…en el principio el arte fue mujer.

Louis Pauwels

Se podrá decir, en una instancia previa, que el trato hacia la mujer en la narrativa bolañiana, responde a un estado crítico, espacial, hasta sesgado. Pero a poco andar, estas disyuntivas van quedando esclarecidas. Se trata, ciertamente, de una relación de pares, o, más bien dicho, de una relación equiparada: en cuanto a relevancia e interés; incluso en cuanto a las maneras y representaciones del vivir social. Es cierto que la mayoría de los protagonistas son de género masculino (Amuleto vendría siendo una escuálida excepción), pero más allá de buscar equiparidades obligadas, mi visión es la de un espectador vacío, informado ahora sobre el justo impávido y destino de las cosas.

Arturo Belano, Ulises Lima y Juan García Madero, son, a las claras, los ejes narrativo-sintomáticos de la obra cumbre de Bolaño; a qué negarlo (lo uno y lo otro). También es cierto que uno narra y los otros encadenan viajes y poemas, más allá, incluso, del imaginario colectivo, más aún al llegar a la inquietante Villaviciosa, una especie de Machine-Bolaño, lugar fantasmagórico, cruel y terminal, en donde el tiempo queda y queda, mientras los amigos desenfundan y se alejan, imprecándose, corroyéndose entre todos… Lupe observa, sostenida entre los brazos de Madero. Lupe es perseguida. Lupe y el grupo escapan del perseguidor. En alguna forma, sinérgica y copulativa, Lupe también impulsa, mientras, desde el otro lado, Cesárea Tinajero atrae. Porque si bien Lima y Belano están obsesionados con la poetisa oscura y trenzas largas, ellos forman parte del enigma en movimiento, esta vez como sabedores, o conocedores, de que transportan algo más que un frío espíritu en el portaequipajes.

Cesárea está instalada en el desierto, su reino por esencia, vasto y yermo; y los llama a gritos, aunque en esto sea más discreta que las piedras. Digamos que los llama porque ellos sienten el llamado, o algo así; siendo cautos, respetuosos del secreto. Lupe los acompaña por casualidad, por causalidad, a veces por ambas, otras por ninguna.

Atrás han quedado María Font y su hermana Angélica: amantes, poetas, brillantes; mujeres deseosas y deseables. Mujeres extasiadas por el vino, la carnalidad y la poesía. Mujeres que disfrutan, corren, juergan y se bienentienden con quien cruce su camino. Todo en el marco lógico y del buen gusto, por cierto. Así es como Madero se enamora de una, se desencanta, la otra se enamora de este, del otro, del de más allá, el otro se regresa, etc. Hay sombras que hacen el amor en la ventana. Gemidos, sonidos, susurros de piel morena y blanca, transpirada en sudor amable y repentino.

El D.F. muestra el lado eufórico de la mujer. Por esto Cesárea –reflexión, origen, pensamiento, om– allá, en la gran ciudad, es sólo una presencia, una sombra cruzando por la calle, un poema dicho en la ebriedad del alba, una conversación, un libro, una referencia, apenas una mancha que se olvida lentamente. Las demás son parte de la euforia, o casi; Lupe enamorada y entrecrucijada por su macho-jefe. Brígida que ofrece güagüis en la habitación del fondo de aquel bar. Las hermanas Font, que enamoran desde la prestancia y la belleza, y, por supuesto, Auxilio –a mitad de camino entre el destierro, la transparencia y la inacción-, que quedó encerrada al interior de un baño, y que piensa, reflexiona, recuerda y se enamora a medias porque teme a los rechazos. Personaje recortado con tijera gruesa es la mamá de Angélica y María (como no recordar acá, aunque sea gratuitamente, a Angélica María, la “novia de México”), mujer tendiente a la innobleza, pizpireta y poco leal. No comprende a su marido medio loco, y, por demás está decirlo, tampoco demasiado a sus hermosas hijas; mucho menos a los amigos de estas y nada a Tinajero o lo que ella signifique.

Cesárea Tinajero es la que encarna el tiempo en su completitud. Ella es la que arrastra el ávido pasado, con el viaje y búsqueda y posterior encuentro. Todo gira en torno a ella, verdadero espíritu viviente, vibrante, que permite el avance o detención de cuanto le rodea. A través de hechizos y conjuros, quema versos junto al fuego y reivindica los misterios de una secta que la sigue y la venera: un par de peliagudos post-adolescentes, que se hacen nominar –desde lo alto- como detectives. Muchachos que la han atisbado desde el horizonte, allá lejos, rodeados de mujeres pulcras, enérgicas y luminosas, la mayoría.

El D.F. queda atrás entre mujeres. Una mujer sirve de nexo o hilo de plata; una prostituta enamorada, Lupe. Una mujer –también diosa, profetisa, oráculo- los recibe en el desierto, en el lugar propicio de la nada, en donde nace o muere el núcleo y la raíz de todo arte que se precie. Cesárea, majestuosa en su sabiduría, madre superiora que administra, inconscientemente, aquel imperio que congrega a los real visceralistas, a los poetas y artistas, a los que leemos a Bolaño –la secta, sin duda, evade algunos límites de la ficción-. Se trata de un imperio en la penumbra, amable, donde se reúnen escritores, ebrios y guerreros. Un imperio apenas perceptible, sin embargo estático y basal, tan seguro como un avestruz corriendo sobre un campo minado. Tan peligroso como el agua quieta de un estanque, una noche de verano.

Es así, una misión secreta –que conocemos todos, más o menos- la que prefigura este homenaje. Una mujer, la madre, la matriz que libera y glorifica el arte en un poema críptico. Simiente y matriz que concibe y cobija antes de parir, sin más ayuda que un artificio tan cercano y natural como es la poesía -tal vez por eso no la escribe, sino que la representa, una especie de Altamira postmoderna-. Poesía original, sin más retoque que el registro. Una mujer que vela aquella puerta… Una mujer reúne, dispersa y significa a esos entrañables y salvajes detectives. Nada más, y nada menos.