Las ciudades desiertas o enterradas son incomparablemente más bellas que las vivas. La imaginación reconstruye, completa y obtiene un conjunto más gigantesco y perfecto. No hay nada tan verdaderamente maravilloso para mí como lo que no ha sido acabado o lo que está casi destruido. El olor de la muerte es un elixir potente para quien sabe que debe morir.

Giovanni Pappini


 

 

 

Los dioses seguían rodeando su cuerpo muerto. Afuera el mundo seguía rotando sin saber adonde ir. Blanco caminaba por las angostas calles de la ciudad muerta. Le gustaba ir allí cuando comenzaba a llover. Caminar sobre las veredas llenas de musgo evitando pisar las rayas que dividían los pastelones. Era un viejo juego de niños que aún retenía en su oscura memoria.

 

Sus pasos se dibujaban largos y cortos sobre el cemento húmedo. Su pierna de madera crujía recordando sus días de abandono en un empolvado museo. Caminaba sin un aparente rumbo fijo, como el hombre que ha dejado de sentir y que ahora, olvidado por la muerte y despegado de todos sus vicios paganos, busca algo que lo ayude a escapar a sus sentidos. La ciudad muerta comenzaba a cubrirse de noche, los escasos faroles que iluminaban las esquinas se encendían mojados por la lluvia.

 

Se detuvo frente a un escaparate a orinar. Desde algún lugar llegaba una olvidada melodía que un viejo Wurlitzer no dejaba de repetir. La orina se mezclaba con la lluvia y se perdía en pequeños ríos por las cunetas devastadas.

 

Al caminar los recuerdos se agolpaban en su cerebro, recuerdos de un remoto pasado, cuando aún su cuerpo estaba completo. Recordaba una estrecha habitación, apenas iluminada por una gastada ampolleta. La luz permitía ver las manchas de licor sobre las paredes y la roída alfombra.
Acababa de despertar y sus ojos viajaban por la habitación intentando encontrar un signo que le ayudara a recordar, pero no recordaba nada, ni el lugar, ni quién lo había guiado hasta ahí. Quiso incorporarse pero sus manos y pies se encontraban atados al catre de bronce.

 

Ya se encontraba cerca. Sus débiles ojos divisaban la silueta de la torre central. Se detuvo un momento para ingerir la droga. Los treinta minutos ya habían pasado y su cabeza sentía los estragos de la carencia. La mano temblorosa extrajo de uno de los bolsillos la última dosis que quedaba. La bebió lentamente y arrojó al vacío el frasco que fue a dar a las alcantarillas. Sus ojos de detuvieron en el tiempo y continuó hacia su destino.

 

Transcurrieron varias horas. Unos débiles rayos de luz atravesaban las persianas anunciando que el mundo seguía con vida. Blanco intentó zafarse durante largo rato. Sus tobillos y manos sangraron, mas su cuerpo permaneció en el mismo lugar.

 

Comenzaba a dormirse cuando Vega cruzó el umbral de la puerta. Vestía una blusa y falda negra, y en una de sus manos cargaba un enorme cuchillo.
Ella lo miró a los ojos y comenzó a arrancar sus ropas con la calma que la rutina entrega a todos sus dominios. Desnuda saltó sobre el catre y colocó su humanidad sobre su cuerpo. Trepó hasta su cara y detuvo su vagina sobre su nariz. Con una serenidad extraviada comenzó a orinar, llenando de sangre y orín todo su cuerpo. Él había comenzado a vomitar y maldecir.

 

Miró su rostro en el cuchillo y notó en sus ojos el deseo y lo sublime de la muerte. De pronto comenzó a bailar con extraña sincronía, acompañando cada espasmo de furia con un certero zarpazo sobre los dedos de la pierna de Blanco.

 

A medida que aumentaba el éxtasis de la danza los golpes se volvían más y más constantes. Alcanzando el clímax, descargó toda su ira sobre la rodilla del hombre. Un grito destemplado recorrió la ciudad. La sangre salpicó el techo y las paredes de la habitación.

 

Se encontraba frente a la torre central de la ciudad. Empujó con el hombro la oxidada puerta giratoria y avanzó con precisión hasta el elevador. Marcó el último piso en el tablero y se despojó del abrigo que lo cubría. Salió del ascensor y caminó diez disímiles pasos hasta encontrar las escaleras que llevaban a la azotea. Una vez arriba, se deslizó lentamente por la cornisa, intentando no abrir los ojos para sentir así la lluvia desde la oscuridad. Se movía como lo hacen los ciegos en lugares eternamente conocidos, contando los pasos uno a uno. En el noveno se detuvo. Ella permanecía atada y con los ojos vendados. Con lentitud fue desvistiéndola y sin quitarle la venda comenzó a follarla hasta que sus dedos sangraron.

 

Todavía sin abrir los ojos aseguró los nudos de la soga. La lluvia aceleraba al compás de su danza, mientras un viento tibio agigantaba sus poros. Estaba a punto de lograrlo…

 

Retiró la venda al mismo tiempo que le arrancaba los ojos. El grito de Vega se mezcló con el silencio que acompañó la caída de Blanco. La lluvia siguió in crescendo mientras el cuerpo de Blanco yacía en el fondo, muy en el fondo.