Artista: David Delin
Desierto
El corazón en el techo, yo recibiendo
el amor que corresponde a la legítima
mientras me observa desde arriba y lanza
mensajes codificados: “qué poco vales
por morir lentamente entre besos”.
Los tímpanos perciben el eco silencioso
del órgano que late por inercia que me espía
que se mezcla con lamentos los tuyos los míos
que llora por la que está suspirando por huesos
ajenos y que se ha rendido a otras manos.
Con el último suspiro en la soledad
de mi ausente delito me quedo quieta muy quieta
esperando a que regrese el trozo de carne
a su hueco, pero parece inerte, confiesa
con rabia entre los dientes que no desea
ocupar su sitio: no se sentiría cómodo
habitando las costillas
de una extraña.
Príncipes grises
La mayor mentira de mi infancia:
la existencia del principito.
Los principitos que pisan mi suelo
tienen coronas de colmillos de serpiente,
presumen de inocencia en la bragueta
y se visten con capas de promesas mal cosidas;
proclaman madurez para heredar
el paradisíaco reino de los placeres
pero abdican ante la dura batalla del compromiso
ante princesitas no tan frágiles
que se conforman con ser conquistadas
para mitigar capítulos breves de soledad.
Yo no quería ser como estos seres terráqueos:
me construí una avioneta de papel arrugado
y volé hasta atravesar las nubes, con destino
a un asteroide sin príncipes ni princesas, ni flores
ni reyes, ni baobabs, ni zorros, ni faroleros;
no encontré nada superando los límites del cielo,
y sólo cuando caí en la arena del desierto,
magullada y triste, encontré mi lugar en el mundo
en la punta de mis dedos.
Mi iglesia (En el nombre del padre, de la madre y del plato que tengo en la mesa)
Padre mío, que trabajas horas y horas
para que no nos falte de nada,
santificado seas, hombre enfermo de amor,
señor del reino de los humildes,
haz tuya la voluntad con esas manos
víctimas de sabañones, quemaduras y cortes,
perdona a Dios por ser tan blasfemo
y a los desgraciados que no merecen
ni unas miserables migajas de compasión,
no me dejes sola en este agrietado camino,
cercado con alambres de espinos,
y libérame de la «poesía» de profetas impostores,
amén.
Delirante muñeca de un solo uso (Hay que desconfiar de los corazones inertes, aunque para un polvo, todo da igual).
Te recomiendo que me alquiles
una camisa de fuerza
para mi estancia en tu manicomio de carne:
por ser tu juguete (extra)oficial de segunda mano
-o tercera, o cuarta, o quinta… a saber,
tampoco importa mucho esta cuestión-,
la garantía no responde de posibles defectos.
No soy tan inocente, ni tan gilipollas:
no es la primera ni será la última vez
que violen a la niña resentida de mi interior
y a mi delicada salud mental.
Viejas glorias: Carnaza para buitres (o por qué coño todavía no hemos denunciado a Disney por haber engañado a toda una generación de mujeres)
Ojos brillantes y sonrisa de satisfacción en Alicia
cuando, eufórica, escapa al bosque:
corretea por los senderos, acogida por la sombra de los
árboles,
saluda, coqueta, a las ardillas y a los pájaros de sus ramas,
explora las madrigueras, anhelando un encuentro
con el simpático conejo blanco y su reloj dorado de bolsillo,
se tumba al sol, cerca del riachuelo
pero pronto aparecen los guardianes,
y Alicia se ve acorralada por dos enfermeros y un frívolo
doctor
que someten su alma risueña a una camisa de fuerza…
Pobre Alicia.
El diagnóstico: alucinaciones paranoides, desequilibrio
mental.
Porque los enormes conejos que tocan la trompeta
y los gatos traviesos e invisibles no existen.
Porque ella no fue testigo de la muerte del último dodó.
Porque su imaginación concibe gusanos fumadores de opio.
Porque el ritual del té y las pastas comienza
a las cinco de la tarde.
Porque una monarquía desalmada de aficionados
a rebanar pescuezos
es una visión surrealista.
Pobre loca.
Y Alicia se rinde, sumisa: se deja arrastrar por sus captores,
asume la medicación psiquiátrica recomendada,
¿pero quién podría asegurar que Alicia estaba tan mal de la cabeza?
Simplemente le afligía habitar
entre la contaminación atmosférica,
comida basura, primas de riesgo,
príncipes y princesas desleales,
hipotecas, miserias
y poetas nihilistas.
Y por eso, el corazón se refugió en su realidad.
Dios te bendiga, Alicia.
Dios bendiga a los locos.