And you don’t always realize it,
but you’re always falling
With each step you fall forward slightly.
And then catch yourself from falling.
Over and over, you’re falling
And then catching yourself from falling.
And this is how you can be walking and falling at the same time.
Laurie Anderson

 

“Baby you don’t know what it’s like, baby you don’t know what it’s like, to love somebody, love somebody, the way I love you”. Intenta llorar, lanzar un grito desesperado y desgarrador, pero no hay lágrimas ni voz, solo un walkman que vuela por los aires y se parte en mil pedazos.

Toma unos segundos y sigue caminando. Va sin rumbo por calles amplias y semivacías. Sabe que todo se acaba, que todo llega a su final. Pero ese conocimiento en momentos como éste no le sirve de nada. La tristeza y amargura de perder lo importante, lo que creemos realmente importante, puede destruir y aniquilar la esencia de un hombre.

Han pasado cinco horas desde que ella lo abandonó, o, más bien, desde el momento en que volvió del trabajo, abrió la puerta de su casa y lo que encontró fue el silencio de los objetos. El silencio de objetos despojados de pasado.

Aún aturdido por los eventos, ha llegado sin querer a Escuela Militar. Estos no son sus barrios. Nunca quiso vivir en este lugar. Pero si son los barrios de ella, de quien se fue sin siquiera decir adiós.

Mira a su alrededor buscando un lugar que lo acoja, que lo ayude a ordenar las ideas y asfixiar su pena. Afuera de un bar, dos maestros de la construcción se despiden efusivamente. Se abrazan, se dan las manos, se vuelven a abrazar. Se golpean pecho contra pecho y caen desparramados uno a cada lado. El hombre pasa entre ambos y pone un pie dentro del boliche.

Es un día de semana y le sorprende ver tanta gente en un espacio tan reducido y sombrío. La mayoría son estudiantes, el resto corresponde a los inútiles de la familia. Hombres con educación, con incluso el garbo del que todos hablan, pero sin la mayor idea de qué hacer con todo eso, de cómo ganar un par de centavos y dejar de arruinar las alicaídas arcas familiares.

Luego de pedir una piscola al calvo de la barra, el hombre se refugia en el rincón más alejado. Es un lugar pequeño, demasiado pequeño para contener tanta emoción, se dice a sí mismo mientras vacía de golpe el sucio licor. Llegará el día en que todo se caiga a pedazos, el día en que no podremos seguir tolerando toda esta farsa, piensa.

Pese a que odia emborracharse en momentos tristes, ordena una segunda piscola y comienza a observar a los habitantes del antro. Un grupo de cuatro hombres, sentados en la única mesa que tiene vista a la calle, llama su atención. Tres de ellos bordean los treinta años. El que completa el grupo es más viejo, cerca de los cincuenta. Tiene una voz aguda y mueve en exceso las manos al hablar. Con escándalo forzado lo ve ordenar otra ronda.

El hombre se acerca disimuladamente a esa mesa. Antes de asimilar las voces, ejecuta un pequeño sondeo visual. Intenta ver lo que está detrás de las palabras, detrás de tanto gesto absurdo. El más viejo dirige la conversación. Un hombre de cráneo generoso le hace preguntas.

Le cuesta un poco acostumbrarse a la entonación de las voces. Distingue, sin embargo, la voz del viejo intentando recordar algo, y a otro de pelo largo que juega incansablemente con su barba mientras habla.

–          Como esa vez que te tuve que llevar a tu casa…

–          Esa vez estaba mal.

–          Alvin dijo que habían tomado dos botellas de whisky antes de venir acá.

–          Me tomé una, pero en un lapso muy corto, algo así como una hora. Además de una botella de vino y unas chelas, aunque eso da lo mismo. De ahí nos vinimos curados y en el camino nos fumamos un porro. Con eso nos fuimos a la mierda.

–          Esa noche te cuidó Alvin huevón, si no es posible que hubieras hasta  desaparecido. ¿Es verdad que llegaron los pacos?

–          Según algunos, llegaron. Yo estaba atrás. Trastocado. En otra. Ido.

En ese momento una gorda de minifalda hace ingreso al local. Se dirige de inmediato a la mesa de los cuatro. Al hombre de pelo largo lo saluda de un beso en los labios y se sienta sobre sus rodillas.

–          Aquí somos huevones inteligentes, creativos…- continúa el hombre con cara de vieja.

–          Borrachos, huevón, somos borrachos, y…

–          Y pedófilos.

–          O sea, imagínate, somos borrachos y pedófilos…

–          Sadomasoquistas, huevón.

–          De todo, somos todo lo que quieras. En todo caso, tengo que ir al baño y presiento que ahora se viene la escalada meística.

El hombre de pelo largo y la gorda de minifalda se levantan y se dirigen al minúsculo baño que posee el local.

En un vano intento por olvidar, deja de escuchar la conversación del grupo cuando el melenudo y la gorda se meten al baño y se dirige a la barra a ordenar que le sirvan cuatro whiskies en hilera. Piensa en el poeta irlandés que murió en circunstancias similares; piensa en la poesía que ha dejado de escribir, y en la existencia y/o transparencia de su mano. Las lágrimas de olvido nunca llegan y las imágenes comienzan a nublarse en su horizonte. Mira a su alrededor y lamenta el hecho de no conocer a nadie, de ser un extraño en un lugar extraño. Es en ese preciso instante cuando recibe un destello de toda la tristeza y amargura que está por venir.

La noción del tiempo desaparece junto con la puerta de salida. La cantidad de alcohol ingerida ha completado su sistema. La cabeza le da vueltas, todo se desplaza: el lugar, la gente, las mesas, las voces, los sentimientos. Tratando de no vomitar, se dirige al baño lo más rápido posible. La pequeña cabina se encuentra ocupada y se escuchan quejidos que provienen de su interior. Es una emergencia, trata de decir, pero las palabras le salen confusas, inexactas.

Lo primero que se le viene a la cabeza es lanzar una patada sobre la manilla. Saltan las astillas, la puerta se abre de golpe y una escena bizarra le golpea la cara como un látigo. La misma gorda que lanzaba gritos al viento momentos atrás, ahora está siendo follada por el hombre de pelo largo mientras el más viejo le lame los pies, o los zapatos. El espejo ha sido colocado sobre el lavamanos y sobre él unas líneas blancas han sido organizadas por tamaño y curvatura. La repulsión de esos cuerpos grotescos acelera su nausea y el vómito sale disparado hacia la espalda de la gorda, la partes privadas del melenudo y la cara del vejete. Enfurecidos, los del interior le arrojan todo tipo de insultos y patadas. De pronto un puño escapa desde el baño y se deposita de lleno en su mentón, haciéndolo caer de espaldas, inconsciente.

Al despertar, siente unas terribles punzadas en el cerebro. Mira a su alrededor y sólo encuentra oscuridad. Por el olor deduce que todavía está en el bar. Comienza a dar manotazos en busca de una pared, o de un interruptor. No entiende lo que ocurre, ni cómo es que cerraron el bar con él adentro. Se incorpora a tientas: un paso, después otro. El lugar se siente más grande en la penumbra. De pronto uno de sus pies deja de tocar el suelo y se sumerge en el vacío. Intenta inútilmente aferrarse de algo que frene su caída. Rodea su cabeza con los brazos y vacía su mente. Quiere que el final solo sea un punto en blanco.

Para su sorpresa toca fondo con nada más que un par de moretones. Aún no logra ver nada, pero al menos ahora escucha un murmullo que no viene de muy lejos. El murmullo podría ser generado por una voz humana o por los chillidos de una rata. Después de todo, piensa, sólo un uno por ciento de información genética separa el destino de ambas especies.

Se incorpora y comienza a caminar por lo que parece ser un túnel. Una angostura que lo conduce invariablemente a otra, y ésta a su vez a otra, como si estuviera al interior de un laberinto. A veces escucha voces, pero éstas desaparecen cada vez que intenta acercarse a ellas. Finalmente logra distinguir un destello de luz. Al continuar la marcha, las voces se acrecientan y la luz se intensifica. Se acerca sigiloso, con sus palmas rozando la pared. Figuras sin contornos aparecen frente a sus ojos. Una voz le grita en una lengua nunca antes oída. Una multitud de cuerpos lo rodean. Un aroma fétido se ha apoderado de su olfato: una mezcla de sangre y semen, de alcohol y de palabras condenadas a cambiarlo todo.

Mientras contempla hipnotizado las imágenes, siente a su alrededor que algo se quiebra, vidrios que caen y una multitud de miradas en su dirección. Su presencia ha sido revelada y las voces de asombro se aceleran. El hombre entiende que es hora de correr, de escapar de un destino que todavía no reconoce como el suyo. De alguna parte recuerda que la mejor manera de evadir a un grupo es cruzando a través de él, y se lanza en torpe arremetida. Siente sus piernas pesadas y los golpes que recibe adormecen aún más sus músculos. Está a punto de perder el equilibrio, pero sabe que sería el fin. Ya no piensa en la mujer que lo ha abandonado, en el abismo que es la soledad. Ahora sólo quiere escapar del lugar al cual llegó sin ser invitado.

A tropezones llega al otro lado de la bóveda y ve dos túneles idénticos. Instintivamente escucha el sonido del agua que emana de uno de ellos. Sin titubeos se lanza desesperado. Avanza unos cuantos metros y un río de aguas turbias aparece ante sus ojos. Su cuerpo es llevado por las aguas en medio de las tinieblas del amanecer.

No sabe bien cuánto tiempo se mantuvo a flote, ni siquiera sabe a qué lugar llegó. El sol cae, tibio, sobre lo que parece ser ya el final del día. Un montón de basura lo rodea. No sabe explicarlo, pero entiende que algo ha cambiado, que el agua se ha llevado más cosas de lo que parece, que el sonido de las voces escuchadas en la caverna no se irán de su cabeza, que la caída ahora será libre. Sabe que el inicio del final ha comenzado.

 

Ilustración: Katerina Golerik