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Miré la gran mancha de sangre en la camisa celeste y luego el diminuto cráter de bordes oscuros. Le habían disparado a la altura del hombro. El Boris cerró los ojos y pese a las muchas arrugas, demasiadas para sus dieciséis años, reconocí la cara asustada de cuando éramos niños y pasábamos tardes enteras viendo películas de miedo. Ibamos en el asiento trasero del Chevrolet, yo sentado bien pegado a la puerta y él con el cuerpo extendido y la cabeza apoyada en mis piernas. Las aletas de su nariz comenzaron a levantarse. Imaginé pescados boqueando fuera del agua. Mi hermano se moría.

El Leandro apretó el acelerador y yo deseé retroceder en el tiempo: el Boris a los nueve años, tembloroso, arrinconado en el sillón, envuelto en una frazada mirando Juego Macabro. Entonces bastaba con apagar la tele. Lo zamarreé suave para que mantuviera los ojos abiertos. El Chevrolet se balanceó y el Leandro aprovechó el movimiento, giró la cabeza y me gritó: «¡Que no se desangre!».

Zigzagueábamos veloces entre los autos como si fuésemos una ambulancia. Nos seguía un patrullero. Miré la morena piel del Boris. Pensé en zombies. Walking Dead. Calles desiertas. Ciudades deshabitadas.

Mi Cubanito, lo llamaba mi mamá con el pucho colgando de la boca, y luego lo abrazaba apoyando apenas las palmas, con los dedos levantados, para no estropear el esmalte fresco de las uñas. Mi hermano seguía sollozando en sus brazos pese al mote de consuelo, porque una vez más, al final de una pelea, alguien le había gritado: «Negro de mierda».

Me saqué la camisa, la enrollé en mi puño y presioné sobre el cráter. Mis manos aún temblaban. Asustado de encontrarme con un charco de sangre, saqué fuerzas, lo moví y le tanteé la espalda, pero la bala no había atravesado el cuerpo. No supe si eso era bueno o malo. En algún momento lo había sabido. Pero al parecer esa parte de mi cerebro no estaba funcionando. El Boris gimió por lo bajo, temí que se pusiera a llorar. «¿Dónde estamos?», preguntó. «En otro país», contesté, después de ver a través de la ventanilla los grandes edificios espejados. Él intentó sonreír y yo presioné más fuerte sobre la mancha roja. Pensé en mamá diciendo: «Les duró la primera postura». Nosotros no usábamos camisa. La idea había sido del Leandro: «Se compran camisas y pantalón de tela, sin estampados, para que los pendejos parezcan señoritos». Obedientes con nuestro nuevo jefe, ese mismo sábado habíamos partido con el Boris al Persa Estación. De eso hacía, apenas, una semana.

Boris cerró de nuevo los ojos. Le hablé del viaje a Cuba, que se aguantara un poco, que el Leandro tenía un amigo enfermero que vivía cerca, que para allá estábamos yendo, que era cuestión de sacarle la bala, hacerle un par de puntos y listo. Que pensara en la plata, en los millones que estaban dentro del bolso, ahí mismo, a centímetros de mis pies. Pero, ¿quién podía pensar en la plata? Comencé a escuchar la sirena del patrullero cada vez más lejos.

Mi mamá contaba que el zambo le había dado tantas vueltas mientras bailaban que la había mareado de amor. Mi hermano escuchaba la historia y se reía. Luego, cuando las pendejas comenzaron a pellizcarle la piel, a tocarle el pelo enrulado y a preguntarle si de verdad él era cubano, dejó de preocuparle que le dijeran negro. Los dos soñábamos con conocer Cuba, a su padre y a esos abuelos, arrugados como pasas, que salían en las fotos que encontramos, adentro de una caja, después del funeral de mamá.

Miré por la ventanilla. Nada de árboles, ni cuidados jardines: ya no estábamos en el barrio alto. Boris preguntó: «¿Cuánto falta?», y el Leandro giró la cabeza y miró el bolso. Yo dije, por decir algo: «Un par de cuadras». El patrullero ya no se escuchaba.
En mi mente se repetían imágenes del asalto: los tres parados antes de las nueve de la mañana en la fila afuera del banco, entrando junto a las trece personas que esperaban en la puerta, el Leandro arrinconando al guardia y gritando: «¡Esto es un asalto!», la pistola apuntando la cabeza de una rubia vestida toda de blanco, el Boris y yo abriendo las cajas, llenando el bolso con billetes de todos los colores. Hasta ahí, un asalto impecable. Pero al subir al auto, alguien, aún no sabíamos cómo ni desde dónde, nos había disparado.

El Leandro disminuyó la velocidad, se metió por una población, dobló varias veces en esquinas repetidas. Me pareció que dábamos las mismas vueltas. La mancha de sangre en la camisa seguía creciendo. Luego nos metimos en una calle estrecha, llena de hoyos, y el Chevrolet avanzó a paso de tortuga, dando tumbos, esquivando niños y viejas que caminaban a nuestro lado como si se tratara de un parque. «Estamos por llegar», dijo el Leandro, y nos topamos con la calle de la feria. Lo vi agacharse, mirar alrededor calculando los metros para meter la reversa y darse la vuelta, pero a ambos costados había pilas de cajas y sacos con verduras. Nos detuvimos. Temí que aparecieran, de la nada, patrullas de pacos, la PDI, y hasta escuché helicópteros en mi cabeza. Una fila de gente pasó rozando el capó del Chevrolet. Vi carros de compra, bicicletas con bolsas colgando del manubrio, coches de guagua. Estábamos tan cerca de un puesto que si sacaba el brazo por la ventanilla podía tocar cada maldita naranja. De seguro el dueño las había lustrado. No recordaba naranjas tan brillantes. Una vieja con un gran canasto lleno de quesos nos miró. Yo estaba sin camisa y quizás la vieja pensó que iba desnudo adentro del auto. El Leandro bajó la ventanilla y le escupió: «¿Qué mirái vieja sapa?». El auto comenzó a avanzar. Entró un olor a albahaca. Me transporté a tiempos mejores. El Boris y yo comiendo humitas con azúcar en la pequeña cocina, mi mamá con el pucho en la boca y una mano estirada sobre la mesa mientras con la otra se pintaba las uñas. Por aquellos años ella todavía juraba, y nosotros creíamos, que trabajaba haciendo masajes. Le pregunté al Leandro si el enfermero vivía en esa población. Me respondió en el mismo tono que a la vieja del canasto. Me callé. Ahora él era el jefe. Cambié de nuevo la posición de la camisa alrededor de mi puño hasta dar con una parte de tela limpia. Ya casi no salía sangre. Me recriminé no haber prestado mayor atención a todas esas películas donde los actores sabían sacar balas, desinfectar una herida, enhebrar una aguja, hacer puntos. ¿Por qué mierda ninguno de los tres había pensado en eso? Culpé al Leandro: él era el experimentado, el internacional. El Boris dijo que tenía frío.

Dejamos la feria y avanzamos por una calle larga, de tierra, entre basurales, perros que se cruzaban y que el auto esquivaba con un cuidado como si se tratara de niños. Pensé en lo nuevecito que se veía el Chevrolet en la mañana. Blanco, impecable. Lo habíamos robado el día anterior en una plazoleta de Huechuraba. Pregunté un tímido: «¿Falta mucho?». Pero el Leandro sacó su celular y sin soltar el volante, marcó y dijo al aparato: «Estamos en quince minutos».

El Boris me llamó por mi nombre varias veces y luego me miró con indiferencia, como si yo fuera una aburrida y estúpida película de hermano mayor. La idea de hacer plata rápido para largarnos de la pobla, había sido mía. Y la idea de hablar con el Leandro y ponernos a su servicio, como aprendices, también. Culpé a mi pobre mamá. Ella no quería que termináramos como esos drogadictos que pasaban el día en las esquinas. «Ustedes van a ser otra cosa», nos decía. «Mis hijos son especiales», nos decía. Por eso nos pagaba el cable. Y con el Boris nos pasábamos las horas frente al televisor, viendo películas y series. O bajábamos temporadas completas por internet y nos repetíamos los capítulos, una y otra vez: asesinos en serie, psicópatas, ladrones, policías corruptos, traficantes, hasta que mamá enfermó, la hospitalizaron, dejamos el colegio y los vecinos nos abrieron sus puertas. Por semanas almorzamos y tomamos once en diferentes casas. Una nueva vida. Pero meses después del funeral, cuando se nos terminó la plata, nos cortaron el cable y comenzamos a pasar el día entero en la calle, yo descubrí la mierda de nuestro mundito subtitulado, lleno de zombies y asesinos de mentira. El Leandro era de verdad. Un protagonista de carne y hueso. Venía llegando de Londres cuando lo conocimos. ¡Londres! Su hermana vivía a dos casas de la nuestra. Una tarde nos invitó a tomar la once y allí estaba él. Bien vestido, bien perfumado. Nos dijo que de joven había conocido a nuestra madre, pero que ella lo había mirado a huevo. Lo llenamos a preguntas sobre cómo era Europa, si también había ido a Estados Unidos, que qué se sentía, que cómo era viajar en avión, si había estado en hoteles cinco estrellas. Y él, haciéndose el misterioso, abrió la boca y dejó algunas respuestas suspendidas, mirándonos como los pendejos inexpertos que éramos. Con mi hermano queríamos ir, después de Cuba, a esos lugares que habíamos visto en las series: Manhattan, Nueva York, Long Island, Albuquerque, pero el Leandro nos dijo tajante que él no veía tele, que las películas lo aburrían y que él hacía su propia serie. Comenzamos a verle a diario y entre tanto hablar de dólares, de viajes, salió lo del asalto. Él nos invitó como si se tratara de un favor, de un paréntesis en su carrera: trabajar con dos aprendices. Primero nos habló de una botillería, después de una farmacia en Providencia y luego dijo que tenía un buen dato, un botín millonario, algo serio y bien planeado, que nos íbamos a forrar en plata.

El Chevrolet se detuvo. Miré afuera. Estábamos en medio de un descampado. Me pareció increíble pasar de los edificios espejados que habían cerca del banco a ese desierto. La única inmensidad que yo conocía era el mar. Habíamos ido un par de veces en el verano, a Cartagena y al Quisco. El Boris seguía con los ojos cerrados. Me pregunté si viviría por ahí el enfermero. El Leandro se bajó del auto, sin apuro. Lo miré estirar los brazos y hacer unas flexiones de cuello como inicio de clase de gimnasia. Después abrió la puerta de atrás y sin mirarme estiró la mano y sacó el bolso.

—Bueno, pendejos. Fue todo un gusto. Ya decía su madre que ustedes eran especiales.

En una mano tenía el bolso y en la otra, la pistola apuntándome. La inmensa moto negra llegó levantando una polvareda. La manejaba un hombre barbudo y tatuado, igual que en las series. El Leandro se subió, acomodó el bolso arriba de sus piernas, se sostuvo de la chaqueta del barbudo y partieron. Me quedé congelado en el asiento trasero mirando el polvo. Me acordé de mamá. Mi hermano estaba frío y ya no se movía. Saqué de mi puño la camisa ensangrentada. La puerta del auto seguía abierta. Pensé en que yo había visto un final parecido. Miré la inmensidad de ese paisaje lunar y luego, con una pasmosa lentitud, repasé en mi cabeza, capítulo a capítulo, la temporada final de mi serie preferida.