Esto que le ocurrió a R podría haberle ocurrido a usted, a mí o a cualquiera. Ocurrida a R o a cualquiera sin embargo, el alcance de la experiencia puede causar hondas simpatías en algún peregrino lector que tenga interés en los llamados asuntos evolutivos. Que tanta causalidad dependa de un puñado de hormigas también puede llegar a sorprender. Un puñado es claramente una exageración, pero a los efectos prácticos: ¿qué menor cantidad de hormigas puede caber en una mano al fin y al cabo?

No era el vértigo de la droga, ese que te deja en suspensión las facultades convencionales, lo que buscaba R en su afán iracundo al hacer trizas el vaso que degolló el dedo pulgar de su mano hábil, la siniestra a la sazón. Sin embargo, este “sacrificio” accidental del tendón flexor le torcería el destino a R. Cualquier sucesión de hechos, aunque te esmeres en hilvanarlos hasta el infinitesimal pormenor te tuerce el destino. Cualquier juego de interpretaciones te retuerce el destino, el pescuezo o el pulgar, es igual.

Cuando los tendones están en continuidad son como unos elásticos que le permiten a R o a cualquiera hacer uso sutil de sus articulaciones. Un corte accidental o intencionado de estos tejidos produce una discontinuidad y dos cabos que los cirujanos al unir -y también de antemano- llaman dialécticamente «distal» y «proximal», como queriendo reconstruir desde el lenguaje su discontinuidad relativa. La reconstrucción no siempre resulta certera como el lenguaje, ni aún siquiera en el quirófano. Pues a R la primera operación no le bastó. No viene a cuento juzgar la buena voluntad o experticia del primer cirujano, pero como no se trataba de parchar el neumático de una bicicleta o de dar cuerda a un reloj, ni de reponer el fusible de un viejo televisor, R creyó sensato confiar la segunda intervención a otro cirujano, incluso perteneciente a otra región de su pequeño país, para evitar cualquier confusión de índole gremial, puesto que distal y proximal, al cabo de la primera intervención y un vano lapso de recuperación, guardaban una distancia irreconciliable de tres coma cuatro centímetros, pese a todos los esfuerzos de proximal por enfibrilarse -si cabe la expresión- en su conducto hacia distal, y viceversa. No hacía falta ser médico para observar el bache en la «ecotomografía de partes blandas» que el segundo operador había indicado para confirmar las sospechas de R. A R no le interesaba toda esta jerigonza, pero debía salvar el abismo y, a fuer de entelequias, acompañarse en este tobogán que unas pocas hormigas sedientas habían conjurado. Estas inocentes hormigas no podrían haber adivinado que al caer al vaso junto con el agua del chorro de la llave del lavabo, estropearían la última dosis de bicarbonato de sodio que R guardaba y necesitaba para aplacar su ira, ya somatizada en su aparato gastrointestinal.

No podemos saber a ciencia cierta -sí sospecharlo- si acaso los primates, nuestros ancestros, o bien nuestros coetáneos, sufren de acidez bajo circunstancias estresantes, porque todavía no les hemos visto defraudados perdiendo una partida de ajedrez y aún habiendo mediado malas artes en la derrota, tal como ocurrió con R. R jugaba en solitario porque vivía confinado en la montaña. Pero usando su computador personal y la tecnología de internet podía jugar contra jugadores reales o virtuales de distintas partes del planeta. Variada es la gama de triquiñuelas y o trampas que suelen usarse en las ligas de ajedrez de internet para sumar puntos en sus correspondientes escalafones. Algunos contendientes reales, por ejemplo, se hacían pasar por virtuales mediante el truco de Turing, que bajo ciertas condiciones llega a un cien por ciento de eficacia en el juego de ajedrez. Por ciertos detalles en los tiempos de espera y otras minucias computacionales que sólo R podría explicar (y quizás por una cierta inclinación paranoide en su carácter), R se sentía capaz de detectar a estos jugadores maliciosos, y parece ser que ésta susceptibilidad suya, activada en una partida de desenlace fatal, habría motivado la profunda irritación de R durante los instantes previos a la baja de su dedo pulgar izquierdo.

La hipótesis de Terence McKenna explicaría el salto del primate al homínido por los hábitos alimenticios de algunas hordas de simios que incluyeron en su dieta las callampas mágicas. La magnitud del estado alucinatorio, el quiebre del principium individuationis que experimentarían estos monos, es decir, los contenidos y cualidad de sus “voladas” habría dado origen a la conciencia reflexiva, al desarrollo de lenguajes codificados y las subsecuentes ventajas adaptativas en relación a sus congéneres. Pero estas teorías han sido consideradas apócrifas e incluso despreciadas por la recta ciencia del siglo XX y aún por la del siglo XXI, subordinándolas, epistomológicamente hablando -claro está- a una suerte de corriente que curiosamente ha catalogado de «contracultura». Debo confesar que me cuesta concebir las innúmeras consecuencias de tal denominación. En cambio, sí hay gran consenso por parte de la ortodoxia en atribuir al desarrollo del pulgar el potencial fisiológico necesario para dar el salto evolutivo de los susodichos monos y su correspondiente proyección a esta contemporánea, nuestra condición humana. Su capacidad opositora y prensil habría permitido la manipulación de rudimentarios instrumentos en la ejecución de tareas más sutiles y sofisticadas para la lucha por la existencia, propiciando  de esta forma el desarrollo de los primeros «balbuceos tecnológicos» del primate. El instrumento físico luego se tornaría en signo y estamos en pleno albor del homo sapiens.

Éstas y otras reflexiones embargaban la mente de R ya en el quinto piso de la Clínica Santa María, antesala del pabellón donde sería intervenido por segunda vez para idéntico propósito: unir proximal con distal. En esta sala de acceso restringido ocurrió la negociación entre R y el anestesista de cargo para la operación: zanjaban el diseño de adormideras que seríanle administradas. En estricto rigor, la extremidad izquierda, el antebrazo hábil de R había experimentado una regresión filogenética de cientos de miles de años, mientras que el resto de su cuerpo permanecía en perfecta sincronía con el devenir de su especie y del año corriente, el 2007. El evento había producido un drástico quiebre en la ejecución de sus menesteres cotidianos, pues la complejidad superlativa de las redes neuronales de R (o de cualquier homínido) implicadas en las labores previas al accidente, súbitamente habían sido «desenchufadas» de la memoria procedural del resto de su organismo. Esto forzó a R a reestructurar la dinámica de su quehacer diario, y las otrora torpezas normales de su conducta habitual habían proliferado, tendiendo al derroche en estado puro. En efecto, un derroche de torpezas constituía la nueva realidad de R. Ya no era lo mismo freír un huevo, arremangarse las calcetas, tirar la cadena, sacarse los pelos de la nariz. Todas estas inevitables minucias le aportaron a su vida ermitaña enormes esfuerzos, reflexividad sobre su actuar mecánico e incluso una exacerbación del sentido religioso, pero sobretodo, un constante maldecir a la comunidad de hormigas que seguía bebiendo de su grifo con total impunidad. Esas hormigas también le causaban perplejidad y sentimientos encontrados. Muchas veces R se sorprendió a sí mismo contemplándolas por varias horas con una piedad rarefacta, devocional.

Antes de la primera operación, y también de la segunda, R firmó una suerte de declaración contractual llamada «consentimiento informado», documento en que se reconocen los riesgos de entrar al quirófano y en el cual el paciente asume una extraña cuota de responsabilidad por las eventuales consecuencias que pudiesen derivarse de la intervención. La clínica se hacía totalmente responsable de la unión de proximal con distal, pero si te fijas en la letra chica de una de las últimas cláusulas, incluso el «evento» de la muerte del propio paciente quedaba sellado con su rúbrica. Por razones obvias -se comprenderá- R había logrado firmar la declaración a duras penas.

Cuando entras a pabellón se tiene la extraña sensación de enfrentarse a la muerte, al evento de la muerte. Los doctores te ponen a dormir y el despertar de las drogas te plantea serias dudas sobre la continuidad de tu existir. Empiezas a atar cabos sueltos y parece que todo se ha dispuesto según el orden preestablecido. Nadie que conozca vuelve igual. «¿Estaré vivo?», «¿Habrá resultado bien la operación?», te preguntas al renacer tu conciencia convencional. R se hacía también estas preguntas y a pesar de todo le resultaban sumamente absurdas.

Las últimas sensaciones que tuviste boca arriba R, mi querido R, con esas aparatosas luminarias y los doctores comentando banalidades con las arsenaleras mientras el chorro fogoso del anestésico fluía desde tu antebrazo derecho hacia tu cerebro, te inducían a desfigurar el pabellón, tornando su apariencia en la de una sofisticada nave espacial. Con placer te despedías del mundo, R; no sabías si era evolución o involución el salto, el designio que ahora te tocaba; ahora tu conciencia fundía a blanco y tú parecías feliz…

 

2007