Alex era un hombre común, con pensamientos como los que tiene la mayoría de la gente. Al menos, eso parecía. Un día cualquiera, sentado en la butaca de su hermoso piano de cola, y mientras tocaba repetidamente la misma nota -esperando crear alguna melodía-, su mente fue poseída por extraños pensamientos que parecían no provenir de su ser. No era la primera vez que le ocurría; no obstante, esta vez lo sentía diferente.
Alex, siendo un hombre retraído, no lo era en extremo. Vivía solo, acompañado únicamente de su música, su trabajo y algunos amigos con los que se reunía a charlar y beber de vez en cuando. Su trabajo se basaba en componer pequeñas piezas musicales para películas de bajo presupuesto, cortometrajes y obras de teatro. El trabajo no le reportaba mucho dinero, pero sí lo suficiente para vivir y darse, cada cierto tiempo, pequeños gustos. Esto le ayudaba a combatir su carácter introvertido y elevar un puente hacia las conductas que se necesitan para enfrentar al mundo. Sin embargo, como es de esperar, tenía un sueño -no cumplido- que consistía en forjar una agrupación de músicos con quienes llegar a consolidar una forma de expresión musical y poder verter en ella sus emociones y su música; efectuando un encuentro real con almas semejantes a la suya.
Alquilaba un departamento en el lado oriente de la ciudad, en una zona bastante activa. Cuando la noche abrazaba los antiguos edificios, éstos se transformaban en testigos de cientos de historias como la presente. Alex vivía en el décimo piso, el último. Era oscuro, pero misteriosamente acogedor para él.
Cuando no se encontraba en su departamento, o en su trabajo, Alex solía visitar a sus amigos, o simplemente asesinaba el tiempo en el bar que se encontraba inmediatamente abajo del edificio donde vivía. Luego de haber bebido algunas copas regresaba solo o, si había suerte, en buena compañía.
Tras la costumbre de dejar al azar el destino de su vida y aceptar la cotidianeidad de ésta, nunca imaginó lo que le ocurriría aquella lluviosa tarde de invierno. Ahora pienso que no tuvo tiempo para analizarlo. Mientras tocaba repetidamente la misma tecla del piano, los pensamientos comenzaron a atacar su cabeza por dentro y por fuera -cuales predadores voraces de cordura-. Así y todo, se dio cuenta de que muchos de estos pensamientos no le pertenecían, cuestión que ya comenzaba a asumir. “Muchas mentes piensan diferentes cosas, pero pocas meditan y reparan en lo que piensan esas mentes ajenas”.
Su cerebro se movía en torno a hechos abstractos y a cosas aparentemente sin sentido. Quizás porque -en su solitario análisis del principio eufórico de los pensamientos del prójimo- se había percatado de que éstos sobrepasaban toda la enseñanza adquirida, no sintió mayor perturbación y prosiguió con su ruleta intelectual.
Lo que al comienzo parecía divertido -la búsqueda de una representación del mundo ajeno- se fue tornando luego en el umbral del infierno, en el de la tan esperada consolidación de su destino. Ahora sus pensamientos analíticos crecían hasta transformarse en emociones y sentimientos, verdaderos asesinos de su integridad.
A medida que transgredía el límite esperado de la supra-reflexión, sus fronteras se fueron desvaneciendo hasta el punto de sentirse inundado por los instintos más primitivos que lo rodeaban. Con este trágico descubrimiento, Alex sintió que su capacidad humana era superada por la perversa existencia de las especies.
El conocimiento que lleva a sentir las auténticas motivaciones del ser humano, lo encadenaba al despojo de todo aquello que sucede a estas motivaciones: la conciencia por los demás, la ética, la moral, “las buenas costumbres”, el amor. Así, se sintió poseído por todo aquello que carece de alma y de espíritu. Dada su obsesión incompatible por comprender las conductas ajenas, y por el mar de ejemplos que se le presentaba: el deseo incontenible, la vanidad que lleva al egoísmo y la soberbia, y el odio comprensible. Todos estos rasgos aparecían como artífices invictos del miedo, el dolor, la frustración y la angustia, viéndose desgraciadamente enfrentados a la única esencia del alma humana: la incapacidad de ser esclavos de nosotros mismos.
Muchas veces había deseado ser otro sin dejar de ser él mismo, pero en este momento esos otros lo aterrorizaban, le repugnaban y, para colmo de males, en su soledad se veía rodeado de ellos. Tanto llegó a desarrollar a este monstruo en su cabeza, que llegó a sentir compasión por ese Dios que “todo lo sabe”. De esta manera, desesperado, se vio fuera del apartamento bajando las escaleras mientras su terror y repugnancia crecían y crecían. Veloz abrió la reja de metal que daba a la calle, como si todas las legiones del infierno lo persiguiesen. A pesar de que, una vez fuera, pudo respirar y la lluvia refrescó su desfigurado rostro, no logró mantener a los demonios alejados. Es más, ahora los tenía más cerca, caminando, conversando, riendo y mirándolo todo alrededor; a él también.
Por un segundo pensó entrar al bar pero el torbellino de pensamientos que se mezclaban dentro, fue como una cortina de pavor y decepción que no pudo llegar a cruzar. Ahora los malditos lo empujaban a regresar a su guarida, pues a estas alturas era el único lugar donde estaría más tranquilo. De esta forma volvió a encontrarse en las escaleras, y en menos de lo que alcanzó a pensar lo inevitable -regresar a su refugio- ya estaba dentro de él, jadeando descontroladamente.
En su desesperación hizo un esfuerzo sobrehumano por recuperar sus pensamientos propios, y con ello la calma. Intentó recordar pasajes hermosos de su vida y lo logró; sin embargo, la reflexión era inevitable. Llegó a concluir que todos esos pensamientos que lo torturaban no eran sólo ajenos, sino que también él había sido y seguiría siendo su propio torturador.
Sintió repugnancia de sí mismo, de todo el ser humano, de toda la Creación. Estaba condenado, no podía sentir compasión ni por él mismo ni por nadie, pues el amor le había fallado. Finalmente quiso volver a aquellos momentos inexistentes, donde en el descanso no estaría acompañado -como antes de nacer- y donde no existiría la razón del ser.
Mientras todo esto le ocurría, vio cómo el piso de la calle se acercaba vertiginosamente hasta sus ojos. Los que se encontraban abajo, ahora lo miraban asombrados, y a la vez le sonreían desde el fondo de sus almas inertes. Tuvo así un último momento de terror e incertidumbre y quizás también de dolor.
* * *
Hoy día, sentado frente al piano me pregunto: ¿Cómo es que yo sé todo esto? A veces tengo pánico de llegar no sólo a pensar, sino que también a sentir como él.