Por la obsesión futbolística he recorrido muchas canchas. De muchos barrios. No me voy a poner exhaustivo. Sería imposible. Debo decir que un periodo largo jugué en Plaza Almagro. Algunos nombres: el Elliot, el Queso, el Pedro, el Colocho, el Huachipato, el Cra, el Rucio y, como suele ocurrir en todas las canchas, había cantidad de personajes que solo conocía de vista o por forma de jugar, pero nunca habíamos hablado nada cuerdo y nunca lo haríamos. Eran “conocidos desconocidos”, sin apodo siquiera. Más aun, con esos conocidos desconocidos era con los que mejor me llevaba.
El Pedro era uno de los sujetos a los que le sabía el nombre. Venía de Coquimbo, y rápidamente fue alcanzando un cierto liderazgo dentro del grupo. Yo no lo pescaba mucho. Supongo que eso le molestaba. Le gustaba ponerle sobrenombres a la gente. A mí me bautizó como “el Mexicano”. Yo lo hallé gracioso, me parecía bien. No era el primero que decía que tenía aspecto de mexicano. En otra cancha me llamaban “El Santana”. Pero se suponía que tenía que molestarme, era parte de su juego. Cuando se dio cuenta que me daba lo mismo, el picado fue él.
Cierto día llegué a la plaza. No había ido mucha gente. Creo que se trataba del día de la madre. Habían invitado a unos rivales para suplir a los ausentes. Recordaba vagamente al arquero, quizá lo había visto antes en otra cancha. No estaba seguro. Empezó el pichangueo. La cosa estuvo dura desde un principio. No sé si a mí me estaban golpeando más de la cuenta o ese día andaba más sensible, pero me empecé a enrabiar. Como otras veces, como otras tantas veces dentro de un campo de juego. En ese tiempo yo no usaba canilleras, así que me tenía que comer sus buenas patadas. A la media hora de juego, ya sentía las canillas hinchadas. Cuando bajé la media, vi que había sangre también. Una de las injusticias que recuerdo: un flaco con aspecto de pingüino de cuarto medio me dio un planchazo por atrás, para luego tomar el balón y salir jugando. Nadie cobró la falta ni pareció importarle. Lo tuve que agarrar de la camiseta para alcanzar a detenerlo. Antifútbol total. Lo mío y lo de él. Otros también estaban entrando fuerte. Yo no sé si a mis compañeros les estaba tocando lo mismo. Mis alegatos internos, mis empujones posteriores, mis posteriores entradas fuertes, que llegaban tarde o que llegaban con una rudeza que no les hacía mella. Hasta que vino esa jugada en que me pasé al pendejo (que no era muy hábil) y me fui directo al arquero. Una de las pocas jugadas que pude armar esa tarde. El arquero se lanzó con un planchazo, muy bien ejecutado, a dos piernas, desentendiéndose completamente de la pelota. Caí al suelo, me revolqué un rato del dolor. El partido había seguido. Me paré y lo encaré. Yo no tenía ganas de pelear. Solo lo encaré para expresar mi molestia. Cuando la discusión subió de tono me fui a mi sector. Nuestros rivales se apestaron y se fueron. El Pedro se me acercó. Se notaba molesto por el partido terminado antes de tiempo.

–¿Que pa’, Mexicano?
–Estaban golpeando caleta, malditos jalados. – mi forma de decirlo, mi mala costumbre de pronunciar bien las palabras, sonó de otro planeta.
–Chia, y qué tanto, te juiste en pura palabra… si querís mandarle un combo en locico a alguien, se lo mandai de una…¡qué tanto palabreai!

A mí su discurso me pareció bien agüeonao, pero traté de tomármelo con humor:
–Bueno, así es el fútbol.
–Ya po, a ver…
–¿A ver qué? –pregunté con total ingenuidad.
–Peliemo’ poh… a ver, ya poh…

Y acompañó sus palabras con un empujón.

–No quiero pelear- le dije.
–Ya poh, a ver…- y se abalanzó sobre mí. Ahí me di cuenta que la cosa venía en serio. Me dio la locura completa y empecé a golpearlo. Él se trataba de defender tomándome de la polera (al rato estaba completamente rota), hasta que lo boté al suelo y estuve sobre él. Puse las rodillas en sus manos (así quedaba indefenso) y luego apunté mis puños a su cara. Estaba derrotado, completamente. El Elliot (un tipo de raza negra, pero completamente chileno) dijo:

–La media pose.

Trataba de descomprimir la situación. Yo me paré y lo dejé libre. Después le dije:

–¿Qué onda?, si ni siquiera me caís mal – Me saqué los chuteadores, me puse las zapatillas, agarré mi mochila y me fui.

A la semana siguiente volví. No tenía nada de qué arrepentirme. El Pedro no apareció. Me sentí dueño de la plaza. Tuve la esperanza de haberlo espantado para siempre. Pero un pichanguero no se arranca fácilmente de un partido. A las dos semanas empezó a ir de nuevo. Debo aclarar acá que el famoso Pedro era un verdadero talento con el balón. Y, en venganza, se dedicó a “pastelearme”. Sus mejores fintas las guardaba para mí.
Ese inesperado éxito en una pelea de barrio me cambió bastante. Se me quitó el pacifismo (que no era mucho, digámoslo) como por encanto. Empecé a sentirme invulnerable. Dos semanas después estaba peleando de nuevo. Y volví a ganar. Un triunfo dudoso de todas formas, porque le pegué a un amigo de mi polola, un intelectualillo de poca monta que marxisteaba como cura de parroquia, sin escuchar a nadie. Durante el partido Chile- Uruguay (eliminatorias para Japón-Corea) se dedicó a coquetearle un poco a mi ex. Y resulta que la ex (que en esa época no era tal) escuchaba deslumbrada sus conceptos y sus citas. Mientras, ambos no dejaban ni escuchar el partido con tanta utopía marcusiana. Todo terminó en un empujón cuando el tipo se atrevió a burlarse de mí con algún comentario acerca de mi frivolidad futbolística. El tipo quedó sentado en su silla. Se paró y lo senté de otra vez de un empujón. Cuando se paró de nuevo me fui a golpearlo, pero ya toda la casa estaba sobre nosotros. Después de eso, mi ex quería terminar conmigo. No sé como la cosa se arregló. No quiero hacer el esfuerzo de acordarme, en realidad. De todas maneras ese fue el principio del fin de ese pololeo.
Estuve todo ese año peleándome a cada rato, en la calle, en los carretes, en otras canchas. La última pelea fue con un tipo enorme, un auténtico ropero de tres cuerpos y estuve a punto de ganarla. Le perdoné la vida en el momento equivocado: lo tenía en el suelo, con su nariz a mi disposición y la cara de pánico que no se la sacaba nadie. Con el perdón, el fortacho se rearmó. Tuve que salir huyendo. De todas maneras, en todas esas peleas casi no sufrí ningún rasguño. Era extraordinaria mi capacidad de sobrevivencia.
La pelea con el fortacho, sin embargo, fue el final de mi relación con la ex. Cuando llegué a la casa ella estaba hecha una furia porque la había dejado sola. Era verdad. Con la pelea, me desentendí completamente y unos amigos la fueron a dejar a la casa. Nuestra casa. La discusión subió de tono. Me gritó cosas y me lanzó un zapato sin achuntarme. Me fui a mi pieza. Teníamos piezas separadas para casos como ese. Al rato sentí que golpeaban la puerta de calle. Ella no abría y golpearon de nuevo como para echarla abajo. Fui a abrir y me encontré de frente con inesperados visitantes: carabineros. Me tomaron detenido por violencia intrafamiliar. Cuando ya estaba en la comisaría ella se apiadó y retiró la denuncia.
–¿Por qué hiciste eso? No te he tocado jamás un solo pelo -le pregunté cuando estábamos en la calle.
–Pero habrías terminado haciéndolo –dijo y puso la misma cara del intelectualillo marxistoide.
Cuando escuché eso, casi la golpeo por primera vez. Me contuve. Un mes más tarde ella empezó a salir con otro tipo y yo me fui de la casa. Se había terminado.
Después de tan grave efecto de mi violencia, tomé una decisión radical. Emprendí una terapia sicológica. Funcionó. Al cabo de seis meses estaba convertido en un corderito. Volví a la cancha de la que había desaparecido por mi depresión postmatrimonio. Me miraron como a un bicho raro después de tantos meses. Nadie preguntó nada, ni tiempo hubo. El partido estaba por empezar. El anterior liderazgo del Pedro se había transformado en franca dictadura. Había montón de gente nueva. El coquimbano todavía estaba con sangre en el ojo por la pelea que le había ganado. Seguíamos sin hablarnos ni saludarnos. Me siguió pasteleando en los partidos, aprovechando su habilidad. Después de un trancazo que le gané en mitad de cancha, terminamos peleando de nuevo, pero esta vez no pude ganarle. Me hizo una rápida combinación de golpes que me habrían llegado a la cara si no me protejo. Me alejé unos metros y practiqué lo aprendido en la terapia: evité el conflicto. Nadie entendía nada. La pelea anterior sólo la había visto el negro Elliot, que ya no jugaba por un corte de ligamentos, y yo creo que no se había divulgado esa antigua humillación del todopoderoso líder Pedro.
–Hai practicado –le dije, y puso cara de como si le hubiesen descubierto un secreto. Lo imaginé con cara de loco golpeando un saco de arena que tenía mi foto.
–Sí, poh –y se puso a golpearme de nuevo. A mí sólo me alcanzaba la capacidad boxeril para evitar que me llegaran a la cara.
Me sentí débil. Pero le grité a mi equipo (íbamos perdiendo): “sigamos jugando”. Todos me miraron sin hacer nada. Di un balonazo preciso a un delantero y volví a gritar “¡sigan jugando!”. Ahí cacharon que había que ganar. Y con la rabia acumulada que yo tenía, atacamos como dementes, hasta dar vuelta el partido y ganarlo. La desesperación del “Pedro líder” era evidente.
Una semana después de esa nueva pelea me lesioné un hombro. Haciendo demasiadas pesas. La sorpresiva derrota en el boxeo me enloqueció. Desde la básica que no perdía una pelea. Imaginaba sacándole la mierda y a cada envión con la barra, cada kilo de peso que le ponía a la barra era un combo más en el hocico del Pedro. Pero en mi nuevo periodo “psicoanalizado” esa obsesión me duraba una semana. O eso creo. Porque antes de comprobar mi teoría me vino un desgarro en el hombro que me impidió seguir el entrenamiento y seguir con el odio. Se curó con antiinflamatorio y reposo. Dentro de los reposos que me receté estuvo el no ir a la cancha a la semana siguiente de la pelea. Por supuesto fue la mejor decisión desde un punto de vista médico. Pero el gil del Pedro se debe haber pasado el rollo de que no iba a ir más. A la tercera semana, si yo no iba, él podría tener la tranquilidad en mi desaparición. Entrené un poco con el balón manteniendo el hombro vendado. El día domingo en vez de llegar puntual, llegué como media hora atrasado. Era obvio considerando lo que demoraba en vendarme. El tipo le estaba hablando a los demás, burlándose de mí, diciendo que yo no vendría, según lo que alcancé a escuchar cuando me acercaba, sin que me viera porque estaba de espalda. Cuando saludé, apareciendo cinematográficamente, empezaron a burlarse de él. Y él respondió molesto, “si querís no vengo más a jugar a esta güeá”.
Había llegado tarde, pero el partido no había comenzado. Empezaron a convencer al Pedro de quedarse. Yo estaba en el otro extremo de la cancha. Por supuesto, estaríamos en el mismo equipo. Llegó un argentino que iba en ese tiempo. Nadie lo pescaba mucho por ser argentino, así que no saludó a nadie. Me puse a chutear un poco con él, en la espera del inicio. Llegaron otros: recuerdo uno de esos especialistas en fouleo que hay en todas las canchas de Chile. Tenía cara de profesor de educación física, con excelente estado, pero menos habilidad que una momia. Se armaron los equipos. Empezamos ganando de inmediato: el gol había sido del argentino. Vino la consiguiente desesperación del Pedro, que hacía sus amagues más lujosos, sus rabonas más exuberantes, pero ya no poseían la solidez anterior: llegaban blanditas y sin fuerza a las manos del arquero. Yo estaba prendidísimo a pesar de mi desgarro, pero traté de dosificar para no cansarme de entrada. Hice un gol bien bonito: remate, el arquero despeja con los puños y volea en segunda instancia. Fue un disparo desde veinte metros. Una cosa rara porque no suelo hacer muchos goles. Después me fui a la defensa para descansar. Atrás casi no había trabajo que hacer. Los teníamos completamente arrinconados. No podían pasar la mitad de la cancha. El gil estaba desesperado. El profesor estaba haciendo más faltas que nunca y yo me tuve que comer dos. En la segunda fue súper evidente, trató de botarme agarrándome de un brazo. No le resultó y me fui con profe y todo conduciendo el balón. Empezó a pegarme palmetazos en el pecho. No me dolió nada, yo estaba lleno de adrenalina. Con esa actitud me di cuenta de que el loco estaba muy picado y le guardaba total fidelidad a su “líder”, el Pedro. No logró botarme. Me deshice de él con jerarquía. El tipo se tiró al suelo alegando que le había pegado, cuando yo ya estaba a dos metros. Algunos se rieron. Me descontrolé un poco y le grité que no hiciera teatro. Alguien de mi equipo me agarró de la camiseta y me apartó del sujeto.
Seguimos atacando y llegamos a estar hasta por cinco goles de diferencia. Nos alcanzaron un poco después, pero nuevamente pusimos presión. El partido terminó con triunfo por tres goles. Salí contento. Cagado de la risa, diría yo. No era lo único que me tenía contento ese fin de semana. Justo la noche anterior había tenido entre mis brazos a una linda chica, la que se convertiría en mi nueva mina con el correr de las semanas. Y ahora el triunfo en la cancha. Todo estaba, como se dice, “flor”.
El Pedro, después de ese partido, estaba bastante cabizbajo en un rincón. Se fue casi sin despedirse. Salvo del profe que lo acompañó como una falderillo. Se me acercó mi equipo, viéndome ahora como el líder, cuestión que nunca sé asumir si es que es muy evidente la demostración de “los súbditos”. Tengo una especie de pudor al respecto y en situaciones como esa trato de arrancarme. Y estos súbditos eran harto evidentes.
A todo esto, yo llevaba como un año desde que había tenido mi primer esguince de rodilla y volvían las molestias cada tanto. Me recomendaron usar una rodillera, como forma de protección. Era como un parche pirata en un ojo inexistente dentro de mi rodilla. En el siguiente partido vi que mi antagonista también recurría a lo mismo. Me dije que tanto dribling lo había lesionado. Ese siguiente partido fue extraño, jugamos hasta agotarnos. La idea, que se le ocurrió a él y que rápidamente se propagó, era que ganaba el último que quedaba en pie. Además, no jugamos en la zona junto al palacio Cousiño, como era usual, sino que junto a Santa Isabel, que es una avenida bastante concurrida. La pelota se nos iba constantemente a la calle, lo que aumentaba las dificultades. Llegamos a estar 3 horas jugando y varios salieron porque tenían ampollas o calambres. Uno a uno iban cayendo. Despidiéndose, alegando cosas por hacer o yéndose sin que se notara demasiado. Algunos se quedaban esperando el final. El Pedro salió en un minuto de furia, pateando lo que encontraba a su paso, nuevamente sin despedirse de nadie. Se sentó a una cierta distancia, solo. Estaba molesto por no ser el último sobreviviente. Lo que aumentó su furia, supongo, fue que los últimos sobrevivientes fuimos el argentino (que jugaba por el equipo del Pedro) y yo. Lo del argentino era esperable. Cuando salía a trotar por Plaza Almagro lo había visto con pesas de 3 kilos en cada tobillo. Los demás no tenían aspecto de estar con el orgullo herido. Es más, este enfrentamiento final dejaron de verlo como parte del partido. Se transformó en una pelea Argentina-Chile y vi que todos se instalaban con curiosidad. La situación la recuerdo con algún grado de niebla. Me fui encima con el poco de fuerza que me quedaba y traté de ganarle por aguante. O con el argumento que me quedara. Increíblemente, no me costó nada. Estábamos casi al borde de su área. Hombro con hombro empezamos a disputar el balón. Por algún extraño motivo, quizá porque él era bastante alto, perdió el equilibrio y se mandó al suelo. Desde allí intentó un tacle deslizante. Vano y último esfuerzo. Un amague simple, enfilé a su arco y, para la galería, haciéndome el gracioso, me tiré al suelo y la conduje con la cabeza. El argentino no se había levantado. La verdad, mi intención no era humillarlo. Era jugar a ganarle a la historia. Estaba humillando a la historia. Miré hacia donde estaba sentado el Pedro. Sonreía. Es decir, había superado su desprecio por mí por ese breve instante en que estaba en juego el honor de la patria. Su sonrisa desapareció cuando notó que lo observaba. Arregló sus cosas y se fue.
Después de eso no volví a jugar en varios meses. La lesión de rodilla se agravó algo durante la semana. Quizá el extremo esfuerzo de esa batalla de tres horas me pasó la cuenta. Me enyesaron diez días “por precaución”. Después vino un periodo dedicado a la kinesiología. Durante ese tiempo, la abstinencia futbolística hizo algo de mella en mi cerebro. Soñaba constantemente con partidos de fútbol, partidos eléctricos en canchas de tierra pero televisados a millones de telespectadores. Durante los fines de semana me iba a ver partidos de fútbol a las schoperías: la Premiere League, el campeonato nacional, la Bundesliga, lo que fuera. Me sentí como un profesional promedio, que después de la lesión recurren a estas manías cuasidestructivas para aplacar los deseos de entrar al gramado.
Reaparecí después de dos meses. Me recibieron con alguna alegría. Vi que no estaba el Pedro y no pregunté nada, suponiendo una cosa fortuita. Al partido siguiente tampoco estuvo.

–¿Qué pasó con el Pedro?- le pregunté al “Queso”, ese guatón hábil pero lento que me trataba de “tío” cada vez que me daba un pase.
–No pregunte na’, mire que ese está en cana.
–¿En cana? ¿Mató a alguien? –dije con tono de broma.
–Casi. Lo metieron preso por mandanga. El Pedro era rebueno pa’ pegarse en la pera. Casi mató al rati que lo fue a detener. Ese tiene pa’ varios años.

“Eso explica muchas cosas”, me dije pensando de inmediato que su talento tenía su origen en la cocaína. Después me di cuenta que eso también me dejaba sin antagonista, lo que era un alivio pensando que estaba recién volviendo y quería hacerlo de a poco. De todas formas, Plaza Almagro había perdido popularidad en mi ausencia. Iban solo los peruanos. Tuve que buscar otras canchas. Terminé jugando en Parque O’Higgins. Para allá habían migrado varios.

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