En ese tiempo recibí la visita de Javier, un viejo amigo que no había visto hacía mucho. Vivía atrapado en el desenfreno de los delirantes Madriles, y su visita no hizo más que exacerbar la manía urbana. Decidimos hacernos un homenaje. A pesar del prohibicionismo que cundía, aún permanecían bajo tierra un par de smart shops en la zona de Malasaña. Desde Luisa Fernanda 20 hasta allí sería una media hora de paseo. Entonces, nos preparamos un “aventón” enrolando cónico unos cogollos de esa deliciosa white widow que me quedaba, con aderezo de chocolate marroquí.
Caía por un tubo negro implacablemente jaloneado por esa red de púas que se había incrustado en mi cráneo.
Entre recuerdos y entusiasmo, el tiempo se nos pasó volando cuando ya estábamos ante una vitrina repleta de promisorias psicodelias. Recolectamos: algunas píldoras de colores a base de guaraná, ayahuasca y la novedad de ese momento, que motiva este breve relato subjetivo: salvia divinorum. Había de dos variedades de “5 x” y de “10 x”. Elegimos, naturalmente, 2 x de “10 x” bolsitas, cada una de unos 2 ó 3 gramos, y con la apariencia del pasto seco de hojaio, aunque más opaca y saturada al verde. A pesar de que confiamos en las recomendaciones del flaco marciano, nos quedamos con un dejo de suspicacia en relación a los poderes psicotrópicos de la salvia, que era de fumar. El espíritu deportivo nos convenció.
A la vuelta nos esperaba Silvia, mi compañera de piso y, a la sazón, recién estrenada novia de mi recién estrenado huésped. Como no teníamos papelillo ni en qué fumarla, improvisamos una pipa con una lata de cerveza. Me concedieron la primera calada y preparé una carga. La consistencia seca de la salvia todavía nos inclinaba a subestimarla. Pero qué más daba: ¡a fumar! Di una profunda calada, aguanté el humo y expiré. Silvia y Javier me miraban con expectación; antes de probar la salvia querían ver “qué pasaba”. Yo también me quedé expectante… No pasaba nada.
No alcancé a decir “nos cagaron” cuando repentinamente todo el universo colapsó. Sentí como si una malla de alambre púas hubiese atrapado mi encéfalo y lo arrastrara hacia otras coordenadas gravitatorias. Y comencé a caer, conceptualmente, hacia abajo, sensorialmente, hacia la izquierda y el horizonte. Caía por un tubo negro implacablemente jaloneado por esa red de púas que se había incrustado en mi cráneo. Comencé a gritar de desesperación, pero sabía ciertamente que mis compañeros no me podían escuchar, porque había perdido la capacidad fonética, que se había anudado en el centro de mi estómago. Silvia y Javier se alejaban inevitablemente del foco de mi conciencia. Sordamente gritando caía y me arrastraba por el piso, arrullado y abrazándolo para evitar seguir cayendo. También perdí la capacidad vegetativa: tenía todo el cuerpo esclerotizado. El tiempo se había detenido y había perdido su normal espesor. Pocas veces sentí angustia tan atroz.
Cuando empecé a recuperar las categorías espaciales y temporales comprendí que sólo habían pasado unos pocos minutos. Mientras me incorporaba pude ver las caras de estupefacción de Silvia y Javier. No atinaban a reaccionar ante mis absurdas contorsiones. En eso, y ya seguro de la tierra que pisaba, me sobrevino una segunda reacción fisiológica y una súbita conciencia de la macabra broma que me había jugado el espíritu de la droga (¿acaso por haber desconfiado de su potencia?). Roja, la cabeza, se me hinchó como pelota. Ahora caía por un tobogán de hilaridad. El demonio de la salvia me poseía y estuve cerca de veinte minutos atacado de risa. A esas alturas mis amigos ya habían fumado y bajaban por el mismo tobogán. ¡Vaya hostia!