El libro comenzó con un texto que finalmente fue excluido, acerca del dios Helicón, en el cual se concebía la paradoja de un monte ciego al cual sus hijos convencían para rebelarse contra el sol, prometiéndole que recobraría la visión en caso de que la empresa resultara favorable. Sin embargo, el sol desbarataba el plan y el monte era vencido siendo destruido en pedazos, desperdigado en el mar. El tema principal era la poesía, principalmente la pregunta por la capacidad del lenguaje de mostrar lo que se desconoce, también siguiendo alguna cita del Convivio al respecto. Luego vino un pasaje de Seferis en que se refería a la poesía de Homero como distinta de «la cólera de Aquiles», distinta del argumento y rastreable en diversas figuras y maneras de su lengua. Había pasado bastante tiempo desde mi lectura de esos libros, lecturas realizadas con fines académicos. Volví a leerlos poniendo atención en esas zonas claras y opacas, quise creer que leía a ese Homero, al poeta, de mano de algún traductor entre tantos. La historia por contar tenía que ser forzosamente fragmentaria, debía tratarse de momentos cuyo vínculo fuera menos formal y más «sentido» o «revivido». Los temas podría identificarlos como el sentido de pertenencia a un colectivo, la guerra, el nombre y luego la empresa de dar vida a una forma con su fracaso consecutivo; una forma territorial, política, ideológica u estética, todas y ninguna a un tiempo, pero en el tiempo del poema. Dichos temas podrían ser sintetizados en uno: la voluntad de una obra, su justificación o fundamento. La principal impotencia, de la obra: su dependencia. Así como el sistema solar depende del sol, todo acto sucede supeditado a una idea de dominio, en primer lugar, el dominio de la misma obra. Pesimismo, o el deber ser de una belleza en tela de juicio, escrita, sin embargo, con esperanza.

David Villagrán

 

 

 

 

Poemas

 

Movimiento es otro nombre para dominación.

Ta I Gin Hua Dsung Dschï

…a fin de que sirvamos a los venideros

de asunto para sus cantos.

Iliada,VI

Llegas., silenciosa, secreta,

Llegas, silenciosa, secreta

y despiertas los furores, los goces,

y esta angustia

que enciende lo que toca

y engendra en cada cosa

una avidez sombría.

La Poesía

 

 

Pasión por engendrar una forma en el temblor difuso de la lluvia

 

Tierra, puro equinoccio azul

no hubo soberano tiempo aquí.

Luz, imperio, real habitación.

Un segundo rota y nos espera siempre

un aliento largo vino y fue.

 

Manos:

manos vueltas cuenco en altamar

de hombres,

lamiendo de sus palmas dulce oro de los ríos.

Hombres:

postergar todo lugar y envejecer,

pronunciando un fino vaho de comercio

secos, henchidos sus dorados labios.

 

Y que beban solo de la lluvia,

sabia cura el espíritu que alumbra

mares, con sus aguas desplazando

el intraducible aliento de la voz.

 

Si aún pudieras indicar la tierra

o húmedas las líneas de la mano

en su brillo soportaran nuestra edad;

nada que aplazar, ni por abrir,

nada por cubrir o alcanzar.

Fin de fines. Heráldica, cohorte.

 

Por ti, a ti, en ti, de nombre Herrero,

nudo de los hombres,

que das martillo a la frente

y con sudor lavas nuestra violencia:

seremos últimos siempre;

la soledad vencida, el número en la carne.

 

Vientre de mujer o cavidad del pecho.

Olas en elevación, decrecimiento.

 

 

 

 

Oído en el oleaje

 

Huyendo de la leva del tirano atravesé los mares, y tuve que amar e injuriar a hombres extraños. Mas no sentí nostalgia de mi pueblo, joven era y ya bastante conocía.

 

Me embarqué.

Recuerdo la estrecha nave y la noche amplia.

La hora absurda.

Ojos inquisidores cambiaron mi rostro.

Cuanto silencio pude guardé durante el viaje largo, y mi

boca, limitada a oír, fue el pan que untaron ellos en el vino.

Tal era el mar, como el remo de la bruta labor, como el

remo que se olvida en la playa, de pie, sobre la tumba del torpe compañero.

 

Amargo sabor de las aguas, más de un naufragio probó la

sensatez de mi cuerpo conduciéndole a errar por horas visible.

Sin embargo, mayores que el océano fueron los días; más

difíciles las horas salvo en tierra.

A saco entró mi pecho al latrocino envuelto con palabras

relucientes; historias que ofrecí por los caminos soñándome

pastor de mi desgracia.

 

Un rostro diurno que las olas me negaron me engañó en

los ríos, pues tuve sed y bebí, tuve hambre y comí.Y solo alimenté

los días robando haciendas por la noche.

 

Cobijaba mi codicia la vigilia.

 

Así amé el sueño que otorga el trabajo ajeno:

compartiendo a los perros mi carne, teniendo por cómplices las

estrellas.

Pocos trazos me faltaban para comprender el lento mapa de mi sangre.

Decía de lugares que tocaron mis manos, de gentes que en

mis mentiras se reconocía.

Yo ultrajé cantando al mundo que me acometía tocando en

ellas la batalla de mi falta.

…Y dí su nombre a todos los guerreros en el mío.

 

Pude vivir de esta manera entre los hombres.

Recibiendo un pan ingenuo envejecí en hospederías.

Saciado ya de las jornadas y su boga entonces retorné al

hogar de la ignominia; nadie recordó el viaje más tranquilo de mi

vida.

Allí estaba la choza, paciente con su ruina, y junto a ella mi

padre con el rostro de sus años.

Vi al ciego, impenitente, como perdiendo la posibilidad de

su retablo.

Miraba fijo al sol, alentado por la brisa marina.

 

Has vuelto, sé quién eres, fueron sus palabras.

Y yo, torpemente, me ubiqué atrás de su espalda.

Ahora te quedarás, continuó, y yo habré de partir.

Le debes los dones a la que te ocultó y que ahora la tierra

bajo tus pies oculta.

Tendrás  que  reparar  esta  casa,  trabajar  las  redes  o

preocuparte de sembrar y arrancar la mies.

Entonces conseguirás el vino.

Págale bien a tu madre.

Si tiene a bien tus ritos podrás llorar y partir, otra vez,

buscando lejos la muerte que podrías recibir aquí de mano

semejante.

Yo estuve en esa guerra, fui herido y herí, no sabrás de mí nada más.

Ahora parto a enderezar las aguas, los caminos, a  borrarte

de las gentes.

Todo lo que he visto lo he guardado, y te vi:

Fuiste un enemigo muerto.

Pasearon tu cadáver nuestros carros.

Te perdiste entre los cuervos y los perros.

Tu lugar en las naves y en nuestra casa lo ocuparon los

pertrechos.

 

Todo lo recoge el carro dorado, aunque los años lo alejen

del corazón del hombre. Yo cantaré y lo asentaré por siempre en

su pecho, tan fuerte que jamás se ha de marchar.

 

Y el viejo se volvió, como si pudiera verme, sólo para

avanzar por mi lado y  perderse de una vez en rastro de su

muerte.

O bien para dejar el mar ante mis ojos, mientras el viento

tendía hasta mi rostro la rompiente, de pie sobre la tumba de mi

madre.

Pude llorar, pude fingir por un momento, quieto, hasta

arrojarme hacia la playa un peso enorme, como el que sostiene los

barcos, sin nada que elevar salvo la voz ante el oleaje.

 

Inclinándome interrogué a su reflejo, claro en mis rodillas,

difuso cuando el agua retrocedía.

Anciano, no  te  conozco,  le  dije, sólo  sé  me  diste  un nombre.

Te llamas como yo.

 

 

 

Arreciaron las lanzas tormentas de hierro,

y su juego fue vano, inocente de heridas

 

A la vista las redes descansan

lo que oculta esperó la semilla:

 

huesos eludiendo la jornada, y muros

atestando con despojos la móvil hacienda

que el canto pagó con sopor y fue sueño,

cambio seguro, hocico en moneda extranjera.

 

Bestias arrastran el sol de la tarde;

si las horas calzan el estómago del cuervo,

otro sueño agencie a las aguas ventura,

o de puerto a ribera se levante aurora negra.

 

Nos queda la noche castigada por el fuego,

e incapaz discierne en bandos a la muerte:

humo donde lucha la amistad

vencida elevándose hasta el cielo.

 

Pon tu corazón en la balanza,

que nadie mida el púrpura en la tierra,

una estación entre estaciones cava

el surco que otro surco canta.

 

Hambre nueva, ceniza entre los dedos,

siembra y siega útil como tumba

cuando el jardín es un olor que sobrecoge,

y viste monte claro, día tibio.

 

 

 

 

 

 

Gimen los fantasmas nuevos, los viejos lloran.

Se les oye llorar los días oscuros y lluviosos.

 

 

Pueblo, nuestro pueblo está en ruinas

¡Y cómo brillan sus monumentos!

 

Lluvia trajeron los astros derramando violencia,

jamás pensó el exilio volvernos a las costas

sobre nuestra tierra naufragamos,

en nuestro propio campo somos sangre,

grano y plaga de langostas.

 

Hoy es cauce el horizonte de los valles,

yace el arado aunque siembre la hiel

brazos inútiles, cuerpo sobre cuerpos,

el torso lapidado por la inercia;

agitó el manzano la Serpiente,

y comieron de su fruto las palomas.

 

Perdidas la labranza y la recolección,

oh Pléyades, no sabemos si hay un héroe,

recordamos al Boyero con labor en la esperanza;

tardo el tiempo cuando se afila el hierro,

sabe la muerte todo fruto

ociosas al Toro las palomas alimentan.

 

Extranjeros,

han venido a repartir la espiga

bajo el sol de nuestras tierras;

trajeron su vino del ponto

y la lengua en que nos fuimos

pareciendo su sonido:

 

“Una tierra noval el firmamento

segado el cielo.

Una joven que derramó consigo

pace la tarde.

Del agua su primicia recibía

el amplio seno.

Madre, por tus hijas te reconoces

cambiando oscura”.

 

 

 

 

Semejantes a esas aves cuya vista la noche aguza

y el día ciega

 

 

Días y el amor no pasa, noches y el amor no avanza.

La que duerme devanando el sueño

en sus ojos compartió contigo el lecho,

en tus ojos. Fue imposible dar un múltiplo

los párpados innumerables

decían con palabras tu fijeza:

 

Habré de sujetar un cuerpo prisionero,

un mascarón en proa de tu nombre.

 

Mortal te quiso un dios que me es extraño;

en pacto con las aguas tomó a la noche por esposa,

puso entre mis manos su cadena.

Araba los cielos, mis obras lacerando su deseo.

Dispuso el engaño y pensé la justicia,

quiso los vientos, ordené yo las velas.

 

Fui vigía en la nave del cortejo,

toda luz y la extensión de un mar abierto.

Pero conocí tu pie antes que te hiciera amante el alba

o te perdiera el rostro la divina bruma.

 

Quietos mis ojos sobre el timón,

en partes iguales repartía el brillo al horizonte.

La rueca de las aguas, rumbo quieto,

claro, atento, abandoné en el tuyo,

y até los altos dones del amante a su cadena;

el sueño que estancaba la tarde,

la nave que en ti se hallaba plena.

Y el mar en pié, las olas levantadas,

un muro donde la noche viniera,

testigo de quien trama su deseo.

 

Arrojando mi cuerpo a tierra intermitente

destino otorgó a mis pasos la luna

con voz audible y túnica celosa;

al dios esposo castigó por el ultraje,

y despuntó al infiel oculto tras los montes.

 

Como soportan el orbe con sus ojos las estrellas,

yo, mortal, tuve que sostener tu nueva imagen:

blanca ternera, atándote mis manos,

tejiéndome vigía a nuevas velas.

 

Permanece mi vida que cambia de dueño

confundida en la voz para amor, para celo.

Cubierto de ojos mi cuerpo, salvo mi vista,

nada posee hoy el sol extranjero.

Si ganaste tú la libertad

he de contarte cómo me perdí:

 

Siete ojos la nave de mi rostro

levantada en sangre contra el sueño,

mi cuerpo oscurecido por fantasmas,

sus párpados iluminados, satisfechos;

fueron las historias del ladrón, del mensajero,

pero conocía bien el capitán al riesgo,

ordenó raíces a sus labios separados

y pidió más fuerza al ritmo de los remos.

 

Nave, tierra, constructor y marino: no existo.

Busco a la mujer que atravesó todos los nombres.

 

 

 

 

Le huí bajo las noches, bajo los días

bajo los arcos de los años le huí

 

I

 

Nuestras ciudades cerraron sus puertas al mar con

distancia variable.

Suspendimos dentro su decoro en andas de lo bello pues

jóvenes aprendimos la miseria de la espera.

Frente a los cobardes desnudó su seno la vida e insistió:

para la muerte hubo mejores.

 

Necesario fue el error. Sé que podrás juzgar, a traición de

lo que conoce, la abandonada herida.

Calzar y blandir los hombros en desmesurada cicatriz;

mudar por sudor un oro que a mi sangre se asemeje.

 

Olvidando el arte de guiar los carros, depuse las armas y

troqué contigo un bronce feble.

Puliendo el metal de mi mano se amoldó su destreza a tu

cóncavo  espacio; tuve  que  tomar  tu  cuerpo  y  separar  sus

vestiduras.

Donde huyera el hijo y el amigo al enemigo, donde el

huésped despidiera al hogar de su hacienda, yo habría de entrar a

ver cómo pesa la tarde por afuera, tú aquilatando mi balanza

entre las horas.

Pensé, un sol pondría en claro nuestras cuentas.

 

Sin embargo, preparados  los  rostros  la  misma  Justicia

apoyó un dedo.

Te pido ahora bien me dirijas tu lanza.

 

 

 

 

II

 

Cuando fuiste por última vez mi mano encrucijada en su

camino, no sentí, y  fue como postrarme tú, pesando en mi

columna la marea.

 

Consumada la persecución el golpe tarda. ¿A qué dar

vueltas con las voces en holgura?

 

Ya describirás las armas de la lluvia, la armadura y el

cristal de su semblante, más potente que voz de muchas aguas y

que el mar.

 

Ahora di que el cielo abierto soltó el brillo de once codos a

la vista, repite hoy el cuento de la lanza:

 

“Como en un jardín inclina su tallo la amapola,

combándose al peso del fruto o de los aguaceros primaverales, así

inclinó el guerrero la cabeza”.

 

Pero tú caíste con estrépito, como se cae en realidad, y la

lanza atravesó tu corazón.

 

En cada latido se movía hasta que el ímpetu perdió su

fuerza cubriéndose tu rostro con la sombra de una nube.

 

 

 

 

III

 

Jamás  soñé  con  un  tesoro  enrojecido  por  la  brisa.

Sementera de mis ojos alumbró en la tierra negra la medianía del

pecho cruzada por el brote.

 

Todavía por el músculo, la sangre irguió la lluvia sobre el

polvo, y fui creciendo lento como el árbol tañe al barro.

Ahora cuéntame en mis días la tardanza de la noche en el

amor, aquí no hubo cólera ni muerte pretendida en las arenas.

Un enemigo atento a su propia invasión.

 

Si obligué a mi ejército en el ruedo, si me tejí en sus armas,

las manos húmedas no fueron mías.

Imaginé mi fuerza en la batalla como el ladrón figura un

arte sin codicia.

Un deseo se cegó en sus andas, quebró una bendición esta

distancia.

Tomó el lugar de sus mensajeros quien recoge los dones

de aquel por quien vivimos.

 

Aquí dejo la imagen de mi flor, primicia para el juicio de

los vientos.

Como antes la atravesara el rayo, pon tu pié en mi pecho y

arráncame el espacio que creyó tenerte.

 

Fantasma, sol desconocido.

Lector sin tiempo.

 

 

 

 

 

 

Lo que el sol atrapado por un niño en un espejo.

 

 

Al principio fue la coraza.

 

Conoció desnudo el cuerpo que prometió traer de vuelta, y

tuvo que cubrirlo de cortezas.

Pálido, sobre las aguas lo desarmó el viento.

 

Ella pudo sentir que estaba vivo.

En la espuma dibujó su corazón, y reparando aquella

forma condescendió a la indigencia.

Dio pies  y  manos  a  la  obra,  fundió  oro,  perforó  la

esmeralda.

Todo lo hizo pensando un nuevo cuerpo con sus propias

armas.

 

Puso en ella, solitario, un jardín. Un jardín cercado por

invierno.

Sometió la arena al fuego vivo de su aliento y  aguardó

que bien la fragua se adecuara a su modelo.

 

La primera  capa  se  transparentaba,  poco  a  poco  iba

distinguiéndose un prado en los arbustos, y se allegaba largo cual

sendero hasta una choza.

Restando figuras al vidrio las siguientes capas grabó en

ellas un limón.

A su lado circulaba una ventana.

Creciendo lo vivo hasta la superficie podía ver mudarse el

tiempo en ella.

Entonces engastó una piedra dando forma a los Amantes:

cerca dispusieron del espacio suficiente.

En el centro y con mesura, como ella lo dispuso, las nubes

derramaban oro encontrándose en el lecho.

 

No existía un corazón bajo la escena y recordé el inútil arte

de los hombres.

Recordando ella su propósito, llevaron del suelo la frágil

coraza sus manos a cielo abierto.

 

Vidrio por vidrio atravesó la luz hasta chocar su rapidez

con el dorado anverso, y éste devolvió la imagen que hacia el sol

corrió con prisa.

 

Ella dijo que podría demorarse algunos años; viajaría lejos

y su arte es lento.

Luego arrojó  el  molde  a  las  aguas  y  las  olas  blandas

amainaron.

 

Con el índice apuntó diciendo: el mar.

El mar nunca se halla satisfecho.

 

 

 

Solsticios, David Villagrán, Marea Baja Ediciones, 2009