1
Cada fin de semana, perdía. Una vez empató sobre el final y entonces el abuelo dijo que de ahí ya no nos paraba nadie. Pero el siguiente fin de semana el equipo volvió a perder y nosotros, tercos, nos negábamos a rellenar siquiera la casilla del empate. Yo al estadio empecé a ir más seguido después, cuando tenía más edad, pero en esos tiempos escuchaba los partidos por la radio, junto al abuelo. Todo el mundo decía que el equipo era una mierda y no lo salvaba nadie, ni el milico que se había hecho cargo de él, ni el misterioso estadio desarmado que según los rumores el equipo había comprado en Brasil y que era cosa rápida de armar una vez pasara la aduana del norte. Yo me preguntaba cómo era posible que un estadio se trasladara de un país a otro, así, como quien cruza una puerta, acometiendo la tarea de caminar desde el verde trópico rumbo a un paisaje seco y gris. También me preguntaba a quién se le había ocurrido esa extraña idea de inventar países, y por toda respuesta me imaginaba a alguien muy nervioso y de pulso saltón, a juzgar por aquellos temblorosos límites territoriales que yo miraba sin cansancio en los atlas y en los mapamundis de la casa. Esos eran los mismos temblorosos límites que nuestro estadio debía cruzar antes de llegar a la frontera del norte, para después de un largo viaje ser bienvenido en la sede del club, donde todos los hinchas, con banderas y lienzos, lo esperaríamos para armarlo y luego inaugurarlo con una fiesta en grande, por ejemplo un partido contra algún equipo europeo o argentino. (O brasileño: porque el abuelo me decía que el equipo, una vez, hacía mucho, le había ganado al Santos de Pelé, ni más ni menos. Y yo le creía, al abuelo se le creía todo, él había estado allí y en cada uno de los partidos del equipo en su época gloriosa y hasta era capaz de recitar de memoria alineaciones completas con suplentes incluidos).
De todos modos el estadio no llegó nunca y el equipo siguió perdiendo y el abuelo seguía botando plata en las apuestas de los fines de semana. Yo también perdía: convicción, y ganaba: tozudez. Había que apuntarle a trece resultados: local, empate o visita, y si lo hacías, te llevabas el acumulado a nivel nacional. Era un buen sistema, porque no era cosa de llegar y apostar, el azar ahí no las tenía todas consigo, había que estudiar a los equipos y escuchar la radio durante la semana para saber cómo llegaban y quién estaba lesionado y quién lo reemplazaba. Con el abuelo, en ese aspecto, nos comportábamos como un par de científicos meticulosos y por lo regular sacábamos de nueve puntos para arriba. Una vez sacamos doce puntos y si no fuera por el equipo, que perdió de local, nos hacemos ricos. Fue triste que el equipo nos hiciera eso, pero déjenme decirlo una vez más: así es el fútbol. Y créanlo: no miento cuando digo que no nos dolió tanto haber esquivado la fortuna como que el equipo perdiera otra vez de local. Ese domingo, mientras cenábamos, a la abuela, que se había enterado del asunto, se le ocurrió la mala idea de preguntarnos por qué simplemente no poníamos que el equipo perdía, a ver si así ganábamos algo de plata por lo menos una sola vez en la vida. Entonces el abuelo, enrojecido, dio un puñetazo en la mesa y le gritó que no era cosa de plata, por la rechucha, y así nada más dejó de hablarle por dos semanas. Pobre abuela, no entendía nada. Estábamos aferrados a que el equipo saliera de ese hoyo profundo y fuera campeón o clasificara para algo, cualquier cosa, una liguilla, un torneo hexagonal, alguna copa inventada; pero por sobre todo nos corroía una gran duda: no sabíamos en realidad a qué jugaban esos once desdichados cuando salían a la cancha.
Es difícil tan siquiera imaginar cómo juega un equipo si sólo lo escuchas por la radio; la verdad, es casi imposible, considerando las propagandas que interrumpen el partido o las recurrentes imbecilidades gentileza de los periodistas deportivos que, salvo error o excepción, siempre la cagan. Así, y para salir de dudas, con el abuelo decidimos no entrarle a las apuestas por un fin de semana (el equipo perdió otra vez) y guardar la plata para ir al estadio cuando jugáramos de local. Nuestro cientificismo requería de pruebas empíricas y no era serio encarar el fútbol mediante la dudosa traducción del vocabulario radial. Llegado el día, la abuela nos preparó un par de marraquetas con huevo para el entretiempo, pero me consta que el abuelo, orgulloso, no probó bocado alguno durante toda esa tarde increíble.
2
Primera sorpresa: el estadio estaba lleno. El equipo perdía cada fin de semana, era propiedad de un milico cuya única misión, según el abuelo, consistía en destrozarlo, y para más remate debíamos jugar de local en un estadio prestado porque nuestro estadio-caminante se encontraba tramitando sus papeles de estadía en algún punto fronterizo del norte. Pero el estadio, esa tarde: lleno. Yo estaba sorprendido, el abuelo no. El abuelo decía que siempre había sido así y así lo seguiría siendo, y agregó con una sonrisa torcida mientras prendía un cigarro: si se acaba este tipo de gente, se acaba este equipo. Ahora entiendo que esa tarde, en ese estadio, había una alta concentración de tipos desesperados y masoquistas a los que no les quedaba otra que ir a ver fútbol (el tipo de gente al que se refería el abuelo), pero cuando empieza un partido, eso, la verdad, no vale nada.
Lo esperábamos: el equipo, táctica y técnicamente, era una calamidad, un ejército de orates en el que a duras penas sobresalían un zaguero central capaz de descuartizar a cualquier delantero y un puntero izquierdo enano y veloz. Ahí terminaba el equipo: lo demás era una sucesión de pases estúpidos y pelotazos que invariablemente acababan en los pies del rival. O en la galería: casi al final del primer tiempo, cuando yo me empezaba a saborear las marraquetas con huevo de la abuela, un despeje desproporcionado de nuestro zaguero central pasó por encima de la reja y —segunda sorpresa, mayúscula— fue a dar directamente a las manos del abuelo. Fue la primera y única vez en la vida que tuve en las manos un balón de juego de la Primera División Profesional. Ocurrió en un sólo segundo: el abuelo tomó la pelota, me la entregó a mí, y yo, como si fuera un diamante que me quemara las manos y los ojos, se la devolví enseguida y él la lanzó de vuelta a la cancha, así nada más. Luego, al minuto siguiente, como para salir de ese aturdimiento, nos hicieron (así ocurría siempre) un gol de cabeza. De esa forma cruel nos despertaba el equipo, como en esos sueños donde uno es muy feliz y sin embargo, por algún motivo, abre los ojos.
Lo que más recuerdo del segundo tiempo es al abuelo gritando alguna puteada, de pie, fumando. Y los goles: el del empate no lo vi (en el estadio es muy fácil distraerse con cualquier cosa), pero el del triunfo sí: entre gritos, veo borroso un centro bombeado desde la izquierda que el portero de ellos mide mal y se termina colando por el ángulo derecho, en medio de un rugido ensordecedor del estadio entero.
Cuando volvimos a la casa, la abuela nos esperaba en la puerta. El abuelo ni la miró al decirle: si apostábamos, perdíamos. Se me ocurrió entonces, para que el equipo ganara, proponerle al abuelo que dejáramos de apostar. El abuelo me miró fijamente, encendió un cigarro y con un gesto de amargura me dijo que estaba bien, tienes razón, basta de perder plata y perder partidos. Pero como el equipo, pasadas tres fechas, siguió perdiendo, volvimos a apostar. La abuela no decía nada, pero se veía que el asunto la traía algo preocupada porque el abuelo había empezado, de nuevo, a fumar duro y parejo.
Hasta que ocurrió lo del premio mayor. El pozo se había acumulado ya un mes sin ganadores en las apuestas de fútbol y así las cosas con el abuelo nos dimos a la tarea de estudiar a fondo la jornada siguiente. Escuchamos, volvimos a escuchar, los programas de radio en sus ediciones matutinas y vespertinas y nos informamos de los partidos del ascenso, e incluso (después de un cara o sello) tuve que resignarme a escuchar el infame programa radial que se le dedicaba por completo a nuestro archirival.
Esa semana de estudio, donde gracias a la tácita aprobación del abuelo pude olvidar las insignificantes pero no menos estorbosas tareas de la vida escolar, arrojó evidencias dispares. Nos dimos cuenta de que se podían pronosticar con amplio margen de acierto el resultado de todos los partidos de la jornada, pero, aunque no lo decíamos, sabíamos donde estaba el problema. Al equipo le tocaba jugar de visita contra el puntero invicto del campeonato. Y nosotros, por primera vez dudamos, lo supimos sin mirarnos, sólo con el silencio pesado que siguió al ver la cartilla, ya casi lista, encima de la mesa. Dudábamos, porque era un hecho firmado que el equipo perdería por goleada.
3
Lo diré nuevamente: el fútbol es así. Ese domingo el equipo no perdió, empató, y nosotros, otra vez, no ganamos un centavo. Recuerdo la cara del abuelo, una mezcla entre satisfacción, vergüenza y amargura de la peor especie. Habíamos desconfiado del equipo y con eso le dábamos la entrada al remordimiento; nuestras miradas adquirieron una complicidad vergonzante que nos hacía desviarlas hacia cualquier lugar donde no estuvieran los ojos al acecho. Era como si esos ojos en el fondo pertenecieran al equipo y nos reclamaran la traición. Pero a la vez, a pesar de todo eso —y esto tal vez era un fuerte signo de algo que a falta de otra palabra me atrevería a llamar miedo—, la vergüenza nos impulsaba a creer aún más en él.
Hacia el final del día (esos finales de domingo tan desoladores para un niño que el lunes debe ir a la escuela) tuvimos al menos la alegría o el consuelo menor de ver, en el noticiero de la noche, el golazo del empate del equipo: nada menos que el gol de chilenita de un centrodelantero juvenil. Hasta el día de hoy cada tanto repiten ese gol por la tele, pues ese mismo delantero, quién lo iba a decir, acabó jugando en la serie A del Calcio. Alguien manda un centro desde la derecha y el joven atacante, entre dos defensas, se deja caer hacia atrás y de espaldas al arco saca un latigazo imposible que da en el travesaño y entra. Un golazo que finalmente nos daba esperanzas. Porque, bueno: así era el equipo: cuando ya la debacle parecía precipitarse sin soluciones y todo se hundía en la impotencia, emergía con algún tesoro de ésos para ilusionarte una vez más.
A Jorge y Raúl González
A Rufino y Nico Chasca
A Hernán Plaza, in memoriam
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