1
La mujer pudo ver desde su ventana el signo definitivo de la capitulación. Al atardecer, un bramido repentino como un trueno rodando por una cañada, como el rumor de muchas y muy rabiosas aguas corriendo desbocadas subió desde las profundidades de la roca donde se asentaba la ciudad. Luego otra explosión, y otra, aquí y allá haciendo reverberar el aire, temblar los cristales y los corazones. Se quebró el asfalto, se derrumbaron edificios, los fieles corrían y gritaban huyendo mientras el suelo se levantaba hasta partirse; las vigas crujían y el bramido comenzaba a parecerse cada vez más a una mezcla horrenda de un millón de turbinas y un millón de almas gritando al unísono. La primera en separarse del suelo fue la Catedral de Santiago, como un viejo galeón de roca descascarándose, sus gárgolas y santos quebrándose en el gesto y estallando contra el pavimento bajo una lluvia de cristales. Ella veía, aterrorizada, cubriéndose instintivamente su vientre hinchado, como las catedrales de Santiago se elevaban hacia el cielo apoyadas en una portentosa lengua de fuego, iniciando la evacuación.
Sus motores cortaban las raíces, venas y ligamentos que las unían al territorio. Saltaba sangre, savia y aceite desde esos verdaderos intestinos que se hundían en el territorio como metástasis de algún cáncer de las que esas monstruosas construcciones de piedra parecían ser sólo la cabeza del parásito.
Cientos de años atrás habían sido literalmente plantadas sobre la tierra blanda y fértil del valle de Santiago. Hombres escogidos habían tragado una semilla en Europa, luego trasladados entre terribles dolores y fiebres hacia el nuevo extremo, bendecidos y arrojados a un profundo agujero donde sería erigida la maquinaria de la Catedral. Enterrados a metros bajo tierra, las raíces que salían de su boca, oídos y esfínteres se mezclaban con las vigas y columnas que los hermanos levantaban imbricándose en una construcción desaforada, medio roca, medio humana, medio quién sabe qué. Alguien comentó en voz baja que las semillas habían sido encontradas dentro de una roca chamuscada en el monte Calvario, cuando aquella cruz chocó contra algo duro al momento de hundirse en el suelo. Porque las catedrales son poderosos dínamos industriales, con tuberías, arbotantes, condensadores, antenas y cruceros. En su interior están repletas de pequeñas máquinas fabricadas con delicados hilos de oro trazados por orfebres, conectados a reliquias poderosas, condensadores con fusibles hechos con el fémur de algún santo o conductores filamentados unidos a astillas de la cruz. Extractores de energía que es transmitida por sus antenas en la punta de las torres con destino desconocido.
Ahora, cientos de gigantescos agujeros negruzcos de tierra parecida a carne cruda, raíces palpitantes y algo similar a la sangre, fue lo único que dejaron tras su huida. Se hizo notar que las catedrales evacuadas formaban un signo evidente sobre el plano de Santiago, una letra muerta sobre un golem derrotado antes de despertar.
Algo ocurrió en su vientre el día en que la Iglesia perdió la guerra. Quizá fue el crujido que hizo la mente humana, quizá el espantoso aullido que todas las imágenes religiosas lanzaron en cada capilla, cada hogar y cada cuello de los aterrorizados fieles el día en que la última batalla dejó como herencia un cerro de sacerdotes muertos, apilados como animales apestados cubriendo toda la Plaza de Armas de Santiago de Chile.
Ella lloró tres días en su celda. Al atardecer del tercer día notó que los rumores no eran embustes de vieja comadrona, el cielo estaba muriendo. Los colores habían variado sutilmente, la textura había ganado en aspereza y definitivamente había perdido transparencia. Las nubes se movían con dificultad a través de la bóveda, sus extremos se volvían macilentos, pruritos verdosos crecían en los bordes. Comenzaron a ennegrecerse sus partes, perdió los colores y su luminosidad. Al quinto día el cielo comenzó a oler mal. Ya no se movía, la gente se hincaba y hacía ayes hacia arriba con desesperación. Algunos fabricaron improvisadas coronas de espinas que todos comenzaron a usar hundiéndolas hasta las sienes para que la sangre corriera y bañara el suelo, que también parecía seco y hambriento de agua de hombre.
Con los días el hedor se hizo insoportable. El cielo muerto sobre nuestras cabezas goteaba líquidos inmundos, acumulaba verrugas y bolsas purulentas, ampollas infestas con millones de larvas de mosquitos removiendo sus cuerpos transparentes por toda su piel horadada por la sarna. Se doblaba por su propio peso, se hinchaba en el centro transparentando venas amoratadas por la tensión.
La mujer miraba con horror, su vientre se parecía tanto a eso que colgaba sobre el centro de la ciudad. La infección y la podredumbre que salía de su vagina olía igual de mal, los dolores que los parásitos y pequeños insectos que colonizaban su entrepierna le producían cada día eran igual de insoportables que la visión de aquel exterior amenazante.
Al sexto día su vientre se removía con voluntad propia. Sus gritos se escucharon en todo el edificio y alertaron a los médicos. La criatura mordisqueaba los interiores de su madre buscando la salida. Afuera, una diminuta línea blanquecina y difusa en el centro del cielo fue el único anuncio. Los doctores sujetaban con gran dificultad a la mujer que aullaba descontrolada. El cielo tembló. La mujer gritó con toda la fuerza de sus pulmones cuando vio una mano salir desde su vagina y agarrarse del pubis con rabia. Entonces el cielo se rajó con un ruido atronador, dejando caer una enorme roca sobre el centro de la ciudad envuelta en una lluvia de líquidos y restos de tejidos podridos que aplastaron a los pocos fieles que se acercaban al lugar donde había estado la Catedral. La ciudad bramó una vez más y se hundió varios metros bajo el peso de la enorme roca que aplastó todo varios kilómetros a la redonda. Monstruoso megalito negro en el centro geométrico del valle, único hito visible ahora, desde la cima de la cordillera.
Dentro de las instalaciones, y como estaba indicado, en el momento mismo de dar a luz un ayudante de cirugía le aplastó la cabeza a la madre con otra roca, como se había venido haciendo desde que comenzó el proyecto.
La niña, al nacer, cercenó el dedo de una enfermera y dejó inútil el ojo izquierdo de un ayudante con un arañazo. Su padre, nuestro joven obispo, la observaba con horror desde una esquina. La llamó Estrella del Carmen y esta es la historia de cómo hubo de ocurrir un hecho desaforado que nos llevó a las actuales circunstancias. Alabado sea el Señor.
2
Los mismos ingleses que financiaron la guerra para hacerse del territorio de Atacama, donde estaba enterrada la máquina, conspiraron años más tarde para evitar que un presidente se entrometiera en sus asuntos. Ellos tenían un plan a cien años para encontrarla donde fuera que estuviera enterrada. Un aparato construido por el continente mismo tras millones de años de sutiles movimientos de placas y estratos geológicos. Su primer intento por desarrollar un sistema que le permitiera despertar y cumplir su destino.
Nosotros cavamos y cavamos el agujero más grande que ningún ser humano hubiera hecho jamás, haciéndole una autopsia al territorio, extirpándole entre el cobre la maquinaria colosal pedazo a pedazo. Pusimos a una machi joven en el centro del agujero a escuchar lo que la tierra tenía para decirnos. Fueron solo tres frases, pero demoró cuarenta años en decirlas. Le agradecimos con lágrima a la venerable machi, ahora anciana, antes de despedazarla y arrojarla a los perros.
Ahora lo sabíamos. Teníamos enemigos. Había un ejército del que el territorio buscaba defenderse. Soldados que avanzaban a través de las eras, muriendo y reencarnando, luchando una batalla larga e incomprensible. Almas negras y monstruosas que nacían con los ojos abiertos y conscientes de sus vidas pasadas, agazapados en un rincón de su memoria esperando el momento de actuar. A veces se trataba tan solo de asesinar a sus padres de algún modo horrible; otras veces esperaban toda una vida para dibujar un círculo rojo en un muro preciso en la fecha precisa, modificando pequeños hechos. Eran capaces de morir y renacer varios en un mismo cuerpo, cuatro o setecientos en una misma persona. Setecientas voces hablando, trabajando, pensando al unísono como un computador procesando cantidades ingentes de información sutil, trazando gigantescos arcos enrevesados de eventos tenues como las hojas de un jazmín.
Debíamos derrotarlos. Amenazaban nuestra estabilidad, eran diferentes, eso bastaba. Nunca pensamos que ganarían.
Comenzamos a rastrearlos para encerrarlos vivos lo más posible y así extrañar su sincronía, sabotearlos. Llegamos a tener a cuatrocientos de ellos encerrados en cárceles bajo las salitreras, amarrados con arneses de cuero, cuidados y alimentados por monjas que dedicaban su vida y su oración a pudrirse lentamente en vida, en celdas herméticas, con el voto de cuidar a un demonio a perpetuidad.
Nuestro trabajo fue lento. Estudiar genealogías en polvorientos libros, quemándonos las pestañas bajo las velas. Seguir durante años pistas que sólo nos conducían a tumbas, señal de que había que comenzar todo de nuevo, esfuerzos diversos que arrojaban pobres resultados.
Nadie recuerda muy bien cómo es que llegamos a esa conclusión, ni siquiera en qué momento comenzamos a planificar el dispositivo, así lo llamamos. Ocurrió después que el presidente de turno de este país, instalado como un chiste sobre el territorio, nos entregara fondos, protección y algunas instalaciones militares abandonadas después del fin de la gran guerra contra el Tahuantinsuyu, magia inglesa contra magia española en decadencia. No sabemos si la inmunidad entregada por Montt fue producto del buen manejo político de nuestros aliados o las amenazas de muerte a su familia, pero nos significó hangares, automóviles y un nombre en la nómina de pago estatal. Nunca tuvimos nombre, pero en voz baja comenzaron a referirse a nosotros como la Policía del Karma. Esos que podían entrar de noche a tu casa y llevarse a tu hijo acusado por un crimen espantoso cometido en otra vida.
Pero no éramos una policía, éramos otra cosa. Nos preocupaba el dispositivo, la llave para nuestro éxito contra… ellos.
Con los años, la invención del motor eléctrico, la radiofonía y los intentos por conectar eléctricamente el cerebro de algunos médiums, nos permitieron desarrollar aparatos para conectarnos rudimentariamente con el futuro, y así obtener retazos de información que nos resultaron incalculables.
Fabricaríamos un dispositivo capaz de operar en el plano astral como una jauría de perros hambrientos rastreando almas, despedazando espectros en la búsqueda de trazas y olores en los sistemas circulatorios del cosmos, esos que llevan almas en todas direcciones hasta los cuerpos para experimentar la vida en este plano, este valle de sombras. Un dispositivo vivo, un animal de presa que salivara en presencia de la hediondez síquica de alguno de los soldados de la peste, como comenzamos a llamarlos, nuestros enemigos en este juego que nadie entiende muy bien.
Recuerdo que uno de los nuestros, muy viejo, bendita sea su alma donde quiera que esté, me contó que la primera mujer para comenzar el proyecto la entregó la misma Iglesia. Una asustada novicia de quince años que fue mutilada con gran cuidado y respeto para convertirla en el recipiente preciso. Le cortaron orejas, nariz, lengua, pezones, cabello y toda protuberancia que pudiera ser utilizada como antena transmisora, luego le cortaron los brazos y la clavaron a un madero labrado por ebanistas cusqueños. Fue violada consecutivamente por cuarenta y ocho sacerdotes, ni uno más y ni uno menos; fue agasajada con aceites y cremas que aliviaron su cuerpo, su piel fue cortada a bisturí en líneas verticales que favorecían la conducción de electricidad y fue bañada en orina de yak para purificarla. El embarazo duró nueve meses exactos, el resultado fue el esperado: una preciosa niña que nació con los ojos abiertos e intentando hablar. Matamos a la madre y celebramos durante cinco días frente a su cadáver.
A partir de entonces el procedimiento de fabricación del dispositivo se refinó hasta lo imposible. Consistía en preparar el alma del bebé una vez nacido, orientarlo y educarlo, exponerlo a horrores y temperaturas sicológicas extremas; modelar su sensibilidad hasta el punto en que había que matarlo rápidamente, alrededor siempre de los tres años, cuando los bebés se vuelven humanos. Luego, con inenarrable esfuerzo y la ayuda de contingentes de médiums que morían regularmente con el cerebro calcinado, conseguíamos rastrear el lugar donde renacería. Raptábamos a la madre y repetíamos el procedimiento. Siempre nacía una niña. A veces la aterrábamos cada día con un nuevo horror inesperado, otras la encerrábamos con un animal hambriento amarrado a una cuerda, o en otras reencarnaciones sólo la exponíamos al color verde durante sus tres años de vida. Estábamos programando el dispositivo. Depurándolo en un proceso que creíamos nos tomaría alrededor de ciento cuarenta años.
Afuera la batalla continuaba. Habíamos conseguido construir una enorme prisión en la Antártica donde manteníamos vivos, dentro de unas cápsulas de loza, a hombres, mujeres y niños miembros de los soldados de la peste. Pasarían el resto de sus vidas encerrados en esos ataúdes hasta morir, naturalmente, lo más tarde posible. Entonces los perseguiríamos nuevamente y, si teníamos suerte, los capturaríamos aún siendo niños para encerrarlos de nuevo.
Pero sabíamos que estábamos perdiendo la guerra, ya entonces lo sabíamos. Ellos se escondían, saboteaban y morían. Buscaban nacer en el seno de familias poderosas; se unían quinientos en un mismo cuerpo para inventar, por ejemplo, el motor de combustión a petróleo para obstaculizar nuestro avance con la electricidad y sus deseos de encarnarse en nuestro plano como la verdadera anima mundi de nuestro planeta. Luego se dispersaban, escondidos tras miles de almas diferentes apenas detectables.
Pero el dispositivo nos salvaría. Cada vez nacía más reluciente, más consciente de su capacidad, su aura olía a violetas y ya ni siquiera orinaba.
Afuera, ellos comenzaron una guerra descomunal buscando acelerar las cosas. Cien mil se unieron en un solo cuerpo que desató la hecatombe sobre Europa y luego se quitó la vida cumplido su objetivo. La gran matanza ritual tuvo el efecto de un cataclismo geológico sobre la estructura de la historia. Comprendimos que nos quedaba aún menos tiempo.
Comenzamos a construirle un sistema nervioso electrónico al territorio. Una red subterránea de cable y cobre serpenteando por sus venas. Calamar metálico secreto reactivado hace sólo unos años. Lo conectamos a nuestras pavorosas antenas dispuestas en línea a lo largo del país. Esas antenas que han provocado el repudio de aquellos que no tienen al Señor en sus corazones, aquellos que no entienden que el ser humano atornillado a la cruz de cobre incandescente que usamos de antena es un santo, un mártir voluntario que ha entregado su cuerpo para ser vehículo conductor de la palabra, de la gran señal eléctrica que cruza la atmósfera y se conecta a la red de satélites, cada uno con un cadáver en su interior, que hoy cubre la Tierra, protegiéndola, rastreando a sus enemigos. Mecanismo desaforado que aumentaría millones de veces su capacidad en el momento en que instaláramos al dispositivo en el centro de sus formas. En ese instante hasta el más mínimo vestigio de la infección sería detectado y anulado por nuestras fuerzas.
Pero hasta ese momento debíamos conformarnos con la torpe información que conseguíamos sacarle a las torres parlantes que rodeaban los restos de nuestra capital. Enormes edificios estatales llenos de ancianos con el cuerpo cubierto de agujas de cobre, hablándole incoherencias a abnegadas copistas que luego cotejaban línea a línea, día y noche, cruzando información sin sentido en busca de mensajes viables entre tanta mierda estática y ruido de fondo ininteligible. El cerebro de los ancianos tiene una parte hundida en el más allá y sirve de rudimentario nodo de comunicaciones con el otro lado, recurso pobre y desgastador.
Muy a nuestro pesar, contrariando toda esperanza, el dispositivo llegó demasiado tarde para evitar la derrota de la Iglesia. Estrella del Carmen se deslizó hacia nuestra realidad sólo para ver las estelas de las catedrales volando con rumbo desconocido sobre el cielo andrajoso de la capital, acá, en el fin del mundo. Pero al menos nos encontró firmes y resistiendo cuando se abrió paso a dentelladas a través del vientre de su madre y nos dijo: “Son 144.000”. Pelusas de color rojizo se anunciaban en su cuero cabelludo.
A los cuatro años ya había conseguido delatar a casi todos los soldados de la carne, obligándolos a retroceder a otros cuerpos apresuradamente, descuidadamente. Miles se escondían del demonio pelirrojo en algún niño pobre al interior de Putre. Cada vez concentrados en menos y menos cuerpos, capitulando. Peo nada estaba ganado sino hasta derrotar al último que contuviera a los 144.000 en pleno.
En su quinto cumpleaños pidió una muñeca de regalo pero le entregaron un gato. Agradeció con un apasionado beso en la boca a su padre, nuestro obispo. Esa noche le clavó un cuchillo en la garganta al felino, lo abrió en canal y le sacó las vísceras mientras el animal temblaba, maullaba y se hundía en la nada con los ojos desorbitados de pavor. Estrella del Carmen se cortó el cabello y rellenó con él el cadáver del gato. Lo cosió, lo afeitó completamente, le puso un vestido y le reventó cada ojo para hundirle unos hermosos ojos de muñeca hechos de cerámica. Nunca más pudimos separarla de Marina, como bautizó a su nuevo juguete, ni siquiera cuando el hedor de su carne descompuesta nos hacía vomitar a metros de distancia de la cama donde dormían abrazados. Ella no se bañaba, defecaba donde quería, hablaba muchos idiomas, conocía tu miedo más oculto, le gustaban las frutillas con crema. Era una pelirroja hermosa que amaba a su padre. Pero que lo amaba de verdad.
El dispositivo se instalaba y funcionaba como una descarga eléctrica placentera que recorría la Tierra. El planeta tenía orgasmos.
Cierto día anunció que los 144.000 habían retrocedido a uno solo, al último, el más hermoso, el más santo.
En ese tiempo la Tierra ya era un páramo devastado. Desde los refugios le rezábamos al Señor y pedíamos misericordia con lágrimas de sangre en nuestros ojos.
Como era de esperar, Estrella del Carmen delató al último. Esa noche caminó en cuatro patas por los laboratorios, vestida sólo con una bata transparente en dirección a la capilla, donde dormía nuestro obispo. Entró a su habitación, se metió bajo las ropas de cama como tantas otras veces, acercó su cuerpo cálido al del hombre aún joven. Lamió sus heridas de batalla como un gatito. Puso su pequeña mano entre sus piernas y lo trepó como un pequeño animal subiéndose a una roca. Buscó sus labios, usó las manos, aplastó su pecho plano sobre los pelos del hombre y esperó. Él sollozaba, ella lo acariciaba, su oído apoyado en su torso saltaba con cada poderoso latido de su corazón. Una enorme mano la tomo de la cadera y la dirigió hasta el momento definitivo en que todo debía pasar. Por las cámaras veíamos con tremendo temor lo que estaba por ocurrir.
La niña le susurró al oído lo que todos ya sabíamos: él era el último, su padre. Nuestro obispo lloró diciendo que ya lo sospechaba, ella lo consoló, lo acarició en el vaivén que crecía a cada momento, hasta que sintió un baño de calor en sus interiores. Entonces le voló la cabeza con el revólver que escondía bajo la almohada.
Ahora la veo de pie a pocos metros de mi lugar de trabajo, mirando la enorme roca negra en el centro de la ciudad. Ella dice que todo ha terminado, pero cuando veo la manera en que le habla a su vientre hinchado, de la misma manera amorosa en que le hablaba a su padre, no sé qué pensar. Dice ser la novia de su hijo. A veces desde el vientre le contestan.
No se qué mundo es el que viene ahora. Al menos la guerra ha terminado.
2010