Cambia el rostro en un instante, el viento corre, baja en torno a cálidos arbustos y la noche, entre nubes, cánticos y biombos, va cediendo a la embriaguez. Podría acotar también, a manera de contextualización inútil, que vestía a la manera victoriana, salvo por el calzado flamante, brilloso y negro como un río en azabache, que me había trocado algún anciano en el camino, por monedas, botas de cantina o sambas dulces.
Lo primero que hice al descender de aquel carruaje fue avisar a Helena, Cassandra en el origen, quien velaba abuelos, tíos y seis primos, más allá del cortinaje de montañas que cerraba mi visión en torno al bosque. Concentré la vista, recalé una mano con la otra y me dejé alzar como un ave presa de praderas, que no ciega o piensa, más que en levitar, flotar y descansar. Mencioné aspectos relevantes, los que dicen relación con el cabello, el clima y los peligros venideros. Ella insiste, en un momento, pero cómo, exclama enternecida, ¿traspusiste ya los límites de nuestra insípida crisálida?
No es así como me río, le respondo a los silencios, ve con ellos, te requieren más que yo. Y entonces busco el adalid chorreado en sangre y limpio aquel vestigio en tres o cuatro gotas de preciado vino. Suelto a los caballos, que enseguida enfilan rumbo al agua y siento mis pesadas cargas sobre una roca, en forma de U, que entrama un círculo más claro.
Observo la astillada sombra que me sigue a discreción. Como desde hace horas, callo gritos, improperios y otras faramallas. Lo confundo, en fantasías, con mi ángel de guarida y libo por lechuzas, por mí y por los dioses semimuertos que me siguen y protegen hasta completar el cometido.
Sé que dormiré a los saltos. Sé que poblaré desiertos, tal vez la cima del Aghimaón… Sé que cuidaré de Helena Hahn, que fue Cassandra en el origen, velaré su sueño horizontal, su flexibilidad, velaré a sus muertos y beberé por ellos, por su próximo destierro y recepción divina. Sé que en nuestra condición el tiempo y las distancias cambian el destino en un instante. Sé que aquel anciano que trocó el calzado, por domingas y otras baratijas, hizo bien al recordarme el pleito, el código secreto que aprendí desde el azar. Guerreros bastardos, como yo, vagabundos, magos o poetas, como él. El bosque y las montañas son habitados por hombres que huyen del contacto, del bullicio, de la gente desprovista de intuición.
Bebo entre los sueños, rectamente, mientras suaves gotas van royendo el traje hacia el abismo, hacia la caída. Extiendo el brazo y oigo pasos de perseguidor; ya la noche se ha cerrado por completo. Siento golpes débiles, como de pequeñas piedras, muy pequeñas, invisibles casi, infinitesimales. Piedras que entran a la piel, cruzándola. Tal es el poder del rito y de la habilidad cansada por los años. Cientos de imágenes cruzan ciegamente: campos gigantescos de soldados muertos, ríos de sangre aún caliente y la entrada al nuevo imperio. Risas, carcajadas, risotadas torpes, que no saben de luchar al frente, cuerpo a cuerpo, cuando la navaja cae en forma de liturgia y el respeto de los dioses ahí presentes dan la aprobación con nubes de tormenta.
Tal vez por eso estoy acá, enfrentado a siete dioses que no podrán vencerme, y a un perseguidor que no se atreve a dar la cara. Esta no es mi lucha. Estos no son mis enemigos. Esta no es la forma de morir… El anciano con su guiño de ojos me lo recordó. La caída de las aves, poco antes de llegar. Sólo basta con un círculo de espadas y un pequeño fuego que, además, me entibia en la vigilia.
Al respirar profundo vuelan hacia las montañas, puedo oír, puedo ver incluso. Con los pies esparzo un poco el aire, las ramas y la arena. Saludo a familiares y héroes que me han antecedido en el camino. Silbo a los caballos y me acuesto junto al fuego. La tormenta arrecia.
Apenas me despierte, partiré. Apenas llegue, sellaré la ruta. Apenas deje el atrio, regresaré a mi patria.