Un voto de silencio

En aquel entonces éramos jóvenes. Siberia podía ser la estepa señorial de Arte, como también los pastos frente a lo residuales estudios de Antropología, sitio extinto casi por completo en la actualidad. Éramos muchos, los hijos del Jeti, digo… o quizás no tantos. Nos conocíamos, nos ubicábamos, no siempre compartíamos la misma botella. Sin embargo, el respeto era el mismo cada vez. Los lugares se repiten. La nostalgia se instala en la lectura. Somos de aquel lugar, y no digo cuál, aunque la referencia es evidente. Es conocimiento limitado, aquella poesía hecha mapa, en la esquina El tiempo en la botella, hacia el otro lado la Rosita, y más allá, la Chacarillas. Visitamos esos campos de batalla, los mismos que Siberia en su trayecto. Y no sólo espacios físicos de discusión, fragor e incluso de pelea cuerpo a cuerpo (en formatos que callo acá, por pudor); también el espacio ideológico, contextual político, histórico-literario. Recuerdo la visita de Teillier a la Universidad Encapsulada como si fuera hoy, y ya ha pasado más de una década. Recuerdo al desconocido compañero (que no era tan desconocido); lo veo aún encima de la moto por las cercanías de Tarapacá con Bulnes. Acaso tarareando alguna de los Misfits, recordando algún párrafo de Onetti. Conversamos esa noche, sobre otros desconocidos compañeros. Pero, claro, eso quedó ahí. Como las antiguas, y sin embargo casi nuevas, armas del guerrero colombiano que impactó de frente con su verso, esa noche en el puente Pío Nono. Aquella fue una batalla ganada, una de las pocas, aunque pueda –fácilmente- interpretarse como la peor de todas las derrotas que sufrimos, que no fueron pocas. Esa noche casi madrugada, comenzó nuestro repliegue… Algunos de nuestra generación desaparecieron, otros no. La mayoría permanece oculta, cansada, vieja antes de tiempo. Somos de otra época: la del silencio, del pudor, del escondite.

Todos somos hijos del Jeti. Todos somos parte… nos sentimos parte de Siberia, de Siberia. Presenciamos la onerosa muerte del guerrero. También infinidad de mínimas batallas, libradas a campo traviesa, libradas en la soledad de aquellas noches, cuando el enemigo se ocultaba inmerso en camuflajes demenciales, imposibles de rastrear. La pesquisa sigue en pie. O quizás ya no. Prefiero pensar que sí, que aún somos parte de aquel enjambre citadino que advirtió la peor de todas las amenazas. Vimos cuerpos caídos. Vimos ríos de poesía tomándose las calles, flujo hirviente, alimento propio de bastardos marginales. Vimos la nave de los locos navegando Grecia abajo. Vimos la perversa risa de un demonio encerrado en la redoma. Recobramos pases, libros, barricadas…

Y así fueron pasando, Juan Luis Martínez, Kurt Cobain, las decenas de intentos de revistas (Calabaza del Diablo, Descontexto, Contrafuerte), la cátedra de Morales, la de Fuentes, la de Federico, la de David W., la de Sergio… En las mismísimas fronteras de Siberia, que son, exactamente, dos: Revolución o Perdición. Se juntan monedas en la esquina. Se dejan empeñados pases escolares, carnés de identidad, relojes, libros (“el tiempo transcurre en la botella”, otra vez…). “Esta facultad está en un hoyo”, se repetía con insistencia; y era verdad. Botellas, canchas, arcos, pastizales, fuego. Suicidios ejemplares que no dejan de ocurrir. “Todos los hombres lloran mirando un río”. La matanza de los perros. Letras pendulares. Poesía cayendo en picada, en la mañana, al mediodía, por la tarde… pero sobre todo en la noche, en las noches, en las eternas y asoladas noches de Siberia.

Es como estar ahí; es como volver a estar ahí, ¿o acaso no logramos salir, cumpliendo la promesa-maldición tantas veces repetida?: “Nunca más saldríamos del pozo”. “Propensos al fracaso, a la caída, a repetir en espiral la misma historia”. A Gramsci, Turgueniev, Tu Fu y Bakunin, sumamos a Zambra, Contreras, Cinzano… Mientras deambulan Droguett, Onetti y el Poeta a prueba de balas… Compartimos el espacio, nosotros, jóvenes envejecidos, viejos sin ley y sin edad… los embustes, la asolada distracción, la cátedra, las salidas, la pequeña gran revolución que anhelamos protagonizar, la derrota, la noche lluviosa, el escape… La memoria, en definitiva; la definitiva memoria, acaso lo único certero que nos legó aquel combate que aún, de alguna forma, nos reúne en el otoño de Occidente.

Carlos Almonte

 

 

Poemas

Opinión pública

Paola ya no está como para confirmarlo. Pero también se lo escuché decir a doña Juani, lo dijo la señora Ninfa, lo repitió mi tía María, la Pilar de al lado, don Arturo, la señora Rosa Guzmán de la capilla, don Checho y la mamá del Jaime Ferrada. Luego vendría a confirmarlo don José Viterbo y la señora Mercedes, quienes camino del trabajo notaron en la calle que llevaba al Colegio la sangre regada alrededor de una caseta telefónica.

Fue el tema común a la hora del almuerzo y en la cola del pan por la tarde.

Mi abuela y mis tíos en Parral también pensaron, por las facciones y ropas que llevaba el acribillado, que se trataba de mi padre.

Tanta fue la conmoción que conseguimos el diario La Tercera y un ejemplar de la revista Solidaridad que publicaba la Vicaría. Alguien llegó, a las semanas, con una revista Apsi o Análisis y me dormí impactado por las fotos.

Mis oídos de entonces, mis ojos de ayer, a partir de ese invierno de 1984, supieron que ya nunca más verían lo mismo.

Una ráfaga de balas borró mi realidad.

 

 

Fe

Hubo que sortear el miedo al otro
Recuperar la fe en las personas
para empezar de nuevo a creer en el Hombre.

“El sueño se hace a mano y sin permiso”, dijo alguien
A un tiempo en que una palma extendida
avanzaba ante nuestras narices

JUNTANDO MONEDAS

Comenzaba la hermosa fiesta de la rebeldía

La cara más triste de la revolución.

 

 

Siberianos

Los Siberianos vadean los límites de lo extraño
Caminan cual Hombre de las Nieves
hacia Rosita Renard o Las Chacarillas
Pasajes donde deben entrar de espaldas simulando
que van saliendo.

Bendita tierra de nadie
Vértice de fríos ajustes de cuentas
Impenetrables calles para cobardes y novatos,
donde tantos peregrinos sacrificaron las mejores mentes de
una generación ya devastada.
Incapaces de reconstruir primero sus vidas
Ni hablar del País en Llamas.

Hijos del Jeti recorren sonámbulos el Barrio Chino con sus
ojos inyectados
portando como toda arma malas traducciones de Rimbaud
Jarry
Artaud
y el viejo Hank.
Jóvenes envejecidos.
Hombres de ninguna parte
entre el humo de las balas y el de sus propios sacrificios.

 

 

El día que murió Bukowski

Un desconocido compañero escribió en un papelógrafo
con brocha:
“Murió Bukowski”

Fue el 09 de marzo
El nombre del desconocido era Felipe
Hoy reparte pizzas en el Centro
mientras todavía lee, cabeza gacha, a Lautréamont, Rabelais
y las espantosas aventuras de Chinaski.

Junto con nacer el Mito,
la vida tan muriéndose de sed,
inauguraba un preciado y querido abismo.

 

 

El día que murió Teillier

Mis amigos Editores comentaron: “Era esperable”.
La última vez, acaso dos meses antes, lo vimos leer
en un Auditorio de la Universidad Encapsulada
y le había costado mucho llevarse incluso un vaso de agua
a la boca.

Cuando llegué a mi casa releí “Hoy soy un miembro del
Club de los Corazones Solitarios”.
Después me acordé de Poe muriendo de delirium tremens
en Baltimore
y pensé, en ese mismo momento,
eso sí que era mucho peor.

Ahora ya no creo eso.
Ahora dejé de creer en muchas cosas.

 

 

Ellos

Me dijeron que todos tendríamos derechos.
Me dijeron que pidiéramos lo imposible.
Me dijeron que no había vida eterna.
Me dijeron que para el pueblo sería lo del pueblo.
Me dijeron que nunca firmara un contrato.
Pero ahora que estoy en las últimas
ninguno de ellos se acerca a decirme nada.

No debí confiar en sus palabras.

 

 

Los perdidos

A mis espaldas
los rostros de amigos desaparecidos
borrachos, sin trabajo
perdidos o detenidos por sospecha.
Un tiempo congelado en la adolescencia.
El pánico abismal y secreto a la adultez.

Mientras miro mis propios años en el espejo de la distancia
pienso en que no hay caso:

Dios ha muerto.
Jamás estuvo entre nosotros.

 

 

Visiones bajo la nieve

El recuerdo de una joven compañera
escribiendo poemas descarnados.
Versos violentos,
mascadas furiosas dirigidas hacia ella misma.
Su nombre, María de los Ángeles.
Una hermosa chica
A quien no pocos considerábamos literalmente un ángel
Hasta que un día dejamos de verla
y supimos se había internado en el mar descalza
Nunca pudimos perdonarle esa forma suya de irse,
de abandonarnos, dejando apenas sus zapatos en la orilla,
más unos hermosos ojos verdes eternamente encendidos
en el aire
Lejanos
distintos a la cruda poesía que sólo algunos le conocimos.

También estuvo aquel otro muchacho
Un poeta colombiano que cayó a las aguas del río
Mapocho,
en circunstancias que nadie quiso explicarse
y que sólo a partir de inciertas versiones
supo quedar reducido al recuerdo de su silueta
equilibrándose
sobre el puente Pío-Nono,
declamando los primeros versos de un poema suyo
que terminarían siendo los últimos.

Ambos como muchas de las tantas muertes de Siberia
pérdidas que hoy conforman una leyenda familiar
repetida como vieja cantinela donde poesía & suicidio
han ido escribiendo durante las últimas décadas
una curiosa antología del llamado Cordón de Macul.
Muchachos que hoy desfilan por Grecia
calle arriba
calle abajo.
Nuestro personal listado de suicidas ejemplares.
Todos como El Topo
corriendo a prisa en noches oliendo a gases lacrimógenos

Sangre
también
bañará sus cuerpos.

 

 

Tormenta

Siberianos que justo en medio de la tormenta abren los ojos.
¿Qué ven?

Poesía, poesía, poesía por montones.
Impalpable, es cierto.
Pero de pronto una revelación
una grieta
una epifanía
les muestra
los últimos versos de Siberia.

 

 

Siberia, Roberto Contreras, Lanzallamas libros, 2007