Creo que es un hábito. El fútbol es un hábito.
Irvine Welsh
Fui hace un tiempo con un tal Mr. Black —una especie de empeyotado guía anti-turístico, un zombi letrado del DF— al Estadio Azteca, que para mí, debo reconocerlo (perdón mamá, perdón papá, perdón educación escolar de mierda), es mucho más importante que las mismísimas pirámides de Teotihuacan. Esas cosas no se dicen, pero en este caso no lo puedo evitar. ¿Por qué? Simple: yo vi a Maradona, a Platini, a Scifo, a Valdano, a Schumacher y a Jean-Marie Pfaff en el Estadio Azteca, hace más de veinte años, a miles de kilómetros de distancia, comiéndome de principio a fin el mundial de México 86. Aunque tuviera apenas muy pocos años de edad, o quizás precisamente por eso, aquellas imágenes se me quedaron fijas para siempre.
Como se sabe, México 86 fue el mundial del mejor Maradona. Y si a eso le agregamos que México 70 había sido, según muchos, el del mejor Pelé —y el del mejor Brasil, con lo cual ya nos debería bastar— tenemos que en el “Coloso de Santa Úrsula” no solamente han jugado los dos futbolistas más grandes de la historia y la selección más espectacular de todos los tiempos, sino también lo mejor de esos dos mejores jugadores, esto es, lo más alto de lo más alto, lo mejor que jamás se ha visto, y tal vez jamás se verá, en la historia del fútbol mundial. No son necesarias, en cualquier caso, tantas justificaciones, pues nada más basta con recordar los dos goles de Maradona a los ingleses para que cualquier fanático del fútbol sienta el incontenible impulso de meterse en esa mole con capacidad para 120 mil espectadores.*
Y ahí mismo estaba yo: en la parte alta del estadio. No jugaba ni Pelé ni Maradona, es cierto (era un clásico América-Chivas, dos clubes tan adorados como detestados, aunque decir “clubes” aquí es un eufemismo: sabemos que se trata de dos consorcios empresariales amparados bajo el mismo sello), pero bueno, yo ya estaba en el Azteca y lo demás no importaba. Poco a poco, eso sí, fueron saliendo a la luz las comparaciones con otros estadios y otros recuerdos, ese “placer tan estructuralista” (diría Barthes), por clasificar y diferenciarlo todo, incluso la experiencia.
Recordé el Estadio Monumental de River Plate, enclavado en el barrio de Núñez de Buenos Aires, donde una vez presencié, asombrado, un clásico River-Racing; recordé el Estadio Centenario de Montevideo, un estadio que en realidad no es tan inmenso como aparece por televisión (un estadio viejo y modesto, a la medida exacta de Montevideo), pero que si lo miramos un poco con los ojos de la historia (un poco, digamos, futbolísticamente), vaya que sí es inmenso en el recuerdo: todavía se conservan allí los asientos de cemento de la Primera Copa del Mundo y de toda aquella época gloriosa y lejana del fútbol uruguayo. Recordé días de infancia y adolescencia vagando por los alrededores del estadio Santa Laura, hecho de maderas y latones, destartalado, estoico, un borracho de melancolía viniéndose abajo pero resistiendo valientemente los embates de los proyectos inmobiliarios que cada cierto tiempo le sugieren abandonar el barrio Independencia de Santiago de Chile. Recordé el Estadio Nacional, esa mole de concreto, resignada y gris, en la cual también se jugó un mundial y algunos partidos fantasmas, y por entre cuyos túneles siniestros, no hace mucho tiempo —nunca está de más recordarlo—, se encarceló, asesinó y torturó.
Y con todos esos recuerdos, tan parciales como la memoria, yo seguía en el Azteca, sin duda el más joven entre todos esos estadios (fue inaugurado en 1966), pero, a la luz de su historia, también el más precoz. Y luego (el partido era aburridísimo y no hubo goles) me empecé a preguntar algunas cuestiones verdaderamente trascendentes:
1. ¿Cómo asumen el fútbol los mexicanos? Como si fuera un juego y no un asunto determinante para el resto de la semana.
2. ¿Cómo es un clásico del fútbol mexicano? Un partido de fútbol tranquilo, sin incidentes entre las “porras”, un evento publicitario en el que se ve a gente con la camiseta de las Chivas junto a la gente del América sin agredirse.
3. ¿Se vende maní confitado y jamón-palta en los estadios mexicanos? No: increíblemente se vende cerveza, y aun así no se producen incidentes con la policía, ni la hinchada visitante debe abandonar el estadio una hora después de terminado el partido (es, verdaderamente, un escándalo). Es decir, si no hay chelas, ver fútbol en México no tiene gracia alguna.
4. ¿Qué hace entonces un maldito sudaca como yo, acostumbrado a clásicos con al menos una pequeña dosis de violencia, en un estadio mexicano? Toma cerveza, eso por supuesto, y también se aburre un poco, y también se ríe del espectáculo que puede llegar a ser el fútbol mexicano, un poco chillón, un poco de porristas gringas, en apariencia desprovisto de mugre y de miseria, pero ciertamente mucho más rápido y movido (aunque no más técnico) que el fútbol sudamericano, y después se sigue riendo de todas estas simulaciones latinoamericanas, se ríe de Maradona, se ríe de Pelé y se ríe del fútbol en general, tan poco importante, después de todo, tan poca cosa, tan alimento de nosotros, los ignorantes desesperados.
* Santa Úrsula-Coapa es la colonia donde se encuentra el Estadio Azteca. Ubicada en la Delegación Coyoacán, hacia el sur de la Ciudad de México, se trata de una de las tantas colonias populares del DF, aunque, debido al Azteca, ostenta una historia única gracias al fútbol. Se cuenta que durante el Mundial de 1986, exactamente para el célebre partido del 22 de junio entre las selecciones de Inglaterra y Argentina, los Hooligans quisieron hacer de las suyas en territorio mexicano, para lo cual no hallaron mejor cosa que internarse en la colonia, saquear y destruir cuanto les saliera al paso. Como lo pudieron comprobar de inmediato, fue una pésima idea, pues los vecinos de la Santa Úrsula reaccionaron a tiempo y estuvieron a la altura de las circunstancias, esto es, les propinaron una paliza a los ingleses como nunca antes éstos habían recibido de alguien que no fuese un policía. Sin duda el 22 de junio de 1986 fue un día negro para los ingleses.
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