Nicolás Ferraro
Nació el 30 de mayo de 1921, en Pampa Unión, hoy uno de los llamados “pueblos fantasmas” del norte de Chile. Se tituló de profesor de matemáticas y de arquitecto, profesiones que ejerció alternativamente durante toda su vida.
Publicó la novela “Terral” (1959), el libro de poemas “Sed por dentro” (1959), y su magnífica colección de cuentos “Inmóvil Océano” (1965), que obtuvo diversos premios, entre ellos el de la Sociedad de Escritores de Chile y el de la Universidad de Chile.
La materia de su obra está compuesta por el norte chileno, con sus pueblos muertos, con su emigración por el hambre o la necesidad. Ese viejo desierto, donde la gente es toda sobreviviente de un naufragio, posterior al fulgor económico que significó la época de esplendor del salitre. Ese aire caliente, soportado gracias al océano cercano, a los piques subterráneos y al alcohol, temas recurrentes en la obra de Ferraro.
Según el crítico Jaime Concha, en Ferraro hay más que un “dibujo de personajes singulares. También hay un sentido de comunidad que actualiza antiguas convivencias aldeanas”.
“Visita de estilo” debe ser el cuento chileno con mayor presencia de alcohol y bebedores excesivos de alcohol. Por eso está acá.
Visita de Estilo
Álamo, el subdelegado, estrechó la mano de Guillermo:
-Confía en nosotros, muchacho- le dijo-. No volveremos sin traerte la promesa del viejo Parra. Elisa será tu esposa en septiembre. Puedes contar con el subdelegado Álamo. ¿Te queda algo de ese pisco que nos diste?
-Sí, sí, algo me queda -dijo Guillermo-. Pero preferiría que no bebieran tanto.
Sirvió, sin embargo, tres vasos con una mano que temblaba. ¡Qué barbaridad! Derramar un pisco tan bueno.
-Convendría apurarse -dijo Guillermo-. Los Parra comienzan a emborracharse a las cinco y ya son más de las cuatro.
-Hay tiempo todavía -respiré.
Guillermo me miró, moviendo la cabeza negativamente.
-No sabes llevar una buena chaqueta. Además te está grande.
Suspirando sacó una mota de polvo imaginario de la reluciente solapa.
-Tienes que cuidarla mucho. Pedrín, por Dios -suplicó-. Ésta será la chaqueta de mi traje de bodas.
-No te preocupes, Guillermo. Estás en buenas manos. Tienes un excelente par de padrinos.
-Amén -dijo Guillermo.
Siempre he sentido un especial afecto por él. Su cara redonda y lampiña de querubín me conmueve.
-No te preocupes -repetí-. Si nos es posible traeremos la mano de la novia con nosotros, y el resto de la novia envuelta en tu chaqueta.
-Ja, ja -rió nerviosamente el querubín-. Ja, ja.
Pero no demostraba la menor alegría. Le extendí la mano.
-Volveremos -le dije. -Estaré esperándoles aquí mismo. Vuelvan pronto. Con buenas o malas nuevas, pero vuelvan pronto, por favor.
-No podrías haber elegido mejores padrinos -dijo Álamo-. Espera tranquilo.
-Por favor, no tarden.
-Está bien, está bien -dijo molesto.
Abrió la puerta y se coló por ella el viento de la tarde. Un viento arisco que lamía, aullando, las planchas de cinc de los tejados. El sol, como siempre, era una amarilla, inclemente, espesa bola de fuego, flotando sobre un océano de arena calcinada.-Vuelvan pronto, por favor -suplicó Guillermo por última vez.
Movimos las cabezas en señal de asentimiento. Nosotros también deseábamos regresar pronto. Y en lo posible, intactos. El pisco no había sido todo lo abundante que hubiésemos querido. Ir a casa de los Parra a pedir la mano de Elisa, y para Guillermo de todos los hombres de Pampa Unión, nos parecía un disparate. El calor, el pisco y el miedo nos humedecían el rostro y las manos.
-Necesito con urgencia otro vasito de pisco -me dijo Álamo con una voz muy delgada-. ¿Y si pasáramos al bar de Hoja para vaciar una botella? -se relamió- ¡Un par de vasitos, Pedro!
-No, no, subdelegado. La chaqueta que me prestó Guillermo no está hecha para ir al hotel de Hoja. Se llenaría de grasa. A decir verdad, de llenará de grasa, si paso a un kilómetro o menos del bar. ¿Cómo podría entrar con ella encima?
-Crees tú que no podemos pasar por el bar? Me haría bien otro vasito de pisco. Me haría un bien enorme. No te lo imaginas.
-Me lo imagino. Yo también necesito otro trago. Pero Guillermo nos espera y los Parra…
La calles estaba vacías. Los aleros de caña eran una pobre protección contra el sol de las cuatro. A lo lejos se levantaban, contra un horizonte de tierra y viento, las columnas de las oficinas salitreras: «Anita», «Ossa», «Pinto», «Prat», «Cecilia», «Ausonia», «María», Vergara», «Los Dones».
Caminábamos lentamente, levantando pequeñas nubes de polvo gris que giraban, enloquecidas, en el aire.
-Me habría gustado beber otro vasito de pisco. Me habría hecho un bien enorme. Mejor que cualquier otra cosa en el mundo -reiteró Álamo.
-A mí también -suspiré yo.
Pero el subdelegado estaba golpeando ya la puerta de la casa de los Parra. Sentía las espaldas mojadas y calientes; las manos mojadas; la boca seca, áspera, amarga. Esperar allí, temblando un poco, vestido con una ropa ancha y ajena, no era simpático. Ni bueno. El sol caía a chorros sobre nuestros trajes oscuros, tristes, solemnes, convirtiéndolos en hornos de fundición.
-Nadie viene -dijo Álamo miserablemente, con ganas de tomar las de Villadiego-. Vamos Pedrín. No deben estar en casa.
Golpée la puerta con los puños. Tenía más ganas de seguir la recomendación del subdelegado y de ir al hotel de Hoja a examinar con curiosidad y sed el fondo de algunas botellas que de entrar. Pero oímos pasos en el interior. Álamo se sacó el sombrero redondo y negro.
-Vienen -dijo.
El viejo Parra abrió la puerta y nos examinó con imparcial curiosidad. Luego prorrumpió en carcajadas y gritó hacia el fondo de la casa:
-¡Eh! ¿Juaaan! ¡Luchooo! ¡Jaa! ¡Jaaa, jaaa, jaaa, jaaa! ¡Ven… vengan corriendo, a… a… animales del de…. demonio! ¡Juaaa!
Se oyeron pasos apresurados en el corredor. El subdelegado había apoyado su sombrero reluciente contra al pectoral izquierdo. Se mantenía erguido y la expresión de su rostro flaco, enteco, entre asombrada y ofendida, llamaba más a la seriedad que a la risa. Me examiné. Tampoco había nada en mí que pudiera causar la reacción del viejo Parra. No a la simple vista, por lo menos.
Sin embargo, cuando los hijos del viejo se aproximaron a nosotros y una vez que nos hubieron examinado detenidamente, comenzaron también a reír, golpeándose las rodillas con sus manazas cubiertas de vello oscuro.
-¡Está bueno! ¡Está bueno! -gemían en medio de gigantescos temblores que sacudían sus corpachones de toro- ¡Está bueno, buenísimo!
Álamo se atornilló el sombrero en el cráneo pelado.
-Vamos, Pedro -me dijo-. Vamos al hotel del viejo Hoja. Nos recibirán con menos alegría, pero con más gentileza.
-¡No, no se vayan! ¡Por ningún motivo! ¡Perdóname, Álamo, la pucha! -jadeó el viejo, tratando de contener la alegría que hacía subir y bajar su vientre redondo y que rezumaba de sus ojillos- ¡A callar, ustedes!
Se callaron los hermanos instantáneamente. Pero las carcajadas les subían desde los zapatones hasta las pesadas cabezas, sacudiéndolos, convulsionándolos, estremeciéndolos, conmoviéndolos. Tenían que morder los pañuelos para evitar que les brotaran como torrentes.
-Pasa, subdelegado. Estás en tu casa. Adelante, Pedrín. Gusto de verlos por acá.
-Con tu permiso -dijo Álamo, escurriéndose hacia el interior.
Atravesamos el jardín muy erguidos. Álamo y yo, oyendo los cuchicheos y las risas contenidas de los Parra.
Cuando llegamos a una pequeña galería que hacía las veces de salón, y nos sentamos, el viejo Parra envió a sus hijos a buscar vino, y nos miró rectamente a los ojos:
-¿Van de viaje, ustedes?
-Sí, sí -dijo Álamo apresuradamente a mentir.
-¿Y eso? -preguntó otra vez el viejo Parra, indicando con un dedo del tamaño de un jamón a nuestra ropas- Se les llenarán de tierra los disfraces. -No son disfraces, Parra -dijo Álamo-. Son tenidas de etiqueta. Por lo demás viajaremos en tren.
-Pero tren no hay hasta mañana -respondió el viejo con suspicacia-. El tren pasa a las dos y ya son casi las cinco.
-Viajaremos mañana.
Álamo estaba ofendido. Se movía en su silla como si se hubiese vuelto, de pronto, un Álamo de azogue.
¿Y si se visten hoy para viajar mañana?
El viejo Álamo se rascó la cabeza, confundido. Me tocaba poner las cosas en su verdadero lugar.
-No viajamos, Parra -dije limpiándome la transpiración con el pañuelo-. Álamo bromea. No viajamos ni hoy ni mañana.
Tenía la boca seca; la lengua dura; el pulso agitado; la respiración entrecortada. En la galería el calor parecía ser más intenso que en la calle.
-¿Y viene a verme, a mí, con esas ropas?
-No, no -dijo -Álamo-. No.
-Sí -dije yo con firmeza.
Me estaba aburriendo con estos preliminares blanduchos de Álamo.
-No -repitió Álamo.
-Sí, sí -dije mirando al subdelegado con malevolencia-. Venimos por encargo de…
Pero entonces llegaron los hijos del viejo, cargando vasos y algunas botellas de vino.
-¿Cómo estás, Pedro? -me preguntó Juan, el mayor, mientras descorchaba con los dientes un par de botellas-. Se te ve poco. ¿Siempre trabajas para el puerco de Antonio Robles?
-Hasta que no encuentre otra cosa…
-Pierdes el tiempo. Ese Antonio es un usurero de profesión y un avaro sin alma. Una verdadera ave de rapiña. Siempre he tenido unas ganas tremendas de desnucarlo -dijo el menor.
-Decían que está muy enfermo -aseguró Juan.
-No, qué se van a enfermar…
Nos enterrará todos. Es muy firme Antonio.
Tiene carne seca y dura y sana de buitre debajo del pellejo. Nos enterrará a todos.
-Si no lo desnuco primero.
Bebimos. Una maravilla de vino blanco. Frío, límpido, puro.
El viejo Parra preguntó por los trabajos que se hacían para embellecer la plaza. La única plaza. Se quejó por la falta de riego en las aceras.
-Mandaré regar, Parra; mandaré regar -ofreció Álamo a toda prisa.
Juan llenó los vasos vacíos.
¿No eras radical tú, Álamo? -inquirió el viejo- ¿Cómo te has mantenido de subdelegado?
-Hum. Aha. Yo creo…
-¡Son unas malas bestias los radicales! -dijo el mayor- Unos majaderos comefrailes, agitadores y lamebotas. Comefrailes de moledera.
-Es que la doctrina…
– Me c… en los radicales y en sus doctrinas -gruñó el viejo.
-Son incapaces. Arribistas. Todos unos borrachos -dijo con severidad de abstemio el menor, mientras bebía-. Me gustaría golpear el traste de unos tres o cuatro radicales.
-Hmmm. Sí. Brrmmzxw -dijo el subdelegado entre dientes.
-¡Pero si tú eras radical, Álamo! ¡Fue por eso que te nombraron subdelegado! ¡Ahora recuerdo bien! Porque dedos para el piano…
-Solía ser radical, pero me aburrí de la política -dijo Álamo con tanta cautela como insinceridad.
.Ya no serás delegado, entonces, el próximo año.
-Seguramente no lo seré -dijo Álamo estoicamente-. Por lo demás el cargo tiene muchos bemoles
-Pero se holgazanea duro como subdelegado -dice el mayor riendo-. A ti, Pedrín, ¿te gustan los radicales?
-No.
-¿Ves, Álamo? A nadie en el mundo le gustan los radicales. Sólo a los mismos radicales.
Por las amplias ventanas de la galería veíamos bailar el polvo de la pampa. Al compás del violín desafinado del viento. El aire tenía el aspecto que toma el agua cuando tiene azúcar en disolución. Nos estábamos todos calcinando lentamente. Los hombres y la pampa. Nos íbamos resecando por fuera y por dentro, sin saberlo, acaso.
El viento se agitaba entre los muros de barro. Gruñía y se arrojaba contra los vidrios, o sonaba su triste cuerno de caza entre los hilos del teléfono. Gritaba el maldito, sujeto por los brazos verdes de los pimientos. Llamaba. Lanzaba piedrecillas contra la puerta. Vociferaba sin tino, muriéndose él también de sal, de sed, de soledad.
Mi pañuelo estaba empapado, y por mi rostro, sin embargo, rodaban las gotas salobres de sudor.
-¿Por qué no te quitas ese adefesio de chaqueta? -me preguntó el viejo Parra.
Él estaba en mangas de camisa, enseñando su torso lleno de arañas velludas.
-¿No quieren sacarse esas chaquetas hediondas? -preguntó Juan, el mayor.
-Bueno, bueno -dijo Álamo aliviado.
También se sacó el chaleco de fantasía.
Encendimos cigarrillos y bebimos algo más.
-Vayan a buscar un poco de hielo picado para ponerle al vino -dijo Parra el viejo-. Este vino se entibió.
-Ve tú, Lucho -dijo el mayor.
Cuando Lucho regresó, ya habíamos vaciado otras tres botellas y media de vino blanco. Creo que no estaba tibio.
-Nadie nos visita nunca -dijo el viejo Parra-. Tenemos que echar la casa por la ventana para celebrarlos.
-Sólo Guillermo viene a veces -se quejó el mayor-. Creo que viene por Elisa. Pero si los sorprendo juntos le romperé el alma al tal Guillermo. Le romperé los huesos y el hígado, como que hay Dios…
-Guillermo es un buen muchacho -dije-. Precisamente ahora veníamos a pedirles, como favor especial…
-¿Bueno? -gimió el menor abrumado por el peso horrible del adjetivo. Estaba triste y desconsolado- No hablemos más de él. También yo le romperé el alma. Me debe el herrado de tres mulas. Me las trajo una mañana tempranito, casi al alba. «Vamos, Lucho, ponle herraduras a estas condenadas mulas. O no podré repartir el pan». Lo hice. «Te pagaré esta misma tarde», me dijo. «Está bien», le dije yo. «Es poca cosa. Te pagaré esta tarde. Esta misma tarde, sin falta, sin falta. Ya verás». «No importa», le dije yo, «cuando tú digas». «Entonces te digo que esta misma tarde». Pero todavía no veo ni la sombra del dinero. Tramposo y tan lleno de pretensiones el condenado. Se cree inteligente y no es más que un saco de trampas y un estúpido. Se cree elegante y no es nada más que un vanidoso. Hay que romperle la cara con un fierro.
-Hablando de eso -dijo Álamo-, precisamente esta tarde lo encontramos. Nos pidió que le pagáramos las herraduras y el trabajo. Se lamentó amargamente de haber sido tan descuidado. «Con lo que aprecio a los Parra!, me dijo, «y habérseme olvidado de esa deuda», «¿Cuánto es?
-Seis pesos -dijo el menor estirando la mano.
Álamo le alcanzó los seis pesos. El menor los guardó en el tobillo derecho del pantalón.
-Aún he de romperle los huesos, si lo sorprendo con la Elisa.
-Tiene buenas intenciones. Tiene muy buenas intenciones -dije, sabiendo que defendía una causa perdida.
-¿Cómo lo puedes saber tú? Tú no tienes hermanas. Guillermo ha corrido detrás de todas las muchachas del pueblo, como caballo en celo. Las embauca con palabras bonitas y por la noche va a la cama de la sorda Luisa, la casada con Eleuterio, el que reparte el agua. Guillermo es un mal bicho, Pedro. No te fíes de él. Hay que romperle el alma.
¡Qué de sorpresas! Con su cara de querubín no lo creía capaz de correr detrás de ninguna mujer con el permiso para el matrimonio en la mano. ¡Y en negocios poco santos con las sorda Luisa!
-¡Qué los piojos se coman al tal Guillermo! -dijo Juan.
Amén -pensé.
-No me fío de él -dijo el subdelegado vaciando su vaso y volviéndolo a llenar-. No mucho, por lo menos. Y tú, Pedro, ¿te fías de Guillermo?
-Sí -dije yo vaciando mi vaso-. Es un muchacho digno de confianza. Precisamente esta tarde hablábamos con él. Nos encargó que nos tomáramos la molestia de solicitar a usted, señor Parra, que le hiciera el honor…
-¿Qué sabe él de honor? -preguntó el viejo- Como que hay Dios que le retorceremos la porquería de pescuezo uno de estos días.
Yo recordé entonces, con un estremecimiento de pavor, a Jacinto Lau. Jacinto estuvo tres meses en el hospital de Antofagasta. Tuvo la ocurrencia de vender a los Parra cuatro kilos de carne pesados en la balanza para el público. Los Parra le habían pagado cuatro, pero recibieron, como es natural, sólo tres kilos y medio. El menor de los Parra casi los mata. Ésa es historia clásica en Pampa Unión.
Estuve a punto de volverme a casa de Guillermo. Donde nos estaba esperando, comiéndose las uñas, a decirle que nuestra gestión había fracasado. Pero el menor golpeó la mesa con su durísima y peluda pata de oso.
-¡No se hable más de Guillermo! -dijo-. Bebamos por nuestras visitas.
Vete a la herrería a concluir la reja de los Taborga. Después te lavas bien el hocico y vuelves.
-No quiero. ¿No ves que tenemos visitas?
-Obedece a tu querido padre, Lucho -dijo Juan, el mayor.
-¡No se hable tampoco más de la reja de los Taborga! ¡Estamos comenzando una fiesta! No me perdería un minuto de ella por nada en el mundo.
La pata de oso esta vez hizo saltar las botellas y derramó un vaso. Algunas gotas cayeron sobre la chaqueta de Guillermo. Pero no me impactaba mucho ya la chaqueta de Guillermo. A ser franco, hasta Guillermo estaba comenzando a importarme poco.
El viejo Parra se levantó con dignidad. Agitó un puño del tamaño de un yunque ante las narices de su Benjamín.
-Esos no son los modales que te he predicado tanto, Luchito. Le has manchado el disfraz a Pedrín. Anda a concluir esa reja. Si quieres volver a sentarte entre nosotros tienes que aprender a comportarte como un caballero.
-Me c… en la reja y en los caballeros -dijo Lucho.
El puño del viejo se hundió hasta la muñeca en el vientre del muchacho. El menor se dobló en dos, pálido y sudoroso.
-¿Quieres más? -preguntó el mayor.
-Iré a ver esa reja, maldita sea. Ya me la pagarás, viejo c…
Salió volcando sillas y blasfemando.
El viejo Parra gruñó, frotándose los nudillos. Su cara peluda y fea se cubrió con un manto de melancolía y de un vago asombro.
-Es difícil educar a los hijos -suspiró finalmente.
El subdelegado estaba rígido en su silla. Gotitas de transpiración le perlaban el bigote y la frente. Casi se las podía ver apareciendo una a una sobre la piel, si uno prestaba atención:
-Volviendo a lo nuestro -dije con timidez-, y para concretar. Nosotros veníamos…
-Bebamos primero -propuso Juan-. El incidente ya pasó. Lucho es muy impulsivo. ¿Recuerdan ustedes a Jacinto Lau? Quería colgarlo de los ganchos esos, de la carnicería. Como si fuera un novillo. Y abrirlo después en canal.
-Tuvimos que golpearlo con el hacha para que lo dejara -dijo Parra reminiscente-. No puedo imaginar un muchacho más difícil.
Una delgada tela de preocupación dio características casi humanas a su rostro de orangután.
El vino estaba fresco y llenamos los vasos para volverlos a vaciar. El mayor sirvió otra vez generosamente. Pronto hubo de salir a buscar otras botellas. El menor golpeaba con energía y violencia sobre el yunque.
-¿De modo que viajarán? -preguntó el viejo.
-No, no. El subdelegado es un bromista. La verdad es que veníamos por encargo de…
El viejo soltó un terno. Su vaso estaba vacío. Tomó el del menor y lo vació.
-¡Luchooo! ¿No llegarás nunca con ese maldito vino?
-¡Ya voy! -gritó el mayor desde el comedor.
En efecto, vino pronto. Dejó las botellas frescas sobre la mesa y alineó las vacías contra la pared.
-Para el cumpleaños de Elisa -recordó Juan-, nos tomamos setenta y seis botellas. Y treinta de pisco. ¿Te acuerdas, viejo? Dos días después buscando un caño de pulgada y media, encontramos a Lucho durmiendo aún.
-¡Ésa sí que fue borrachera! -comentó el viejo. Sus ojillos brillantes de cerdo se llenaron de malicia-. Una borrachera impresionante, la pura. ¿Te acuerdas de la viuda?
-¿Y cómo no! -dijo Juan.
-Hasta ahora hemos vaciado doce apenas -dijo el viejo suspirando. Su voz era nostálgica-. Y ahora también somos cuatro.
Cuando el menor concluyó la reja de los Taborga y apagó la fragua y se lavó, el número de botellas vacías se había triplicado. Lucho entró humildemente. Se sentó al borde de la silla y se bebió dos vasos casi sin respirar. Luego, al advertir el aspecto triste y reprochador del viejo pidió excusas y nos sirvió a todos.
-Salud, pues, -dijo sin rencor.
Dos horas más tarde el viejo y Álamo improvisaron una danza. Obscurecía. Por las ventanas abiertas se veía discurrir la noche sobre la agonía crepuscular. El viejo Parra se había sacado la camisa.
-¡Toca más fuerte, muchacho! -gritó a Juan.
Bailaban una extraña mezcla de vals y pavana.
Juan arañaba la guitarra con entusiasmo.
Tomé al menor por el hombro.
-Tu padre dices que eres muy impulsivo. Pero yo creo, y lo diré en todas partes, que tú eres el mejor de los grandes Parra.
Al hombrón se le enrojecieron las mejillas de placer.
-No soy malo. Algo blando de estómago, todavía.
-Eres el mejor de los Parra. Y los Parra son siempre los mejores hombres que pisan la pampa.
-Tú eres inteligente -dijo el menor-. Siempre hablamos de ti. Eres inteligente. Yo tengo fuerza, per tú tienes cabeza. Cuando seas presidente y necesites el auxilio de tres hombres fuertes, ya sabes a quiénes acudir.
-Gracias, pro no seré presidente.
-Pero regidor serás. Y de los buenos. Acuérdate de mí.
-Si alguna vez llego a ser regidor, tú serás el Ministro de Guerra de mi Gabinete.
-No embromes -me dijo, ruborizándose-. Pero me gustaría ser portero. De esos que usan trajes con galones. Me vería guapo con uno de esos uniformes.
-Tú eres el mejor de los Parra -repetí-. ¿Cómo vas a ser portero?
Sentía que entre el menor de los Parra y yo se creaban lazos de amistad firmes e indestructibles. Me enternecía frente a su cara de mono joven. Le palmotée afectuosamente las espaldas.
El mayor dejó la guitarra. Se frotó las manos con un pañuelo de seda verde. Llenó los vasos y sonrió sin motivos.
-Se pone buena la fiesta, ¿verdad? Si seguimos juntos tomando como hasta ahora pasaremos de las cien botellas, así como vamos. Mejor que para el cumpleaños de Elisa. Buena idea la de ustedes, de visitarnos. ¿Cómo se les ocurrió una idea tan espléndida? ¿Cuándo pensaron en ello?
-Venimos de parte de …
-Me c… en mi tía. Da gusto ver al subdelegado tan contento.
-Fue Gui…
-Me c… en mi tía. Mi viejo es el carajo más grande la pampa. Y hay hartos carajos en la pampa.
Inútil. No parecía el momento adecuado para explicar las intenciones de Guillermo. La naturaleza de nuestra misión. Habría que avisarle.
-Deberíamos comer algo -propuse-. Iré a buscar un asado grande, grueso y jugoso al hotel de Hoja. Prepara bien la carne ese Hoja cochino.
Pensaba en Guillermo. Habría que avisarle. Se va a comer las uñas y los dedos y el brazo hasta el codo, me dije. Mientras preparan el asado en el hotel iré a su casa de una escapada.
Pero el menor, con gran afecto, se abrazó a mi cuello.
-Iremos juntos -dijo-. Y si quieres que le rompa el alma a alguien no tienes más que decírmelo. Iremos juntos, Pedrín.
-No seas bruto -dijo el mayor-. No piensas sino en cascar a alguien. A cualquier fulano. Un día de quitaré esa mala costumbre a fierrazos. Iremos los tres.
Cuando salimos, apenas si soplaba el viento. Estaba oscuro. A lo lejos, entre los cerros negros, brillaban las luces de las oficinas. El silencio, agudizado por un perro que ladraba, me oprimió el vientre.
Mientras preparaban la carne en el Hotel de Hoja, nos bebimos dos botellas más. Pero estábamos casi sobrios y muy alegres cuando regresamos a la casa de los Parra.
Por demonio y medio, pobre Guillermo, no le pude avisar. Y el viejo había dejado la pavana y se empeñaba en danzar una alegre jiga marinera. ¿Cómo podía perderme la jiga? Y poco después estábamos cantando todos. Aquello de:
Ay Josefina, su tú supieras
la mala noche
que yo pasé.
Elisa preparó la mesa. Se dio maña para mirarme con un profundo reproche. Encogí los hombros, preso de la más aguda desesperación. Espera un poco aún, le dije moviendo los ojos y manos. Una lucecilla de esperanza le bailó en la sonrisa. Que no sea mucho, rogaron sus gestos.
-¡Ea, a la mesa, a comer, compadres! -gritó el viejo.
Todavía empeñado en bailar esa jiga marinera maldita.
Casi al amanecer el subdelegado, Parra el viejo y Parra el menor bebían plácidamente. Yo había comenzado a derramar el vino bajo una silla hacía ya una hora. Juan Parra había salido por unos instantes a explorar el gallinero. Quería ubicar las tres gallinas más gordas. El viejo tenía el antojo de comer una cazuela.
-Nosotros veníamos, señor Parra… -recomencé
-¿Sí? -preguntó el viejo sin ninguna curiosidad malsana.
-Llámalo viejo Parra -dijo el menor-. Podría ser tu bisabuelo y tú casi eres de la familia ya.
-No te ganes otro golpe, muchacho.
-Esta vez no me pegarás, viejo. Yo soy el mejor de los Parra.
-No hay que ponerse violento, Lucho, por la madre -dijo el subdelegado reconfortándose con un largo trago-. Abre otra botella, que ésta se acaba.
-Que no me jorobe, entonces. Yo soy el mejor de los Parra. Pregúntale a Pedrín. ¿Qué dices tú, Pedrín, hermano?
Hícele señas a Álamo. Era el momento de hablar. Álamo se compuso la garganta y escupió con ceremonia.
-Mira, viejo -dijo mirando a su vaso-, la verdad es que Elisa está ya en edad de… hmmmprrr… casarse, ¿no?
.Sí, sí -dijo el viejo poniéndose de pie con grandes esfuerzos. Buscó cigarrillos en un paquete vacío. Se palpó los bolsillos para ubicar otro lleno. Finalmente encendió uno-. Estas gallinas no llegan nunca. ¡Tengo unas ganas de comer cazuela…!
Sí, sí, llegan -dijo el mayor entrando a la galería.
Todas las cosas de los Parra eran descomunales. Las gallinas parecían avestruces: tenían un aspecto deplorable y unos ojillos malignos, pero se veían gordas y relucientes.
-No hay nada como una cazuela de gallina -opinó Lucho.
-Has hablado la Biblia. Sigues siendo, lejos, el mejor de los Parra.
-Salud, señor presidente.
-Salud, señor ministro.
Así olvidamos a Guillermo. Cuando el sol reapareció sobre la tierra azul de la madrugada, estábamos celebrando la sexta docena de botellas vacías. El menor había decidido que un momento de descanso mejoraría su aspecto de oso triste y roncaba plácidamente en un rincón.
-Cuando hayamos vaciado cien botellas de vino comenzaremos con el pisco -propuso Juan con optimismo-. Tendremos, alguna vez, que sobrepasar las setenta y tantas del cumpleaños de Elisa -el mayor parecía un simio limpio de bichos-. ¿Quieren pisco?
-Yo quería decirle algo. Viejo. Algo a propósito de Elisa. Algo… -suspiró el subdelegado-, pero ya no recuerdo qué. ¿Te acuerdas tú, Pedro?
-No -le dije con honradez-. No recuerdo qué.
A las diez de la noche, trepando por la tapia del fondo, pude huir de la casa de los Parra e ir a ver a Guillermo.
-Estás borracho -dijo con frialdad al verme-. ¿Qué se hizo mi chaqueta? ¿Qué dijo el viejo sobre el matrimonio? ¿Cómo pueden haberme tenido sobre ascuas dos días consecutivos?
-La chaqueta está en casa de los Parra. Se ha ensuciado un poco porque Juan la usó para cazar una gallinas. Pero está intacta. Casi mejor que nueva. Yo vine a prevenirte. Eso está comenzando. Vete a dormir y mañana, por favor, pasa donde Antonio Robles. Dile que no podré trabajar esta semana.
-No puedo dormir. No quiero dormir. ¿Qué han estado haciendo ustedes? ¿Qué dice el carajo del viejo sobre el matrimonio?
Presa de un odioso frenesí se paseaba por la pieza a grandes pasos, tirándose los dedos para hacerlos sonar, mesándose los cabellos. Me pareció repulsivo su egoísmo.
-Casi nada de tu asunto. No hemos enterado al viejo aún de tus proyectos. En cambio al menor ya lo tengo domesticado. Ya juró que no te rompería los huesos. Que sería tu amigo para siempre. No te olvides de avisar al viejo Antonio Robles.
¿Y eso es todo?
-Eres un ingrato -repliqué hipando-. Eso eres. Un ingrato. Un torpe, odioso y… un porquería de ingrato. ¿Con todo el sacrificio que hemos hecho por ti? Mañana hablaremos con el viejo. Cuando lo hayamos ablandado. Cuando haya bebido lo suficiente. La tarea de convencerlo es difícil y requiere mucho, pero mucho tacto. Tiene sentimientos delicados el viejo bribón. No te preocupes. Dios te dio dos padrinos de categoría.
Guillermo se cogió la cabeza con ambas manos.
Yo le golpée la espalda afectuosamente y salí corriendo. Había que apresurarse, Juan, el mayor, tiene una excelente mano para los asados.
Mientras corría, pensaba: «Este Guillermo es un ingrato. Es un maldito ingrato. Este Guillermo es un ingrato de porquería».
Muy estimados:
Agradezco su interés en promover la literatura nortina, y la obra de mi padre, Pero debo hacer notar que su trabajo es propiedad intelectual de la familia, y que no es procedente que se haga uso de ella sin permiso de la familia,
Atentamente
Rodrigo Ferraro Calderón.
que buen cuento…..