacuno, pues sería realizada con un reconocido restaurante en el mundo superior. Así, procedió a llenar de carne otros dos contendedores, de tal forma que el tráfico de los riñones pasara inadvertido.

Minutos después bajo el contaminado cielo oscuro de la urbe, el viejo llevaba la mercancía para la entrega. Al unísono, Orwen e Izar limpiaban el macabro escenario, sumergiendo los huesos y el resto de la carne inutilizable en el tambor repleto de hidróxido de potasio y agua, en cuyo termostato se leía 170 grados Celsius, que era la temperatura a la que se realizaba la hidrólisis alcalina.

El negocio además de rentable, era realizado de tal forma que nunca vendedor ni comprador se veían las caras. La computadora tenía exhaustiva seguridad, repleta de programas que ocultaban las direcciones IP y escondían el tráfico web bajo los potentes antivirus y programas antiespías informáticos.

El cliente a quien habían vendido, había enviado a sus hombres en busca de la mercancía y a eso de las 10:30 PM, los tres tipos de corbata yacían al interior de una blanca camioneta de carga frente a la estación de ascensores, desde donde se podía subir a la ciudad alta, sitio privilegiado para la elite urbana. El viejo de barba vestido como carnicero, se bajó del vehículo en que había llegado abriendo las puertas traseras y bajando el cargamento. Tres congeladores llevaban grandes cantidades de carne bovina, pero en uno de ellos iba el producto por el cual se había pagado la alta suma. Era la mejor forma para que en la cima el estricto control policial no detectara la singular mercancía.

Subiendo a través del rápido ascensor y tras pasar el control de identidad y seguridad policial, la camioneta se perdía entre los miles de automóviles que transitaban por las autopistas superiores, iluminadas por todo tipo de anuncios publicitarios. Media hora más tarde, y cerca de los gigantescos edificios a orillas del Mississippi, los tres tipos elegantes se estacionaban junto al conocido restaurante Ceres, llevando el contrabando. Un tipo vestido de cocinero, pero mucho más elegante que los típicos del submundo, salió a recogerlos.

—¡carne nueva para los comensales! — exclamaba a viva voz el hombre, con un notorio acento afrancesado.

Su mueca de felicidad se mantuvo mientras atravesaba risueño el lugar, internándose en la cocina repleta de ollas humeantes. Ahí entregó los frigoríficos a uno de los ayudantes, sacando previamente una congelada caja en la cual venía la mercancía adquirida.

Dos horas después un paciente era operado. Se trataba de un poderoso empresario que había presentado una fuerte falla renal. La esperada transacción se había realizado exitosamente, así como muchas veces había ocurrido. Empero, muchos eran los que adquirían cargamentos de esta forma, y el dueño del restaurante Ceres no era la excepción. Había logrado conseguir los riñones para su gran proveedor, pero periódicamente adquiría carne humana suministrada por las oscuras redes de tráfico. Su local era conocido por sus exquisitos sándwiches, y todos los comían, sin siquiera notar que consumían carne proveniente del tráfico de personas.

Llenos de júbilo, Orwen e Izar, que habían nacido en los suburbios del submundo, habían logrado comprar las esperadas visas que les permitirían subir al mundo superior, a las alturas. Sentados sobre la mesa en una de las lúgubres habitaciones, y metidos aun en los interiores de La Fábrica, bebían a rápidos tragos el gélido whisky, felices por un momento; sin embargo, en la mente de Orwen se metía como un molesto mosquito una extraña idea. Últimamente los ataques de esquizofrenia le venían con frecuencia, creía falsamente que Izar intentaría matarlo y robarle el dinero que había conseguido. Sin pensarlo y como un loco agarró la botella, azotándola contra la cabeza de su amigo. Los vidrios saltaron como proyectiles tras el duro impacto. La sangre chorreante sobre el piso fue la chispa que le hizo reaccionar al horripilante escenario que había provocado.

Asustado y con las lágrimas en los ojos arrastró el cadáver metiéndolo al interior de un frigorífico, y lo llevó hasta la habitación contigua. Sudando intensamente, salió apresurado, sabiendo que su crimen quedaría impune, y que el cuerpo sería desmembrado y vendido en el comercio.

A eso de las doce de la noche se tiró sobre su cama, en un apartamento ubicado cerca del antiguo centro de Nueva Orleans. Angustiado por lo sucedido corrió a inyectarse la dosis.

El despertador sonó temprano, sacándolo del estado de relajación en que se encontraba. Desaliñado y aun con los efectos del narcótico salió a paso rápido, subiéndose a un automóvil que lo llevó hasta el esperado sitio. Aun con somnolencia se acercó hasta el ascensor, ahí notó con una maléfica sonrisa cómo tenía acceso a la mágica compuerta. Con una mochila cargada de dinero y ahora su huella dactilar reconocida por el escáner, Orwen ascendió delirante, pero no menos culpable por lo que había hecho. Arriba se encontró con una extensa sala iluminada que se abría paso hacia la carretera, en cuyo extremo un par de hombres conversaban. Uno de ellos se le acercó en cosa de segundos, y viéndolo seriamente pronunció en tono robótico —bienvenido, estire su brazo izquierdo por favor — palabras que dieron paso a que el hombre, que en realidad era un androide, tomara su brazo y tatuara con un láser una inscripción en forma de código de barras. Ahora Orwen poseía el sello que le permitiría comprar en el mundo superior, y con el dinero que le habían cargado sólo tenía en su mente saciar su insaciable apetito.

Dirigido por las instrucciones que el androide la había indicado, Orwen se adentró en los transportes, a los que arriba se les llamaba compartimentos móviles. A todo momento venían a su cabeza las imágenes, golpeando a Izar y metiéndolo en el frigorífico, pero se distraía rápido con las voces de los anuncios.

Al interior de la cabina y mientras atravesaba los iluminados cielos repletos de publicidad, una larga sonrisa permanecía en su rostro, triunfante, con aires de grandeza. Su personalidad era distorsionada, pues tenía cortos momentos de felicidad seguidos de minutos depresivos. Sus ojos se iluminaron cuando junto al Mississippi observó el elegante restaurante, repleto de luces de neón y níquel, en cuya brillante entrada se leía el nombre Ceres. Un elegante cocinero lo invitó a tomar asiento, y sin saberlo, ahora estaba donde uno de sus clientes. Pidió la especialidad del local, y a los minutos devoraba hambriento el sándwich, en cuyos interiores, mezclada con la carne de vacuno yacía la misma carne que el cortaba, proveniente de un blancuzco hombre, que los operarios de La Fábrica habían encontrado metido dentro de un frigorífico, listo para trozar.

Collage: Keren Batok