Cada diez años, la prestigiosa revista inglesa Sight & Sound realiza una encuesta a cerca de 900 críticos de todo el mundo para elegir las 50 mejores películas de la historia. En las últimas cuatro décadas “Citizen Kane” (Orson Welles, 1941) obtuvo el primer lugar de manera indiscutida. Este año se efectuó la encuesta correspondiente a esta década, entregando como “sorpresa” la obtención del primer lugar a “Vertigo” (Alfred Hitchcock, 1958), película que significó un fracaso en su momento y de la cual Sir Alfred siempre se sintió incomprendido por los alcances metafísicos que él pretendió conferirle y la recepción que obtuvo por parte del público. El tiempo y las generaciones venideras le han dado la razón catapultándola a la cumbre de la admiración universal. Me parece insustancial reafirmar o contradecir la validez de la encuesta. Tan sólo utilizo la noticia como excusa para referirme a la singular experiencia que supuso el hallazgo de “Vertigo” en mi vida y ciertas consecuencias inapelables que conllevaron ese descubrimiento.

Suelo ver películas en grandes cantidades como una forma de exculpar una vieja sensación de carencia que, apuesto un brazo por ello, ninguna de ellas logrará suplir de modo alguno. Eso de que el arte cambia la vida para mejor me parece de un reduccionismo y un idealismo vomitivo. A lo más, el arte nos enfrenta a realidades que antes no fuimos capaces de mirar a la cara y, en la mayoría de los casos y después de tantas películas sobre el cuerpo, uno entiende que son más un pretexto para no afrontar esos escenarios que nos inquietan, una diversión que nos hace olvidar el paso del tiempo o, en mejor de los casos, un espejo desde el cual podemos observar las cicatrices que conlleva vivir. Uno puede mirarse en ellas y pensar que la imagen que refleja está distorsionada por la subjetividad del autor, las azarosas sensaciones que tuvimos al ver la película o por la exacerbación inderogable que cualquier objeto ficticio lleva consigo. Patrañas: el arte (y en el caso particular, el cine) entrega verdades, y a veces verdades demasiado grandes como para contemplarlas no sin un dejo de temor y angustia. Cuando uno ve una buena película, ahí está uno, solo con su conciencia, al descampado con sus certidumbres y vacilaciones. El arte, valga la redundancia, es ante todo una experiencia. Como bien lo dice Susan Sontag, “el arte no es una afirmación ni una respuesta a una pregunta… no da lugar a un conocimiento conceptual sino a algo parecido a una emoción, a un fenómeno de compromiso, el juicio en un estado de esclavitud o cautiverio”. Conozco a algunos que vivieron esa experiencia primordial otorgada por el arte con un cuadro de Velázquez o Bacon, un poema de Teillier o Ginsberg, una novela de Flaubert o Bolaño, un cuento de Cortázar o Chejov. Yo conocí mi particular Aleph, ese artefacto desde el cual podía reflejarme y, al mismo tiempo, descubrir reverberaciones inéditas para mí, no en el sótano de una casa de la calle Garay (como en el famoso relato de Borges) sino en una cálida tarde de verano hace cuatro años atrás. Fue en esa ocasión que tuve mi encuentro con “Vertigo”.

Mi relación con esta obra maestra de Hitchcock no fue particularmente bizarra, peculiar o distinta a la que cualquier otro cinéfilo haya tenido cuando se acercó a ella por primera vez. Por de pronto, recuerdo (“yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto”) una candente tarde de enero y la tibia sensación de ociosidad que nos incita a no hacer nada que implique un esfuerzo físico o intelectual persistente o constante. Escribo esta línea y me corrijo: estar ocioso implica en realidad un esfuerzo; sólo que esa energía potencialmente activa se actualiza o deviene en acto si no tiene como fin alguna recompensa que no sea el mismo acto realizado (no profundizaré en estas distinciones semánticas, tan sólo trato de trasmitir esa sensación que cada tanto me alberga como un estado de expansión creativa o receptiva).

En ese estado me encontraba cuando divisé, entre la pila de dvds piratas, originales o descargados, una suma de películas que califiqué previamente como “clásicos” según los parámetros y prejuicios críticos que me había formado como ávido lector de literatura especializada sobre cine. El que utilizara ese apelativo para ese conjunto de películas reunidas en la esquina de mi habitación no era más que una excusa para evitar verlas porque implicaba asumir una postura respetuosa, hierática, casi sacra hacia ellas. En realidad “clásico” para mí era sinónimo de “aburrido” (un adjetivo que con el tiempo valoro cada vez más), multireferencial, inasible, extraño. En fin, equivalente a largos silencios y extensos planos que derivaban a lugares desconocidos y poco atractivos. Pero me armé de valor y me dispuse a ver “Vertigo” evitando cualquier expectativa que no desencadenara en un previsible desengaño, situación bastante reiterada cuando uno está en presencia de ciertas “vacas sagradas” que demandan seriedad, deslumbramiento y un forzoso encantamiento. Estaba prevenido, iba a ver “Vertigo” por vez primera, y eso ocurre una sola vez en la vida.

Da un poco lo mismo describir el argumento de la película. Me considero indigno de tamaño trabajo. Más aún, de alguna forma, es una tarea infame que no le hace ningún favor a “De entre los muertos” (subtítulo que recibió la película en su traducción al español). Pero no se preocupen, la mayoría de los que están leyendo este artículo ya de seguro vieron la película y conservan privadamente su particular revelación. ¿Y los que no la han visto aún? Pues les queda el consuelo (y la suerte) de poder apreciar  el encuentro virginal con esas imágenes que poco a poco se irán inoculando en la memoria de cada uno de ustedes (al menos albergo esa esperanza). Por otra parte, indagar en la trama y en los hilos narrativos de “Vertigo” es una labor bastante estéril, no porque ella tenga aspectos enrevesados o dificultosos, sino porque realizar esa labor didáctica limita una obra que en sí misma no se agota en ninguna de sus lecturas y que se exhibe tan insondable como la primera vez que es vista. “Vertigo”, y este es otro alivio para aquellos afortunados que aún no han experimentado la alucinada sugestión de sus imágenes, no es más que otra pieza (la más luminosa y enceguecedora) del puzzle espectral que Hitchcock fabricó durante toda su obra como cineasta en donde, como dice Ascanio Cavallo, “la conciencia activa puede ser puesta a prueba, sometida a tensiones morales e instintivas que forman la masa líquida de la naturaleza humana”.

Si bien no pretendo delinear los avatares que explican la película, sí puedo entregar algunos fulminantes destellos aún vivos en mi memoria. Algunos de estos fulgores han transmutado debido al contacto con mis experiencias y percepciones posteriores. No puede ser de otra manera. Cada uno tiene su propio “Vertigo”, su único, privativo y particular “Vertigo”. A lo único que podemos aspirar es a compartir esos resplandores con otros, y a transmitirnos los unos a los otros (“explicar con palabras de este mundo”),  la inquietud intangible que emanan de sus imágenes.

Imposible no evocar el seguimiento que realiza Scottie Ferguson (James Stewart) por las calles de San Francisco tras los pasos de Madeleine Elster (Kim Novak), acechándola con sigilo y calma, preocupación y sosiego al mismo tiempo (si piensan que es contradictorio lo que acabo de escribir es porque no han visto la película). Es forzoso, por sobre todas las cosas, trazar el aspecto más perverso de “Vertigo” en relación con el vínculo que origina con el espectador: Como un juego simultáneo y vicioso, cual holograma siniestro que representa de forma paralela lo que supone el itinerario de su pérdida, observamos a Scottie soportando su singular periplo por zonas prohibidas e insólitas. Al mismo tiempo los espectadores padecemos, de la mano junto a su protagonista, los efectos secundarios de ese voyeurismo al vivenciar el vértigo de no saber hacia dónde nos conducirá la película.

Después de algunos años de ver “Vertigo”, ¿que ha quedado como huella indeleble?, ¿Cuál ha sido su legado en mi conciencia? A vuelo de pájaro, y en la premura autoimpuesta de terminar un artículo que podría demorar años en escribir, entendí algunas pocas cosas: Que, citando el título de una lejana película de Fassbinder, en ocasiones el amor puede ser más frío que la muerte; que mi miedo a las alturas iba a estar siempre vinculado al rostro de James Stewart observando desde la cúpula del monasterio el laberíntico descenso a su infierno personal; que Hitchcock no está tan lejos de Sófocles al insinuar la ambigua relación existente entre nuestras amantes y la imagen materna que llevamos a cuestas; que el nivel de perversidad al que podemos llegar no se contradice, en lo absoluto, con la búsqueda de una genuina felicidad. A fin de cuentas, verdad casi más antigua que el hombre mismo, que el camino al infierno está lleno de buenas intenciones.