Mi abuela se crió en el campo. Todos los años dice que se va a morir y nunca muere. Hasta cierto punto el rastro de su ascendencia se diluye en su madre: una mujer desheredada por enamorarse – y encamarse y embarazarse – con un don nadie. Esa madre ofreció a mi abuela a un hombre de alrededor de cuarenta años. Mi abuela por ese entonces no era una abuela sino una niña. La permuta era por terreno. Mi abuela tenía trece años. Así, el primer hijo de mi abuela, como tantos otros nacidos en Latinoamérica, fue el resultado de una violación. Para qué andarnos con tanto rodeo.
El libro Colonos de Leonardo Sanhueza gira la mirada hacia atrás para tejer en un gesto sutil la violencia nada sutil de tantos años de historias macabras situadas al centro de una de nuestras tantas identidades. Entra y sale de la literatura. Tienta a recordar historias propias. En él, las voces fantasmales de los colonos trasplantados al sur de Chile a finales del XIX se pierden entre escenas macabras, recuerdos casi siempre evocados desde la muerte o desde Comala, mujeres robadas, usadas, rastros de sujetos cuyo pasmo ante la brutalidad muchas veces solo parece encontrar calma siendo a través del crimen: ser matando o muriendo. Sanhueza ha representado un mundo donde hasta el cariño es un acto embrutecedor: Verniory nunca había visto algo parecido. Según pudo averiguar más adelante, así eran todos los abrazos en América del Sur: como si las personas quisieran comprobar que el cuerpo no se desarma con las expresiones de cariño. A momentos da la impresión de que el tiempo ha permanecido en detención durante más de un siglo y la célebre frase del cronista Edwards (“la inminencia cernida sobre cada chileno”) citada por Germán Marín en el terremoto que abre su novela Ídola se replicara hacia el pasado y el futuro… con el apacible caos de las cosas / que están a punto de estallar… (31, Transeúntes).
Es muy probable que nuestros bisabuelos se hayan criado en ese mundo representado por Sanhueza. Y es muy probable que, de algún modo, nosotros sigamos viviendo en él. Criar es una palabra demasiado generosa, demasiado esperanzadora para este país, para este libro.
Llama la atención el giro en la vista, el enfoque hacia el sur fronterizo en el contexto de los sucesos a los que refiere el libro: el eufemismo de “La pacificación de la Araucanía” en los años previos y posteriores a 1891. Ese giro es tremendamente agudo pues pone en relieve que la delimitación de la tierra no se forjaba solo en relación a naciones externas, como Perú y Bolivia, sino también en relación a una frontera interior. Una frontera a la medida de nuestra violencia: silenciosa, breve, concisa, legal: inminencia pura. Las fronteras son infinitas. Se multiplican. Se disfrazan y mutan. Las más eficaces – las más perversas – no se ven hasta construir un sistema social, un orden. A momentos eso sentía, al leer este libro, de una sentada y fuera de una estación de metro en una colonia del DF, sin poder detenerme. Por razones que no comprendo y que no deseo escarbar casi lloro un par de veces. Es probable que el gesto se deba a cierta debilidad generada por la distancia, pero también, por los violentos sucesos del año recién pasado, cuando, a pesar de la magnitud de las movilizaciones sociales, no se logró capitalizar casi nada concreto, no por responsabilidad de los manifestantes sino por la pachotada de los poderosos. La impotencia de ver estos ciclos de injusticia genera angustia.
En El viaducto de Malleco, un poema hermoso que dan ganas de transcribir de principio a fin, se muestra de manera sutil lo que ha sucedido cada vez que los de abajo creen. El mismo quiebre de confianzas de los fracasos en gobiernos como los de Pedro Aguirre Cerda o Salvador Allende. Un quiebre de confianzas en que las expectativas son siempre generadas y derribadas por los poderosos. El relato sin salida que se puede leer entre líneas se sintetiza perfectamente en las palabras de Verniory, el colono, que escribe a su hermano en Europa: Así es la cosa, hermanito, pero si el destino / en la Frontera ha querido bañarte de gloria / no te queda otra que jugar a la muralla / y lanzarte a todo galope contra un paredón / que te explica de una vez y para siempre / qué son los chilenos, y qué fueron, y qué serán. (Verniory: juegos ecuestres). Tras ejemplificar la competencia bruta de los juegos ecuestres, parece no haber salida a pesar de sobrevivir a la brutalidad gratuita. El destino final parece ser un muro, o peor, un paredón. Una sensación asfixiante que se soporta como se soporta el horror: con los ojos abiertos. Y que se suma a aquella característica incomunicación por falta de destinatario, por ausencia de otro que rompe el atisbo de cualquier construcción mediante estos discursos fantasmales. Las conclusiones son más desalentadoras que irónicas.
El motivo de Ramal, la última publicación de Cynthia Rimsky, surge del mismo momento histórico de Colonos (la línea del tren construida durante el intento de modernización de Balmaceda por donde, tres generaciones más tarde, volverá un ingenuo salvador de los pueblos abandonados). Si Ramal sugiere un atisbo de sabiduría y bondad tras la figura del hijo de este ridículo salvador, en Colonos no parece haber más residuo que la violencia rotativa y la desesperanza, seguida de la legalización de esa violencia. Marcelo Mellado, otro escritor de pueblos abandonados, situó su próxima novela en otro momento histórico balmacedista: la Batalla de Placilla. Ese intento de volver a la enigmática figura de Balmaceda oculta un sentido urgente, tal vez por los niveles de violencia encubierta – y ya no tanto – en la que aún vivimos sin saber comprender: la violencia de no tener alternativas de vida. Desde propuestas muy distintas que van del escepticismo al humor, y de la diatriba a la desesperanza, las escrituras de Rimsky, Mellado y Sanhueza parecen apuntar, o al menos, provenir, de incomodidades comunes. De violencias comunes.
En un pasaje increíble de 2666 el mismo Bolaño que parecemos haber olvidado propone al padre de la patria, Bernardo O´Higgins, como el resultado de una violación. La crítica más dura tras las palabras del director de una infame academia de la lengua mapuche, vela la intención de plantear a ese pueblo como antecedente de la Grecia clásica mediante un juego perverso de eugenesia que plantea a la “raza chilena” como una construcción mestiza. La imagen de un Ambrosio O´Higgins arriba de un caballo y adoptando la ceremonia del rapto como eufemismo de una violación, agarrando a una mapuche Isabel Riquelme, parece una imagen sacada de Colonos.
Esos son los sitios de los cuales escribe Sanhueza en Colonos. Llama la atención un nombre que en el transcurso del texto pasa de nombre común a nombre propio: de trizano a Trizano. Una calle de Temuco lleva ese nombre. ¿Quién era Trizano? ¿Qué hizo para que una calle de la capital de la novena región lleve su nombre además de cazar indígenas? O mejor, ¿por qué hoy existe un grupo fascista que firma sus comunicados con Comando Trizano, persiguiendo y amenazando comunidades mapuche? ¿Cómo es posible que utilicen plataformas como periódicos de la zona para formular amenazas públicas? ¿Ha cambiado verdaderamente ese fondo de nuestra identidad o es que el capitalismo extremo simplemente la ha traducido y reconfigurado? ¿Entre La negra Ester e Informe Tapia, entre el comienzo de los gobiernos concertacionistas y la violencia de Estado actual existió la construcción de un proceso democrático real, más allá de las canciones de Manuel García, la buena onda y un uso medio irreal del espacio público? ¿Dejamos, verdaderamente, de vivir algún momento en un espacio lleno de una violencia no tan lejana a la que representa Sanhueza en Colonos?
De estas múltiples maneras Sanhueza construye un texto como se construye la mejor literatura: de la que se entra y sale: de la literatura a las realidades, de la prosa al verso, del pasado al presente, y con seguridad al futuro. Esas historias, esos rumores que la supuesta modernización feudalista de Chile se ha ido llevando reaparecen en las voces de los colonos como el horror silente al ver una casa abandonada en la ruta, camino del campo, al interior. Esas voces, esas historias, son las mismas que gente como mi madre ha querido olvidar por dolorosas, hechas de barro, violencia física, psicológica, sexual; pies descalzos, intemperie, frío, hambre, distancia y miedo. Esa miseria cíclica y su rumor que hoy nos tiene paralizados se cierne tan inexplicable como el poema Máscaras, y es rostro y forma: Huir del sentido para encontrarlo, / ponerse una máscara tras otra probar / todas las combinaciones: eso nunca / lo aprendieron los colonos / y siguieron siendo lo que eran. / Una máscara sobre otra máscara / hasta dar con el rostro, era obvio, / pero no: ellos creían que el tiempo / se adaptaba a los sujetos. Sin embargo, / cuando el cuerpo de Ricardo Zúñiga / apareció reventado a piedra y cuchillo, / con la cara en carne viva, desollada / cuidadosamente, con precisión, / más de alguien se quedó mudo / y sin comprender todavía por qué / se cubrió la cara con las manos.
Quizá esas ganas de llorar, leyendo sentado fuera del metro Etiopía, fueran un síntoma de ver caer una de esas máscaras. Del cansancio de las máscaras. De un país que cada setenta años parece necesitar matar a tres mil personas y callar en complicidad. Todos sabemos que lo irresuelto vuelve siempre por nosotros y perder la lengua es perder la realidad y todo lo que sabemos de ella. Esa carencia y su falta de comunidad es la que afila la voz de Charles Girardet como una conclusión acorralada, hacia el final de Colonos: Esa ha sido mi familia, pero si fuera poca la diversión / mírenme a mí: con ochenta y cinco años a cuestas / llegaré a ver el nuevo siglo sin nadie a quien decir: / Oh, tantos años, y cómo, y cuándo, y para qué.
La simpática crítica chilena ha insistido en vincular Colonos a la idea de far west. El mismo concepto editorial no ha escatimado en pistolas en la portada. Y, probablemente, la antiquísima práctica veloz de escribir críticas apuradas leyendo portadas y contraportadas haya incidido en lo que en la universidad llamaban por “sobredeterminación semántica”. Más allá de exponer el gran problema que tenemos al intentar pensarnos en términos críticos, todo esto no resta absolutamente nada al valor de Colonos. Tal vez se haya confundido el far west con la Antología de Spoon River, otra vez de moda en los muros de facebook y twitter de muchos escritores chilenos.
En el último día de este año agitado y cada cierto tiempo, el movimiento de la cortina deja ver el mar azul del pacífico. No es el mar de Chile, el mar que comparten los chilenos y tranquilo los baña, y eso, en cierta medida, da una calma inquieta que no puedo definir. Mi abuela se crió en el campo, cada año dice que se va a morir y nunca muere.
Oaxaca, 31 de diciembre, 2011