Tenía todo preparado. Los folios, a la izquierda. Bolígrafos, dos de cada color −rojo, azul y negro−, a mi derecha. El ordenador, en el centro. La silla, muy cerca de la mesa, con el cojín para los riñones, dos paquetes de cigarrillos y un vaso de whisky con hielos. Así me imaginaba la mesa de un escritor, aunque todo revuelto. Caótico.

Mezclé los bolígrafos con las hojas. Se cayeron folios y bolígrafos. Les di una patada. Escritor maldito, me dije con sonrisa diabólica. Encendí un cigarrillo, que saqué de uno de los paquetes de Marlboro que había comprado esa mañana. Imaginé que me entrevistaban, para El País o El Mundo, y puse posturas de gran intelectual; ahora con la mano izquierda, en la frente, apretando las sienes, ahora con el cigarrillo en la boca intentando decir algo ingenioso tras la tos. Tiré la ceniza, que cayó dentro y fuera del cenicero. Cogí el vaso de whisky. Lo moví, circularmente, necesitaba oír el clic, clic de los hielos. Me lo llevé a la nariz y bebí. No me gustó el sabor, tampoco el del tabaco, pero daba un toque especial, de artista.

Dejé que el cigarrillo se consumiese, que los hielos se deshicieran y me acerqué el portátil. Los dedos en el aire, como pianista al comienzo de un concierto. Estaba en tensión; demasiada tensión para una buena escritura. Le di dos sorbos al whisky. El nombre del personaje. Ricardo. Me gustaba, tenía fuerza. Ricardo Corazón de León. Ricardo III.

Di a la «r»; una, dos, tres veces. Mantuve el dedo presionado. Las erres fueron uniéndose hasta llenar la pantalla. Las borré. Pensé en lo difícil que era escribir. Sólo sentarse frente a una pantalla tan blanca atemorizaba; parecía que las palabras, las ideas, huyesen, como esas erres que ya había borrado.

Antes de retirar el ordenador y probar con el papel, di a la «r» y la guardé como documento. Me hizo gracia mi hazaña, que celebré con caladas al cigarrillo y un buen trago de whisky. Cogí folios y el bolígrafo negro. «Espalda recta, ojos al frente», me dije acordándome de la mili, «al objetivo». El objetivo era escribir algo, lo que fuese, aunque estuviera mal escrito. Sentir que a un sujeto sigue un verbo, que los complementos se van arrimando a la frase, que a una frase sigue otra, que hay armonía entre ellas, que van casi de la mano. Encendí un cigarrillo y contemplé el humo. Cuántas veces había soñado desaparecer de una manera tan elegante. Adquirir esa materia volátil.

Cómo empezar. Ricardo, a sus treintaicinco años. Horrible. Ricardo, hombre sincero y robusto. Hombre sincero y robusto. ¡Dios! Las taché. Los críticos lo reprobarían. Mientras pensaba en el argumento, dibujé erres; mayúsculas, minúsculas, alargadas. Cuando me cansé, arrugué la hoja y la tiré a la papelera. Hice una buena canasta. Apagué cigarrillo y portátil, y fui al baño.

Mientras me subía los pantalones, me vi en el espejo. Tenía más ojeras. Lo blanco de los ojos con venas rojas. Me dolía la garganta. Saqué la lengua; amarillenta. No quise seguir indagando.

Fui al salón. Me dejé caer en el sofá. Puse los pies sobre la mesa, pensando que mañana, mañana empezaría la novela.