—¿Qué es eso? —preguntó Patricia Blake ávidamente.
—¿A qué te refieres? —murmuró Eric Blake.
—¿Qué has traído? Sé que has traído algo. —Su pecho subía y bajaba bajo la blusa de malla a causa de la excitación—. Me has traído un regalo. ¡Lo he adivinado!
—Cariño, fui a Ganímedes en representación de Metales Terrícolas, no a comprarte regalos. Déjame sacar mis cosas de la maleta. Bradshaw me ha dicho que debo presentar un informe en la oficina mañana a primera hora. Confía en que presente un buen informe sobre yacimientos minerales.
Pat se apoderó de una pequeña caja, amontonada con el resto del equipaje que el portero robot había depositado ante la puerta.
—¿Es una joya? No, es demasiado grande para ser una joya. Empezó a desatar el cordel que sujetaba la caja con sus afiladas uñas.
Eric frunció el ceño, inquieto.
—No te disgustes, cariño. Es una rareza. No es lo que te imaginas. —Contempló la escena con aprensión—. No te enfades conmigo. Te lo explicaré todo.
Pat abrió la boca y palideció. Dejó caer la caja sobre la mesa. Sus ojos estaban dilatados de horror.
—¡Dios mío! ¿Qué es eso? Eric se removió, nervioso.
—Lo compré a muy buen precio, cariño. No es fácil conseguir uno. A los ganimedianos no les gusta venderlos, y yo…
—¿Qué es eso?
—Es un dios —murmuró Eric—. Una deidad menor ganimediana. Lo conseguí prácticamente a precio de costo.
Pat miró la caja con una mezcla de temor y creciente desagrado.
—¿Eso? ¿Eso es… un dios?
Dentro de la caja había una pequeña figura inmóvil, de unos veinticinco centímetros de altura. Era vieja, terriblemente vieja. Tenía sus diminutas manos, parecidas a garras, apretadas contra su pecho escamoso. Una mueca de cóleras y lascivia cínica mezcladas desfiguraba su rostro. Un laberinto de tentáculos sustituía a las patas. La parte inferior de su cara se transformaba en un pico, en mandíbulas de una sustancia dura. Desprendía un hedor que recordaba a una mezcla de estiércol y cerveza pasada. Al parecer, era bisexual.
Eric había puesto a propósito un plato con un poco de agua y algo de paja en la caja. Había practicado agujeros para respirar en la tapa y había añadido trozos de periódicos.
—Quieres decir que es un ídolo. —Pat iba recobrando la compostura poco a poco—. Una imagen de alguna deidad.
—No. —Eric negó con tozudez—. Es una auténtica deidad. Me dieron una garantía, o algo por el estilo.
—¿Está… muerta?
—No.
—Entonces, ¿por qué no se mueve?
—Has de despertarla. —El bajo vientre de la figura sobresalía en forma de cuenco hueco. Eric dio unos golpecitos sobre el cuenco—. Depositas una ofrenda aquí y vuelve a la vida. Te lo demostraré.
—No, gracias. —Pat retrocedió.
—¡Vamos! Es interesante hablar con él. Se llama… —Desvió la vista hacia una inscripción impresa en la caja—. Se llama Tinokuknoi Arevulopapo. Hablamos durante casi todo el viaje de vuelta. Se mostró muy complacido. Me enteré de algunas cosas acerca de los dioses.
Eric rebuscó en su bolsillo y extrajo los restos de un bocadillo de jamón. Arrancó un trozo de jamón y lo encajó en la copa protuberante del dios.
—Me voy a la otra habitación —dijo Pat.
—Quédate. —Eric la tomó por el brazo—. Sólo tarda un momento. Empieza a digerirlo en seguida.
El cuenco se estremeció. La piel escamosa del dios se onduló. Al cabo de unos segundos, la copa se llenó de una sustancia oscura. El jamón empezó a disolverse.
Pat resopló, asqueada.
—¿No se digna utilizar la boca?
—Para comer, no. Sólo para hablar. Es muy diferente de las formas de vida corrientes.
El diminuto ojo del dios estaba enfocado en ellos. Una solitaria e inmóvil órbita gélida y maligna. Las mandíbulas se estremecieron.
—Hola —dijo el dios.
—Hola. —Eric empujó a Pat hacia adelante—. Ésta es mi mujer, la señora Blake. Patricia.
—Encantado —dijo el dios, con voz rasposa.
—Habla inglés —chilló Pat.
El dios se volvió hacia Eric, deprimido.
—Tenías razón. Es estúpida. Eric enrojeció.
—Los dioses pueden hacer lo que les da la gana, cariño. Son omnipotentes.
—Exacto —asintió el dios—. Supongo que esto es la Tierra.
—Sí. ¿Qué te parece?
—Lo que imaginaba. Me habían llegado algunos informes referentes a la Tierra.
—Eric, ¿estás seguro que es inofensivo? —susurró Pat, inquieta—. No me gusta su aspecto, ni su forma de hablar. —Su pecho se estremeció de nerviosismo.
—No te preocupes, cariño —dijo Eric, sin hacerle caso—. Es un dios muy simpático. Me informé antes de marcharme de Ganímedes.
—Soy benévolo —explicó el dios—. He servido como deidad clim át ic a para los aborígenes de Ganímedes. He producido lluvias y fenómenos afines cuando las circunstancias lo exigían.
—Pero hace mucho tiempo de eso —observó Eric.
—En efecto. Fui deidad climática durante diez mil años. La paciencia de un dios también tiene un límite. Me moría por conocer ambientes nuevos. —Un fulgor peculiar iluminó el rostro repulsivo—. Por eso me las arreglé para ser vendido y transportado a la Tierra.
—Pero los ganimedianos no querían venderlo —explicó Eric—. Entonces, desató una tormenta y se vieron obligados a obedecerle. Por eso me resultó tan barato.
—Su marido hizo una buena compra —dijo el dios. Su único ojo examinó la habitación con curiosidad—. ¿Es ésta vuestra vivienda? ¿Comen y duermen aquí?
—Exacto —dijo Eric—. Pat y yo… Sonó el timbre de la puerta principal.
—Thomas Matson acaba de llegar —anunció la puerta—. Desea ser recibido.
—Dios mío —exclamó Eric—. El bueno de Tom. Saldré a recibirle. Pat señaló al dios.
—¿No sería mejor que antes…?
—Oh, no. Quiero que Tom lo vea.
Eric se encaminó a la puerta y la abrió.
—Hola —dijo Tom al entrar—. Hola, Pat. Hace un día magnífico. —Eric y él se estrecharon las manos—. Todo el mundo en el laboratorio se preguntaba cuándo volverías. El viejo Bradshaw está ansioso por oír tu informe. —El cuerpo larguirucho de Matson se inclinó hacia adelante con repentino interés—. Oye, ¿qué hay en esa caja?
—Es mi dios —dijo Eric con modestia.
—¿De veras? Dios es un concepto anticientífico.
—Es un dios diferente. Yo no lo he inventado. Lo compré en Ganímedes. Es una deidad climática de Ganímedes.
—Di algo —indicó Pat al dios—. Así creerán a tu amo.
—Discutamos sobre mi existencia —dijo el dios despectivamente—. Tú la niegas. ¿De acuerdo?
—¿Qué es eso, Eric? —sonrió Matson—. ¿Un robotito? Tiene un aspecto espantoso.
—Te juro que es un dios. Durante el viaje hizo un par de milagros en mi honor. No fueron grandes milagros, por supuesto, pero me convencieron.
—Quién lo diría —comentó Matson, aunque su interés era evidente—. Haz un milagro, dios. Soy todo oídos.
—No soy un charlatán vulgar —gruñó el dios.
—No le irrites —le previno Eric—. Sus poderes, una vez despiertos, no tienen límite.
—¿Cómo accede un dios a la existencia? —preguntó Tom—. ¿Se crea a sí mismo?
¿Depende de algo anterior, de modo que ha de producirse una orden determinante de existencia que…?
—Los dioses habitan en un nivel superior, un plano más elevado de la realidad —declaró el dios—. Una dimensión más avanzada. Hay un cierto número de planos en la existencia. Continuos dimensionales, ordenados en una jerarquía. El mío es superior al de ustedes.
—¿Qué haces aquí?
—En ocasiones, los seres pasan de un continuo dimensional a otro. Cuando pasan de uno superior a otro inferior, como es mi caso, se les adora como a dioses.
—Entonces, no eres un dios —dijo Tom, decepcionado—. Eres una forma de vida de un orden dimensional algo diferente que ha cambiado de fase y ha entrado en nuestro vector.
La figurilla le miró con el ceño fruncido.
—Tu explicación es muy insuficiente. En realidad, una transformación requiere mucha destreza y pocas veces se lleva a cabo. He venido porque un miembro de mi raza, un hediondo individuo llamado Nar Dolk, cometió un crimen horrendo y escapó a este continuo. Nuestra ley me obligó a perseguirle encarnizadamente. En el ínterin, este desecho, este engendro de las tinieblas, escapó y asumió algún disfraz. Sigo buscándole, pero aún no le he capturado. —El dios se interrumpió de súbito—. Tu curiosidad es frívola. Me enoja.
Tom dio la espalda al dios.
—Menudo desastre. Conseguimos más resultados en nuestro laboratorio de Metales Terrícolas que este personaje en toda su…
Se produjo una descarga eléctrica en el aire, que desprendía olor a ozono. Tom Matson gritó. Manos invisibles le alzaron sin esfuerzo y le lanzaron hacia la puerta. La puerta se abrió y Matson rodó por el sendero hasta aterrizar entre los macizos de rosas, agitando brazos y piernas como un poseso.
—¡Socorro! —aulló Matson, luchando por incorporarse.
—Oh, querido —gimió Pat.
—Santo Dios. —Eric dirigió una mirada a la diminuta figura—. ¿Tú has hecho esto?
—Ayúdale —le urgió Pat, blanca como la cera—. Creo que está herido. Tiene un aspecto raro.
Eric corrió afuera y ayudó a Matson a ponerse en pie.
—¿Te encuentras bien? Ha sido por tu culpa. Ya te dije que si seguías molestándole pasaría algo.
La cara de Matson estaba roja de cólera.
—¡Ningún dios de pacotilla me va a tratar así! —Apartó a Eric de un empujón y se dirigió hacia la casa—. Lo bajaré al laboratorio y lo meteré en una botella de formaldehído. Lo diseccionaré, lo despellejaré y lo colgaré de la pared. Tendré el primer espécimen conocido de dios que…
Una bola luminosa brilló alrededor de Matson. La bola le envolvió y se adaptó a su cuerpo enjuto, de manera que parecía el filamento de una luz incandescente.
—¡Maldición! —murmuró Matson.
De pronto, sufrió un espasmo. Su cuerpo empezó a disminuir de tamaño con un tenue ruido. Menguaba sin cesar. Su cuerpo se estremeció, mientras experimentaba una extraña alteración.
La luz se desvaneció. Un pequeño sapo verde estaba sentado estúpidamente en el sendero privado.
—¿Lo ves? —le amonestó Eric—. ¡Te dije que te callaras! ¡Mira lo que has conseguido! El sapo se dirigió a saltitos hacia la casa. Al llegar al porche se quedó inmóvil, derrotado por los escalones. Emitió un patético y desesperado chug.
—¡Oh, Eric! —aulló Pat, angustiada—. ¡Mira lo que ha hecho! ¡Pobre Tom!
—Fue culpa suya —insistió Eric—. Lo tiene bien merecido. —Empezaba a ponerse nervioso—. Escucha —dijo al dios—, eso no se le hace a un adulto. ¿Qué pensarán su mujer y sus hijos?
—¿Qué pensará el señor Bradshaw? —gritó Pat—. ¡No puede ir a trabajar así!
—Cierto —admitió Eric. Apeló al dios—. Creo que ya ha aprendido la lección. ¿Qué te parece si le devuelves a su forma anterior?
—¡Será mejor que lo transformes! —gritó Pat, apretando sus puños—. Si no lo transformas, Metales Terrícolas pedirá tu cabeza. Ni siquiera un dios puede plantarle cara a Horace Bradshaw.
—Será mejor que le devuelvas a su forma anterior —repitió Eric.
—Así aprenderá —dijo el dios—. Le dejaré así durante un par de siglos…
—¡Siglos! —estalló Pat—. ¡Maldita bola de excremento! —Avanzó con aire amenazador hacia la caja. Su cuerpo temblaba de rabia—. ¡Escucha! ¡O le cambias ahora mismo, o te saco de la caja y te echo en la unidad de eliminación de basura!
—Haz que se calle —dijo el dios a Eric.
—Cálmate, Pat —imploró Eric.
—¡No me calmaré! ¿Quién se cree que es? ¡Un regalo! ¿Cómo te atreves a traer esta porquería a nuestra casa? ¿Ésta es tu idea de…?
Pat enmudeció de repente.
Eric se volvió con aprensión. Pat estaba rígida, con la boca abierta, con una palabra congelada en los labios. No se movía. Estaba blanca de pies a cabeza. Un sólido color blancogrisáceo que provocó escalofríos en la espina dorsal de Eric.
—Santo Dios —musitó.
—La he convertido en piedra —explicó el dios—. Hacía demasiado ruido. —Bostezó—. Creo que voy a retirarme. Estoy un poco cansado, después del viaje.
—No lo puedo creer —dijo Eric Blake. Sacudió la cabeza, aturdido—. Mi mejor amigo convertido en sapo. Mi mujer convertida en piedra.
—Pues es verdad —dijo el dios—. Administramos justicia a tenor de las acciones de la gente. Uno y otra han recibido lo que se merecían.
—¿Puede…, puede oírme ella?
—Supongo.
Eric se acercó a la estatua.
—Pat —suplicó—, no te enfades, por favor. No fue culpa mía. —Puso las manos sobre los hombros de ella, fríos como el hielo—. ¡No me eches la culpa! Yo no lo hice.
El granito era duro y liso bajo sus dedos. Pat miraba al frente sin pestañear.
—Así que Metales Terrícolas —gruñó el dios. Su único ojo miró a Eric con interés—. ¿Quién es ese tal Horace Bradshaw? ¿Alguna deidad local, tal vez?
—Horace Bradshaw es el propietario de Metales Terrícolas —respondió Eric, en tono sombrío. Se sentó y encendió un cigarrillo con dedos temblorosos—. Es el hombre más poderoso de la Tierra. Metales Terrícolas posee la mitad de los planetas del sistema.
—Los reinos de este mundo no me interesan —dijo el dios de modo enigmático, hundiendo y cerrando su ojo—. Me retiro. Deseo meditar sobre ciertos temas. Puedes despertarme más tarde, si quieres. Conversaremos sobre asuntos teológicos, como ya hicimos en la nave durante el viaje.
—Asuntos teológicos —dijo Eric con amargura—. Mi esposa convertida en un bloque de piedra y quieres que hablemos de religión.
Pero el dios ya se había replegado en sí mismo.
—Cuánto interés demuestras —murmuró Eric, presa de cólera—. Éste es el agradecimiento que me dispensas por sacarte de Ganímedes: arruinar mi hogar y mi vida social. ¡Menudo dios estás hecho!
No hubo respuesta.
Eric se concentró, desesperado. Tal vez el dios estuviera de mejor humor cuando se despertara. Tal vez podría persuadirle para que devolviera a Pat y a Matson a su forma anterior. Abrigaba una tibia esperanza. Apelaría a la parte buena del dios. Después que hubiera descansado y dormido unas cuantas horas…
Si nadie venía a buscar a Matson.
El sapo seguía sentado desconsoladamente en el camino privado, afligido y melancólico. Eric se inclinó hacia él.
—¡Hola, Matson!
El sapo levantó poco a poco la cabeza.
—No te preocupes, amigo. Conseguiré que te devuelva a tu forma anterior. Eso está hecho. —El sapo no se movió—. Está decidido —repitió Eric, nervioso.
El sapo se encogió todavía más. Eric consultó su reloj. Eran casi las cuatro. El turno de Tom empezaba dentro de media hora. El sudor perló su frente. Si el dios seguía durmiendo y no se despertaba antes de media hora…
Un zumbido. El videófono.
A Eric casi se le paró el corazón. Corrió a conectar la pantalla e intentó serenarse. Las facciones afiladas y dignas de Horace Bradshaw se materializaron. Su mirada penetrante se clavó en Eric.
—Blake —rezongó—. Por lo que veo, has vuelto de Ganímedes.
—Sí, señor.
La mente de Eric trabajaba frenéticamente. Se colocó frente a la pantalla para impedir que Bradshaw viera la habitación.
—Estaba empezando a deshacer las maletas.
—¡Olvídalo y ven aquí! Queremos oír tu informe.
—¿Ahora mismo? Caramba, señor Bradshaw, permita que saque mis cosas antes. —Luchaba con desesperación por ganar tiempo—. Vendré mañana por la mañana, a primera hora.
—¿Está Matson contigo?
—Sí. —Eric tragó saliva—. Sí, señor, pero…
—Dile que se ponga. Quiero hablar con él.
—No…, no puede hablar con usted en este preciso momento, señor.
—¿Cómo? ¿Por qué no?
—No está en forma para… Quiero decir que…
—Entonces, que venga conmigo —resopló Bradshaw, impaciente—. Y que esté sobrio cuando llegue. Les espero en mi oficina dentro de diez minutos. —Cortó la comunicación. La pantalla se apagó de repente.
Eric se hundió en la silla, agotado. Estaba aturdido. ¡Diez minutos! Movió la cabeza, anodadado.
El sapo se movió un poco y dio un saltito. Emitió un débil y abatido lamento. Eric se puso en pie con energía.
—Creo que debemos enfrentarnos a la realidad —murmuró. Se agachó, tomó al sapo y lo guardó con cuidado en el bolsillo de la chaqueta—. Supongo que lo habrás oído. Era Bradshaw. Vamos a bajar al laboratorio.
El sapo se agitó, inquieto.
—Me pregunto qué dirá Bradshaw cuando te vea. —Eric besó la mejilla de granito de su esposa—. Adiós, cariño.
Bajó por el camino hacia la calle, medio atontado. Un momento después detuvo a un taxi robot y entró.
—Presiento que será difícil de explicar. —El taxi arrancó—. Muy difícil.
Horace Bradshaw le miró con pasmada estupefacción. Se quitó las gafas con montura de acero y las limpió poco a poco. Se las colocó de nuevo en su duro rostro de halcón y bajó la vista. El sapo estaba posado sin decir palabra en el centro del inmenso escritorio de caoba.
Bradshaw señaló con un dedo tembloroso al sapo.
—¿Esto…, esto es Thomas Matson?
—Sí, señor —respondió Eric. Bradshaw parpadeó, asombrado.
—¡Matson! ¿Qué demonios te ha ocurrido?
—Es un sapo —explicó Eric.
—Ya lo veo. Increíble. —Bradshaw apretó un botón del escritorio—. Envíenme a Jennings, del laboratorio de biología —ordenó—. Un sapo. —Dio un golpecito al sapo con un lápiz—. ¿De veras eres tú, Matson?
El sapo emitió un chug.
—Santo Dios.
Bradshaw se reclinó en la butaca y se secó el sudor de la frente. Una expresión de preocupada compasión sustituyó la mirada sombría de antes. Sacudió la cabeza con tristeza.
—No puedo creerlo. Alguna bacteria perjudicial, supongo. Matson siempre estaba experimentando consigo mismo. Se tomaba el trabajo muy en serio. Un hombre valiente. Un buen trabajador. Ha hecho mucho por Metales Terrícolas. Es una pena que haya terminado así. Le concederemos una pensión del cien por cien, desde luego.
Jennings entró en el despacho.
—¿Me ha llamado, señor?
—Entre. —Bradshaw le indicó que pasara, con un gesto de impaciencia—. Tenemos un problema para su departamento. Ya conoce a Eric Blake.
—Hola, Blake.
—Y a Thomas Matson. —Bradshaw señaló al sapo—. Del laboratorio de no ferrosos.
—Conozco a Matson —dijo Jennings lentamente—. O sea, conozco a un Matson de no ferrosos, pero no recuerdo que… O sea, era más alto que éste. Medía casi un metro ochenta.
—Es él —dijo Eric, sombrío—. Ahora es un sapo.
—¿Qué le ha pasado? —La curiosidad científica de Jennings se había avivado—. ¿Cuál ha sido el motivo?
—Es una larga historia —dijo Eric, evasivo.
—¿No me la puedes contar? —Jennings escrutó al sapo con aire profesional—. Parece un sapo normal. ¿Estás seguro que es Tom Matson? Habla con franqueza, Blake. ¡Debes saber más de lo que dices!
Bradshaw dirigió una penetrante mirada a Eric.
—Sí, ¿qué ocurrió, Blake? Tienes un aspecto extraño, huidizo. ¿Eres responsable de esto? —Bradshaw se levantó a medias de la butaca, con una fría expresión en su rostro taciturno—. Veamos. ¿Es culpa tuya que uno de mis mejores hombres haya quedado incapacitado para seguir trabajando…?
—Tranquilícese —protestó Eric, forzando su inventiva. Dio un nervioso golpecito al sapo—. Matson está perfectamente bien…, siempre que nadie le pise. Podríamos equiparle con una especie de escudo protector y un sistema automático de comunicaciones que le permitiera pronunciar palabras. De esta forma, le sería posible continuar trabajando. Con unos cuantos arreglos sin importancia, todo se desarrollará como de costumbre.
—¡Contéstame! —rugió Bradshaw—. ¿Eres responsable de esto? ¿Es obra tuya? Eric se retorció las manos, impotente.
—Supongo que sí, en cierto sentido, pero no exactamente. No directamente. —Su voz se aflautó—. Usted, de todas formas, diría que, de no ser por mí…
Una máscara de furor cubrió el rostro de Bradshaw.
—Blake, estás despedido. —Sacó un montón de impresos del distribuidor automático adosado a su escritorio—. Lárgate de aquí y no vuelvas nunca. Y aleja la mano de ese sapo. Pertenece a Metales Terrícolas. —Empujó un papel hacia Eric—. Aquí tienes tu finiquito, y no te molestes en buscar trabajo en otro sitio. Te acabo de añadir a la lista negra del sistema. Buenos días.
—Pero señor Bradshaw…
—No supliques. —Bradshaw agitó su mano—. Limítate a marcharte. Jennings, ponga en marcha su sapiencia biológica inmediatamente. Hay que solventar este problema. Quiero que devuelva este sapo a su forma original. Matson es un elemento vital de Metales Terrícolas. Hay un trabajo del que sólo Matson puede encargarse. No podemos permitir que este incidente bloquee nuestras investigaciones.
—Señor Bradshaw —rogó Eric, desesperado—, escúcheme, por favor. Quiero que Tom vuelva a ser como antes, pero sólo hay una manera de devolverle a su forma primitiva. Nosotros…
La hostilidad se reflejó en los fríos ojos de Bradshaw.
—¿Sigues aquí, Blake? ¿Debo llamar a mis guardias para que te despedacen? Te doy un minuto para abandonar la zona de la empresa. ¿Me has entendido?
Eric asintió, abatido.
—Lo he entendido. —Se volvió y caminó hacia la puerta, arrastrando los pies—. Hasta la vista, Jennings. Hasta la vista, Tom. Estaré en casa por si me necesita, señor Bradshaw.
—Brujo —barbotó Bradshaw—. De buena me he librado.
—¿Qué haría usted —preguntó Eric al robotaxista— si su mujer se hubiera convertido en piedra, su mejor amigo en un sapo y le echaran del trabajo?
—Los robots no tienen mujer —contestó el chofer—. Carecen de sexo. Los robots no tienen amigos. Son incapaces de mantener relaciones sentimentales.
—¿Pueden ser despedidos?
—A veces. —El robot detuvo el taxi ante la modesta casa de Eric, que sólo tenía seis habitaciones—. Sin embargo, piense que los robots suelen fundirse, y se fabrican nuevos robots con los restos. Recuerde el Peer Gynt de Ibsen, el fragmento relativo al fundidor de botones. Esas líneas anticipan de una forma simbólica el trauma de los futuros robots.
—Sí. —La puerta se abrió y Eric bajó del taxi—. Supongo que todos tenemos nuestros problemas.
—Los robots tienen peores problemas que nadie.
La puerta se cerró y el taxi se alejó colina abajo. ¿Peores? Difícil. Eric entró en su casa sin apresurarse. La puerta principal se abrió automáticamente al detectar su presencia.
—Bienvenido, señor Blake —le saludó la puerta.
—Supongo que Pat sigue aquí.
—En efecto, pero la señora Blake se halla en estado cataléptico, o algo parecido.
—Se ha convertido en piedra. —Eric besó los fríos labios de la estatua, muy deprimido—. Hola, cariño.
Sacó un poco de carne de la nevera y la depositó en el estómago ahuecado del dios. Al instante, surgió un líquido digestivo que cubrió la comida. Al cabo de poco tiempo, el dios abrió su único ojo. Parpadeó varias veces y miró a Eric.
—¿Has dormido bien? —preguntó Eric con frialdad.
—No dormía. Mi mente estaba concentrada en asuntos de importancia cósmica. Detecto cierta hostilidad en tu voz. ¿Ha ocurrido algo desagradable?
—Nada. Nada en absoluto. He perdido mi trabajo, para rematar la jornada.
—¿Has perdido tu trabajo? Interesante. ¿A qué se referían tus restantes palabras? La rabia de Eric estalló por fin.
—¡Has complicado mi vida hasta extremos inconcebibles, maldita sea! —Señaló la silenciosa e inmóvil figura de su mujer—. ¡Mira! ¡Mi esposa! Convertida en granito. ¡Y mi mejor amigo, en sapo!
Tinokuknoi Arevulopapo bostezó.
—¿Y qué?
—¿Por qué? ¿Qué te he hecho? ¿Por qué me tratas así? Piensa en todo lo que he hecho por ti. Te he traído a la Tierra, alimentado, preparado una caja con paja, agua y periódicos. Eso es todo.
—Cierto. Me trajiste a la Tierra. —De nuevo, un extraño fulgor cruzó el oscuro rostro del dios—. Muy bien. Arreglaré a tu mujer.
—¿Lo harás?
Una patética alegría invadió a Eric. Las lágrimas se agolparon en sus ojos. Estaba demasiado aliviado para seguir haciendo preguntas.
—¡Te lo agradeceré mucho, de veras! El dios se concentró.
—No te metas en medio. Es más fácil deformar la estructura molecular de un cuerpo que restituir la configuración original. Confío en poder reproducirla exactamente como era antes.
Hizo un leve ademán. El aire se agitó en torno a la figura silenciosa de Pat. El pálido granito se estremeció. Poco a poco, sus facciones recobraron el color. Emitió un penetrante gemido y sus ojos oscuros brillaron de temor. El color cubrió sus brazos, hombros y pechos; luego se extendió al resto de su bien torneado cuerpo. Gritó, tambaleándose.
—¡Eric!
Eric se abalanzó sobre ella y la estrechó entre sus brazos.
—Santo Dios, cariño. Me alegro que te encuentres bien. —Se apretó contra ella y notó que su corazón saltaba de terror. Besó sus labios suaves una y otra vez—. Bienvenida.
Pat le apartó con brusquedad.
—Esa pequeña serpiente. Ese miserable pedazo de excremento. Espera a que le ponga las manos encima. —Avanzó hacia el dios, echando chispas por los ojos—. Escucha, tú.
¿Qué te has creído? ¿Cómo te has atrevido?
—¿Lo ves? —dijo el dios—. Todas son iguales.
Eric obligó a su esposa a retroceder.
—Será mejor que cierres el pico, si no quieres que te vuelva a convertir en granito.
¿Entendido?
Pat captó el tono perentorio de su voz. Retrocedió a regañadientes.
—Muy bien, Eric. Me rindo.
—Escucha —dijo Eric al dios—, ¿qué vas a hacer con Tom? ¿Qué te parece si le devuelves a su forma original?
—¿El sapo? ¿Dónde está?
—En el laboratorio de biología. Jennings y su equipo están trabajando en él.
—Eso no me gusta —dijo el dios, después de meditar unos segundos—. ¿Has dicho el laboratorio de biología? ¿Dónde está eso? ¿Está muy lejos?
—En la sede de Metales Terrícolas. —Eric estaba impaciente—. A unos ocho kilómetros. ¿Qué opinas? Si le devuelves su forma, es posible que Bradshaw me contrate de nuevo. Me lo debes. Haz que todo vuelva a ser como antes.
—No puedo.
—¡No puedes! ¿Por qué no?
—Pensaba que los dioses eran omnipotentes —dijo Pat con un bufido, malhumorada.
—Puedo hacer cualquier cosa…, a corta distancia. El laboratorio de biología de Metales Terrícolas se encuentra demasiado lejos. Ocho kilómetros está fuera de mi alcance. Puedo deformar estructuras moleculares dentro de una distancia limitada.
—¿Cómo? —preguntó Eric con incredulidad—. ¿Quieres decir que no puedes devolverle a Tom su forma auténtica?
—Así son las cosas. Has hecho mal sacándole de casa. Los dioses están sujetos a las leyes naturales, igual que tú. Nuestras leyes son diferentes, pero no dejan de ser leyes.
—Entiendo —murmuró Eric—. Tenías que habérmelo dicho.
—En lo concerniente a tu trabajo, no tienes por qué preocuparte. Crearé un poco de oro, aquí mismo.
El dios hizo un ademán con sus manos escamosas. Un trozo de la cortina adquirió un repentino tono amarillento y cayó al suelo con un estruendo metálico.
—Oro sólido. Bastará para mantenerte durante unos cuantos días.
—Ya no nos regimos por el patrón oro.
—Bueno, pide lo que quieras. Puedo hacer cualquier cosa.
—Excepto transformar a Tom en un ser humano —dijo Pat—. Menudo dios estás hecho.
—Cierra el pico, Pat —murmuró Eric, abismado en sus pensamientos.
—Si hubiera alguna forma de acercarme a él —insinuó el dios—, dentro de una distancia razonable…
—Bradshaw no le soltará, y yo no puedo poner los pies allí. Los guardias me harían fosfatina.
—¿Qué tal un poco de platino? —El dios hizo un gesto y un trozo de la cortina adquirió un brillo blanco—. Platino sólido. Un simple cambio de peso atómico. ¿Te sirve de algo?
—¡No! —Eric paseaba arriba y abajo—. Hemos de quitarle ese sapo a Bradshaw. Si pudiéramos traerle aquí…
—Tengo una idea —dijo el dios.
—¿Cuál?
—Podrías introducirme allí, en los terrenos de la empresa, cerca del laboratorio de biología.
—Valdría la pena intentarlo —dijo Pat, apoyando la mano en el hombro de Eric—. Después de todo, Tom es tu mejor amigo. Es una vergüenza tratarle de esta manera. Es…, es antiterrícola.
Eric tomó su chaqueta.
—De acuerdo. Nos acercaremos en coche todo lo que podamos a los terrenos de la empresa. Podría acercarme lo suficiente antes que los guardias me vieran y…
Se oyó un crujido. La puerta principal se desplomó de repente, convertida en un montón de cenizas. Una horda de policías robots irrumpió en la casa, con los fusiles desintegradores preparados.
—Estupendo —dijo Jennings—. Ése es nuestro hombre. —Entró a grandes zancadas en la casa—. Atrápenle, y traigan también esa cosa que hay en la caja.
—¡Jennings! —Eric tragó saliva, alarmado—. ¿Qué demonios significa esto? Jennings frunció los labios.
—Deja de fingir, Blake. No conseguirás engañarme. —Dio una palmadita a una caja de metal que llevaba bajo el brazo—. El sapo nos lo ha dicho todo. De modo que tienes un extraterrestre en tu casa, ¿eh? —Lanzó una carcajada glacial—. Hay una ley que prohibe introducir extraterrestres en la Tierra. Estás detenido, Blake. Te caerá cadena perpetua, probablemente.
—¡Tinokuknoi Arevulopapo! —gritó Eric—. ¡No me abandones en un momento como éste!
—Ya voy —gruñó el dios. Se hinchó violentamente—. ¿Cómo es posible que sucedan estas cosas?
Los policías robots dieron un brinco cuando un torrente de energía brotó de la caja. Desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos. Quedaron transformados en un pelotón de ratones mecánicos que atravesaron frenéticamente el umbral de la puerta y se desperdigaron por el patio.
El rostro de Jennings expresó estupefacción y después pánico. Retrocedió agitando de un lado a otro su fusil con aire amenazador.
—Escucha, Blake, no pienses que puedes asustarme. Tenemos la casa rodeada.
Un rayo de energía le golpeó en el estómago. El rayo le alzó y agitó como si fuera un muñeco de trapo. El fusil le resbaló de los dedos y cayó al suelo. Jennings intentó recuperarlo con desesperación. El fusil se convirtió en una araña, que se arrastró lejos de su alcance.
—Bájale —ordenó Eric.
—Muy bien.
El dios liberó a Jennings, que se estrelló en el suelo, aturdido y asustado. Se puso en pie como pudo y salió corriendo de la casa, bajando por el camino privado hacia la acera.
—Oh, querido —dijo Pat.
—¿Qué pasa?
—Mira.
Una sólida línea de cañones atómicos formaba un círculo alrededor de la casa. Sus bocas brillaban con maldad al sol del atardecer. Grupos de policías robot se erguían ante cada cañón, esperando instrucciones.
—Esto es el fin —gruñó Eric—. Un solo disparo y saltamos por los aires.
—¡Haz algo! —gimió Pat. Azuzó a la caja—. Hechízales. No te quedes sentado sin hacer nada.
—Están muy lejos —replicó el dios—. Como ya les he explicado, la distancia limita mis poderes.
—¡Ustedes! —aulló una voz, amplificada por cientos de altavoces—. ¡Salgan con las manos en alto o abriremos fuego!
—Bradshaw —gruñó Eric—. Está ahí afuera. Estamos atrapados. ¿Estás seguro que no puedes hacer nada?
—Lo siento —se disculpó el dios—. Puedo alzar un escudo contra los cañones.
Se concentró. En el exterior de la casa se formó al instante un globo nebuloso, que se endureció rápidamente a su alrededor.
—Muy bien —se oyó la voz amplificada de Bradshaw, aunque amortiguada por el escudo protector—. Ustedes lo han querido.
Los policías robots dispararon el primer proyectil. Eric se descubrió tirado en el suelo. Los oídos le zumbaban y todo daba vueltas en torno suyo. Pat yacía a su lado, aturdida y asustada. La casa —paredes, sillas, muebles— estaba en ruinas.
—Estupendo escudo —susurró Pat.
—La sacudida —protestó el dios. Su caja estaba tirada en un rincón, a su lado—. El escudo detiene los proyectiles, pero la sacudida…
Estalló un segundo proyectil. Un muro de presión rodó sobre Eric y le dejó aturdido. Resbaló, empujado por un viento violento, y se estrelló contra las montañas de cascotes que habían sido su casa.
—No sobreviviremos —dijo Pat con voz débil—. Diles que paren, Eric, por favor.
—Tu mujer tiene razón. —La voz serena del dios surgió de su caja volcada—. Ríndete, Eric. Date por vencido.
—Creo que sería lo mejor. —Eric se puso de rodillas—. Pero no quiero pasar el resto de mi vida en la cárcel. Sabía que estaba violando la ley cuando introduje esa maldita cosa de contrabando, pero nunca pensé.
Estalló un tercer proyectil. Eric se desplomó y se golpeó la barbilla contra el suelo. Sobre él cayeron yeso y cascotes, que le sofocaron y le cegaron. Logró levantarse apoyándose en una viga que sobresalía.
—¡Alto! —gritó.
Se hizo un repentino silencio.
—¿Quieren rendirse? —bramó la voz amplificada.
—Ríndete —murmuró el dios.
La mente de Eric maquinaba a toda prisa.
—Propongo…, propongo un trato. Un compromiso. —Sus sinapsis sacaban humo—. Una propuesta. Siguió una larga pausa.
—¿Cuál es la propuesta?
Eric avanzó entre los cascotes hasta el borde del escudo. Éste casi había desaparecido. Sólo quedaba una neblina brillante, a través de la cual se veía un círculo de cañones atómicos.
—Matson —jadeó Eric, falto de aliento—. El sapo. Haremos el siguiente trato. Devolveremos a Matson su forma original. Enviaremos al extraterrestre a Ganímedes. A cambio, no me denunciará y me reincorporará a mi puesto de trabajo.
—¡Absurdo! Mis laboratorios pueden devolver su forma a Matson sin tu ayuda.
—Ah, ¿sí? Pregúnteselo a Matson. Él le responderá. Si usted no está de acuerdo, Matson seguirá siendo un sapo durante los próximos doscientos años…, ¡como mínimo!
Siguió un largo silencio. Eric vio siluetas que corrían de un lado a otro y que conferenciaban detrás de los cañones.
—De acuerdo —dijo por fin la voz de Bradshaw—. Aceptamos. Bajen el escudo y salgan. Enviaré a Jennings con el sapo. ¡No permitiré ningún truco, Blake!
—No habrá trucos. —Eric experimentó un inmenso alivio—. Vamos —dijo al dios mientras recogía la caja mellada—. Baja el escudo y acabemos con esto. Esos cañones me ponen nervioso.
El dios se relajó. El escudo (o lo que quedaba de él) osciló y se desvaneció.
—Allá vamos. —Eric avanzó con cautela, sujetando la caja con ambas manos—. ¿Dónde está Matson?
Jennings caminó hacia él.
—Yo lo tengo. —Su curiosidad pudo más que su suspicacia—. Esto podría ser interesante. Deberíamos realizar un estudio minucioso sobre las formas de vida extradimensionales. Por lo visto, poseen una ciencia mucho más avanzada que la nuestra.
Jennings se acuclilló y posó el pequeño sapo verde sobre la hierba.
—Aquí lo tienes —dijo Eric al dios.
—¿Está lo bastante cerca? —preguntó Pat con voz glacial.
—Lo suficiente —dijo el dios—. En el punto exacto.
Giró su único ojo hacia el sapo y realizó algunos movimientos con sus garras escamosas.
Un leve resplandor flotó sobre el sapo. Entraron en acción fuerzas extradimensionales que manipularon las moléculas del sapo. De pronto, éste se retorció. Se estremeció durante un segundo, sacudido por una insistente vibración. Después…
Matson se materializó de repente. Su familiar figura larguirucha se cernió sobre Eric, Jennings y Pat.
—Dios mío —balbució Matson, temblando como una hoja. Sacó su pañuelo y se secó la cara—. Me alegro que todo haya terminado. No me gustaría volver a pasar por eso.
Jennings retrocedió a toda prisa hacia el círculo de cañones. Matson dio media vuelta y corrió tras él. Eric, su mujer y el dios se quedaron solos en el centro del césped.
—¡Oye! —exclamó Eric, alarmado—. ¿Qué es esto? ¿Qué demonios pasa?
—Lo siento, Blake —resonó la voz de Bradshaw—. Era esencial recuperar a Matson, pero no podemos cambiar la ley. La ley está por encima de cualquier hombre, incluido yo. Están detenidos.
Los policías robot avanzaron y rodearon a Eric y Pat con aire amenazador.
—Canalla —dijo Eric con voz estrangulada.
Bradshaw salió de detrás de los cañones, con las manos en los bolsillos y una sonrisa serena en los labios.
—Lo siento, Blake. Supongo que saldrás de la cárcel dentro de diez o quince años. Te prometo que te guardaré tu puesto. En cuanto a ese ser extradimensional, me interesa mucho verle. Me han contado cosas asombrosas. —Su mirada se desvió hacia la caja—. Será un placer hacerme cargo de él. Nuestros laboratorios lo someterán a pruebas y experimentos y…
Bradshaw calló de repente. Su cara adquirió un color enfermizo. Abrió y cerró la boca, sin emitir sonido alguno.
Un frenético y creciente zumbido de rabia brotó de la caja.
—¡Nar Dolk! ¡Sabía que te encontraría! Bradshaw retrocedió, temblando violentamente.
—¡Tú tenías que ser, Tinokuknoi Arevulopapo! ¿Qué estás haciendo en la Tierra? —Tropezó y estuvo a punto de caer—. ¿Cómo has logrado, después de tanto tiempo…?
Entonces, Bradshaw se puso a correr apartando a empellones a los policías y dejó atrás los cañones atómicos.
—¡Nar Dolk! —chilló el dios, hinchado de furia—. ¡Azote de los Siete Templos!
¡Desecho espacial! ¡Sabía que estabas en este miserable planeta! ¡Vuelve a recibir tu castigo!
El dios se elevó en el aire como una flecha. Dejó atrás a Eric y a Pat, aumentando de tamaño a medida que volaba. Un viento nauseabundo y repugnante, caliente y húmedo, azotó sus rostros.
Bradshaw —Nar Dolk— corría a toda la velocidad que le permitían las piernas. Y mientras corría cambiaba. De su cuerpo brotaron alas inmensas, enormes alas correosas que golpeaban el aire frenéticamente. Su cuerpo fluía y cambiaba. Unos tentáculos reemplazaron a sus piernas, unas garras escamosas a sus brazos. Le crecía un pelaje gris mientras continuaba aleteando ruidosamente.
Tinokuknoi Arevulopapo cargó sobre él. Ambos quedaron entrelazados durante unos breves momentos, retorciéndose y rodando en el aire; las alas y las garras herían y golpeaban.
Luego, Nar Dolk se deshizo de su presa y voló hacia lo alto. Hubo un relámpago cegador, un pop y desapareció.
Tinokuknoi Arevolupapo surcó el aire durante unos segundos. Ladeó su cabeza escamosa y clavó su único ojo en Eric y Pat. Movió la cabeza brevemente y se desvaneció con un peculiar bamboleo.
El cielo estaba desierto, a excepción de unas pocas plumas. Olía a escamas quemadas. Eric fue el primero en hablar.
—Bien, ya entiendo por qué quería venir a la Tierra. Podría decirse que se aprovechó de mi buena fe. —Sonrió con timidez—. El primer terrícola al que un alienígena toma el pelo.
—Han desaparecido —graznó Matson, mirando al cielo—. Los dos. Supongo que habrán regresado a su dimensión.
Un policía robot tiró de la manga de Jennings.
—¿Debemos detener a alguien, señor? Ahora que el señor Bradshaw se ha marchado, usted es el siguiente en jerarquía.
Jennings miró a Eric y Pat.
—Creo que no. Las pruebas se han volatilizado. De cualquier modo, me parecería absurdo. —Sacudió la cabeza—. Bradshaw. ¡Quién podía imaginarlo! Y trabajé para él durante años. Un caso de lo más misterioso.
Eric rodeó a su mujer con el brazo. La atrajo hacia él y la abrazó.
—Lo siento, cariño —dijo en voz baja.
—¿El qué?
—Tu regalo. Ha desaparecido. Creo que tendré que comprarte otra cosa. Pat rió y se apretó contra él.
—Tienes mucha razón. Voy a confesarte un secreto.
—¿Cuál?
Pat le besó. Eric sintió sus cálidos labios sobre su mejilla.
—En realidad…, estoy muy contenta.

 

Ilustración: La pitonisa, de Randy Mora

Philip K. Dick

Philip K. Dick

El mundo de Dick es de cyborgs, de corporaciones omnipotentes y monopólicas que manejan tecnologías como el control de la memoria; es el mundo de la adicción, de la alucinación, de gobiernos autoritarios; de paisajes pos-apocalípticos y mundos distópicos; es el mundo de la paranoia, de las visiones místicas. Mundos paralelos. Pero dentro de todos estos escenarios y situaciones clásicas de la ciencia ficción la literatura de Dick se basa en las preguntas que son las mismas que están en el centro de la filosofía y la religión: ¿Qué es el ser humano? ¿Qué es la realidad? ¿Cuál es la naturaleza del Universo?