Cuatro cabezas azotadas contra el piso, reventadas. Imágenes de sangre que salpican todo atisbo de respiración. Las mismas puertas que conducen a ninguna parte siguen estando ahí, esperando la agonía del castigador. El disco está partido, fisuras que lo quebrajan todo, que lo abstraen. La vida ya no es círculos que se juntan en condiciones irrepetibles, ahora son sólo fragmentos, espacios que ya no existen y que intentan volver a la vida, grietas que son generadas dentro de los miedos incendiarios que ayudan a que todo sea peor.
La voz de Wayne lo agudiza todo aún más. Éste es un álbum agónico, incisivo, pero sobre todo, es un álbum que tiende a destruir, a desarmar todo posible atisbo de estructura y que consigue la creación de sonidos únicos a través de ecos que resuenan desde otro lugar. Desde un fragmento paralelo de realidad.
Zaireeka es de lo que estoy hablando. El álbum cuádruple de Flaming Lips realizado en 1997. Son cuatro discos que funcionan simultáneamente y por separado. Juntar cuatro reproductores de Cd no es algo fácil, pero los resultados golpean la cabeza como un martillo de 30 kilos.
La banda ya va a cumplir 30 años y se extraña la búsqueda y experimentación lograda en este álbum en sus recientes trabajos. Porque cuando la búsqueda y la experimentación terminan encontrando lo mismo una y otra vez, comienza a ser solo el ejercicio reiterándose a sí mismo, aunque no fuera esa la intención.
Son 8 canciones y un sin número de combinaciones. De algunos temas sólo se logran escuchar ruidos, bajas y altas de frecuencia, Megahertz que pueden inducir estados sicodélicos, alucinógenos. Si fuera un suicida, le pondría fin a todo con ‘Thirty-Five Thousand Feet of Despair’, donde la voz de Wayne pegada sobre golpes de piano y órgano, me hace olvidar todo lo que debería importarme.
La noche está cayendo mientras enrollo un poco de hierba húmeda. Escucho A Machine in India y pienso en vaginas sangrando. Y bajo, sin querer bajo.
Creo que ahora debo salir, espantar fantasmas y largarme. ‘March of the Rotten Vegetables’ está gritando desde los cuatro puntos que dominan la habitación. Mi cabeza está temblando. El disco se acaba y creo y quiero sentir ondas eléctricas que me arrojen por la puerta hacia la calle. Apago el cigarro entre mis dedos y bebo de golpe el poco de whisky que queda en el flask. Mientras me alejo, la música también se aleja de mí.
Vuelvo a la calle a buscar lo mismo de siempre. Lo mío también es un ejercicio de repetición.