Si miramos retrospectivamente la obra de Carlos Droguett, nos resultará posible comprobar que el escritor pudo dar un satisfactorio cumplimiento a la promesa que dejara enunciada al comienzo de su producción literaria. En el texto Explicación de esta sangre, de 1940, verdadera poética esbozada tempranamente en las páginas que anteceden a su crónica Los asesinados del Seguro Obrero, el escritor nos decía:
En las páginas que siguen hago historia, pero historia de nuestra tierra, de nuestra vida, de nuestros muertos, historia para un tiempo muy grande.
Sabemos que Carlos Droguett gustaba definirse a sí mismo no como un inventor de literatura sino que como un periodista o cronista de la realidad, un recopilador y también un historiador. Un historiador, sí, y uno muy serio. En efecto, muy lejos de contentarse con definir ambas disciplinas por oposición mutua, Droguett siempre se mostró partidario de identificar literatura e historia, puesto que, a su juicio, la historia no era una cosa distinta a la realidad y la realidad no podía ser otra cosa distinta a la vida. “Los temas míos –decía el escritor–, los cojo de la vida, y la vida es violencia, miseria e injusticia”. La historia es sangre, en definitiva, y el deber del novelista, del poeta y del historiador debe ser trabajar esa sangre con objeto de transformarla en “escritura memoriosa”. Así hablaba Droguett en 1940:
Mi tarea no fué otra, no es ahora otra que ésta, publicar una sangre, cierta sangre, derramada, corrida por algunos edificios, por ciertas calles, escondida, después, para secarla, debajo del acto administrativo, del papel del juzgado.
“Publicar una sangre”. Sin duda, se trata de un propósito que no debe ser leído a la ligera. Y es que en Droguett la relación entre el texto y la sangre va mucho más allá de la elección temática. No se trata simplemente de dar un especial tratamiento literario a los temas de la sangre, el crimen y la violencia, seleccionarlos desenvueltamente entre una gran variedad de opciones, como quien escoge un material cualquiera, tal o cual traje para tal o cual circunstancia. Por el contrario, para Droguett la sangre debe ser entendida como el fundamento de la historia chilena; un rojo sanguíneo simbólico, sí, pero a la vez concreto, nada más concreto para Droguett, nada más probable, nada más posible ni más palpable que la sangre en nuestra historia. En sus propias palabras:
Mi obra novelística aparece signada por la sangre y la violencia porque la historia de nuestro país aparece signada por la sangre y la violencia.
Justamente, en el marco de su proyecto global orientado a construir lo que él mismo denominó “una historia de la sangre”, hoy resulta posible afirmar que la escritura de Droguett se encargó efectivamente de recoger la sangre que recorre nuestra historia desde la primera hoja araucana hasta la dictadura militar de Pinochet. En efecto, Matar a los viejos, su última novela que terminara de escribir en 1982 durante su exilio en Suiza y que fuera publicada póstumamente por editorial Lom el año 2001, constituye el último eslabón —y, en cierto modo, la recapitulación― de la particular trama histórica nacional que el escritor dedicó buena parte de su vida a tejer. Final por demás consecuente, la última novela de Droguett representa la categórica respuesta del escritor al último septiembre sangriento de nuestra historia y acaso también el compendio de toda esa sangre recogida y rigurosamente trabajada a través de toda su escritura.
“El mes de setiembre es uno de los padres de la patria”, escribía Droguett en una de sus primeras tentativas literarias. Para quienes nos sentimos seducidos por la concordancia y la coherencia, justamente por ser los añadidos que un narrador consigue agregar a la realidad, con el propósito de otorgar sentido a la realidad, no puede resultar indiferente que justamente el mes de septiembre acabara siendo la coordenada preferente en la novelística del escritor, los tres tiempos que estructuran lo narrado, el principio, medio y fin de lo que bien podemos denominar La historia de Chile según Carlos Droguett. Diríase que en la obra de Droguett cada septiembre pareciera confirmar al anterior, repitiendo la sangre derramada la vez anterior, pero siempre con una diferencia. Veamos.
El 11 de septiembre de 1541, que fue día domingo, el cacique Machimalonco encabezó la enorme revuelta de indígenas que se abalanzaron de madrugada sobre la recientemente fundada ciudad de Santiago del Nuevo Extremo, quemando los palos y las lonas, borrando con el talón desnudo las calles imaginarias y los imaginarios solares proyectados por los conquistadores. Tal es la significativa coordenada que es recogida en las novelas “históricas” de Carlos Droguett (Supay, el cristiano y 100 gotas de sangre y 200 de sudor, publicadas en 1961 y 1967, respectivamente). Pese a su tardía publicación, estas novelas fueron proyectadas hacia la década de 1930 cuando, siendo estudiante de Derecho de la Universidad de Chile, un Droguett de vocación oscilante se sumergía en los archivos de la Biblioteca Nacional y se entregaba a la tarea de reunir materiales para elaborar su tesis de licenciado. En medio de estas pesquisas tuvo lugar un significativo encuentro entre el futuro novelista y los antiguos hechos de la Conquista, hallazgo que, a la postre, sería el causante de que no se recibiera un abogado sino un escritor.
Al poco tiempo, encontraremos a Droguett trabajando como periodista en el diario La Hora. Entonces, el 5 de septiembre de 1938, la vida pondría ante sus ojos otra historia sangrienta, una que no estaba hecha de documentos clasificados: el asesinato a sangre fría de alrededor de sesenta jóvenes nacistas en el edificio de la Caja del Seguro Obrero, actual ministerio de Justicia, a sólo pasos del palacio de La Moneda, matanza que quedaría plasmada en la crónica Los asesinados del Seguro Obrero (1940) y posteriormente en la novela 60 muertos en la escalera (1953). “Yo conocía personalmente a algunos de aquellos muchachos asesinados” –señala el escritor- “más de alguno era mi compañero en los cursos de leyes de la casa universitaria, asaltada y bombardeada sin piedad”. Según afirma Droguett, aquel suceso consiguió despertar en él su capacidad de odiar junto a su firme propósito de convertirse en escritor. Se trata de un odio que, a la postre, acabará nutriendo también su literatura y su visión de nuestra historia, un odio recurrente, acérrimo y emponzoñado, contra una especie particular de hombres: aquellos que vierten la sangre y aquellos que, una vez vertida, no hacen más que ocultarla. Ellos serán, precisamente, los viejos de la última novela de Droguett.
En efecto, la historia volvería a rimar en la última coordenada del ciclo droguettiano. En sus propias palabras: “El 11 de setiembre de 1973 hace un corte en mi vida; me prohibió muchas cosas y me autorizó otras, como Matar a los viejos”. Matar a los viejos puede ser leída como una fantasía vengadora o un sueño milenarista que nos enseña un instante –hacia las postrimerías de la historia, o bien en un tiempo de post-historia– en que un anónimo personaje viene a instalarse nada menos que en el viejo solio del palacio de la Moneda. Desde ahí comenzará a ejercer “la suprema justicia”. Su propósito es claro: ha venido a matar a todos los viejos. No obstante, es preciso indicar que los viejos a los que refiere esta novela no son necesariamente los ciudadanos que cuentan más años o atraviesan por una edad senil. En realidad, como dirá uno de los sentenciados: “los viejos somos los culpables de todo lo que aquí se ha sufrido y soportado, de todas las hambres y todas las tuberculosis, por eso es comprensible lo que está ocurriendo, los viejos que estamos vivos, tenemos que pagar las deudas de los viejos que ya están muertos, de los viejos que hicieron la guerra contra los cholos y la guerra contra Balmaceda y la guerra contra las huelgas y la guerra contra los conventillos, en Iquique, en Valparaíso, en Concepción, en Magallanes, y aquí en la ciudad […] Por supuesto, Matar a los viejos también puede ser leída como una novela que, de modo premonitorio, anunciaba el ocaso ominoso del fallecido dictador Augusto Pinochet quien, en las primeras páginas, sin duda las más dantescas de la novela, se nos muestra reducido a la condición de una bestia de andrajoso uniforme que engulle trozos de carne sanguinolentos, al tiempo que mastica los trozos de su vida y de su historia, enjaulado a perpetuidad en un sitio especialmente dispuesto para su exhibición en el zoológico del Parque Metropolitano de Santiago: “No recordaba muchas cosas –nos dice el narrador que lo observa atento tras los barrotes, lo mismo que el resto del público que asiste al zoológico– y no le importaba, sólo sabía que estaba vivo, mucho más vivo y exacto que antes”.
Pero acaso más importante y más sustancial que detenernos en aquel sesgo milenarista y profético sea el leer en Matar a los viejos un recuerdo furioso y sobreabundante que reconstituye, nos remite y busca refrescar descarnadamente los mapas de sangre que manchan nuestra historia. Como último episodio de La Historia de Chile según Carlos Droguett, hay que indicar que esta novela forma parte de un conjunto de relatos escritos durante el exilio suizo, relatos que Droguett rotuló explícitamente como “narraciones para no olvidar” [1]. Para Droguett se trata de no olvidar que, en definitiva, ya desde la matriz de nuestra existencia histórica nacional resulta posible advertir el anhelo de la vejez de inmortalizarse en la historia. Como Herodes, quien, con la previsión del que teme, tomó el camino de abortar a dios desde la cuna, los viejos de nuestra historia patria habrían tomado siempre la precaución de deshacerse del problema antes de que este advenga: el problema era la novedad. La juventud, en definitiva. Por eso mismo, para aplacar las fuerzas siempre emergentes, siempre centrífugas, de la juventud, los viejos de la historia chilena periódicamente han debido hacer uso de la fuerza y, muy a menudo, han debido repetir la misma orden: la orden de matar. De ahí que la dialéctica vejez/juventud que observamos en la última novela de Droguett nos traiga a colación “la voluntad política de matar” que, en su despliegue a través de la historia chilena, el historiador Gabriel Salazar descubre indisolublemente atada a “la voluntad social de recordar”.
En efecto, se diría que ser joven es para Droguett responder a esa voluntad social que se renueva constantemente. Precisamente, lo mismo que Herodes ante la noticia del nacimiento del mesías, los viejos temen a la juventud porque no se la puede matar. Y no se la puede matar porque, al contrario de la vejez que es puro olvido, la juventud recuerda siempre: “[…] recordemos mucho –nos decía el narrador de Los asesinados del Seguro Obrero– recordemos mucho, demasiado, rabiosamente, antes de olvidar un poco”. Lo más cierto es que, frente a la parálisis histórica que los viejos patrocinan valiéndose de la fuerza, la juventud se debe enteramente al recuerdo pues es en el recuerdo donde radica su poder. Como dice Salazar:
El ‘poder’ es una categoría de la asociatividad humana. La fuerza, una categoría o instrumento del sistema. El poder tiene una relación orgánica y positiva con la recordación. La fuerza no tiene memoria (se define como puro presente, por su temor al poder de la sociedad civil), por donde se relaciona de modo orgánico y positivo con la amnesia y el olvido. La fuerza puede derrotar, en los hechos puntuales (por lo común, de carácter político-militar) al poder, pero éste derrota siempre a la fuerza en los procesos de mediana o larga duración (por lo común, de carácter sociocultural). El poder se reconstituye recordando los hechos de sus derrotas, pero se despliega en procesos victoriosos con el arma de largo alcance de su memoria.
Precisamente, al sostener que su escritura constituye un esfuerzo por “historiar la sangre”, al decir que la sangre es sinónimo de realidad y de historia, nos parece que Droguett está señalando también la función que, a su juicio, le corresponde desempeñar a la literatura. Esto es: introducirse de lleno en la batalla por la memoria, entendida como espacio de disputa por la producción de significados para nuestro pasado, pero también por la construcción de alternativas de futuro. De ahí la constante defensa que realiza Droguett de una literatura comprometida con la realidad y extraída directamente de la vida: “la literatura que es expresión de la vida y no fuga de la vida”. Más aún, para Droguett la verdadera literatura es aquella que se muestra capaz de tomar por asalto la realidad y subvertirla:
[…] el escritor se transforma en bomba, porque para mí la palabra es una explosión. Para mí si los gorilas matan a los escritores o queman sus libros están procediendo de acuerdo a su sicología de gorilas, porque un libro es en realidad un arma peligrosa.
Por supuesto, los libros serán armas que explotan sólo en la medida en que se hagan cargo de la realidad, de reflejar la realidad, pero también de producir realidad. De hecho, al referirse a su trabajo literario durante los primeros años de la dictadura, Droguett sostenía que el propósito de su escritura debía ser triple: “reflejar lo que hemos vivido, lo que no alcanzamos a vivir y lo que probablemente vivamos si nosotros logramos formar nuestra vida.” En este sentido, muy lejos de elaborar una imagen cosificada de la historia y la realidad chilena, nos parece que la literatura de Droguett pretende ofrecerse a sí misma como maestra de vida y maestra de memoria: no sólo memoria de lo que fue, la verdad objetiva, el dato pasado que ya nada habrá de modificar, sino que también la memoria de aquello que no fue y que podría haber sido. Memoria, entonces, no sólo en función de lo que es, sino que también en función de lo que debiese ser.
Sin duda que al poner el dedo en la llaga, al señalar febrilmente la injusticia, al recordar furiosamente cada episodio sangriento y condenar a aquellos que determinaron el derramamiento de la sangre, Droguett está también subrayando que, desde un principio, nuestra sociedad ha estado articulada sobre conflictos todavía no resueltos, que no se puede soslayar la presencia diaria del pasado, de los legados perversos del pasado que nos asaltan en las angustias y penurias del presente. Es el presente, entonces, lo que nos obliga a recordar. Es por ello que la historia de la sangre de Droguett no concibe al pasado meramente como un dato para comprender el instante actual, el instante neutralizado, estable, conforme, conformado, entendido como mera secuela lógica o consecuencia irremediable. La sangre debe ser aprovechada, nos decía el escritor en 1940, pues “es precioso suelo que fructifica construcciones”.
Transformar la letra muerta, la sangre reseca en sangre fresca y provechosa, ese es el propósito de la historiografía de la sangre de Carlos Droguett. De ahí que leyendo a Droguett lleguemos finalmente a entender que la nuestra es una historia incumplida, una historia esencialmente incompleta, porque parece claro que el mundo todavía no corresponde. Consecuentemente, la escritura memoriosa de Carlos Droguett no pretende que el recuerdo se agote en ‘un puro acto cordial’ o ‘una estéril revivencia contemplativa y estética del pasado’. Y es que, como diría el querido Pablo, el enigmático personaje inmortal que atraviesa las páginas de Matar a los viejos: “el recuerdo abonado con las lágrimas, el recuerdo humedecido con la sangre, el recuerdo picaneado por la infamia y las injusticias es la única arma legítima del desamparado, acuérdate y ya te estás rebelando”.
[1] Entre ellas, hallamos un antecedente directo de la última novela droguettiana en el breve relato titulado Sobre la ausencia, publicado en Chile el año 2009 por Lanzallamas Editores.