No sé qué me impulsaba visitar ése parque; solía caminar sin rumbo fijo saliendo de casa sin dirigirme a lugar alguno, las tardes otoñales eran frescas y me encantaba mirar los contrastes del ocre con el sedimento de los colores arenosos, muy en contraposición a los tonos firmes que hoy en día observo en toda temporada, pues aquí, el contraste casi no existe; los cambios entre estaciones pudieren ser imperceptibles. Cuanto deseare fuere igual en la vida misma, cambiar de estado anímico sencillamente por el placer de hacedle, reír por el llanto de una lágrima que vuestro rostro congela al frío del alba, sin temores ni esperanzas que en bagajes superfluos colmen valijas rellenas de quimeras.
Había comprado una taza de café, que me fue servida en esos molestos e incómodos vasos de papel encerado que hasta la fecha tanto odio, pues no son térmicos, dejando escapar el calor del líquido por todo su contorno y terminar finalmente tan aplastados que es imposible el disfrutar la delicia y el aroma de un café. Busqué una banquilla en el parque para sentarme y dejar que el tiempo inmisericorde transcurriese sin preocupación; disfrutaba en extremo hacedle, sentarme ahí, sola en mis recuerdos y dudas, observando a la gente caminar de un lado a otro mientras los autos por el asfalto se deslizaban, complacida por sentir el aire golpear mi rostro, revoloteando mi corto pelo que deseaba creciere en largos cabellos que llegaren a cubrir el cuello y mis hombros, sentarme impasible, mirando como la luz se fundía en un atardecer, sintiéndome una misma con la evolución de mi cuerpo que deseaba tornase en hidrógeno y flotar por encima del aire mismo, dejando bajo mi piel a todo habitante de éste mundo, fuese extraño o conocido; solamente volar por la libertad de hacedle, sentirme una en armonía finalmente con una naturaleza que me había atormentado al dividirme en dos.
La banquilla en la cual solía sentarme se encontraba ya ocupada por una mujer de trigueña cabellera mediana y unos cuantos años mayor que yo, diría que su edad oscilaría entre los 26 ó 27, no más de ellos: ataviada con otoñal blusa blanca de seda y botonadura al frente mantenía entre su regazo un suéter marrón que no dejaba de acariciar con ambas manos, su falda era larga y amplia estampada con motivos florales de tonos semiobscuros, misma que se entallaba a sus piernas víctima del viento que soplaba, jugueteando con la tela en un vaivén constante, y paradójicamente, su cabellera permanecía casi inalterable, pues aun cuando su pelo lacio se esparcía por los costados de su rostro, nunca llegó a cubrir su cara, la cual, por más esfuerzo que realizo, no logro sus facciones delinear en un despejado recuerdo; solamente permanecen sus ojos claros, azul de mar profundo que sirenas por océanos cruzan las fronteras que delimitan nuestras carencias. Extrañada por verle en primera ocasión, le saludé con gesto amable y sonrisa tantas veces ensayada por sociedades que importa poco el sentido del gesto mismo; sentándome en la esquina extrema de la banquilla que ella ocupaba, sosteniendo el vasillo de papel entre mis manos y soplándole de vez en vez dejé que mis introspecciones afloraren, más poco duré en ello, pues sus palabras parecían dirigidas a mí, en altos susurros que parecieren gritar enmudecidos entre labios que poco abrían. Yo le miré extrañada y con evidente interés pregunté si había dicho algo, a lo cual ella volteó su rostro para mirar al mío, y sin pronunciar palabra, sonrío en gesto cordial, pero su amabilidad me llenó de pesadez extrema, cayendo en melancolía absoluta al extremo que las lágrimas pudiesen rodar por entre mis mejillas. Aparté la vista, depositándole en el vasillo de café intentando quizás, y sólo quizás, que aquella melancolía que me había invadido pudiese ser ahogada de inmediato en la infusión obscura del frío brebaje. Por varios minutos, mi mente se despojó de pensamiento alguno, y en contraposición de la creencia estipulada, la obscuridad absoluta se alojó en cada rincón y espacio de mi mente y pensamientos, enturbiando las súplicas que mi ser imploraban en búsqueda de un segundo de elocuencia. Dentro de ésa fugaz eternidad, la mujer abandonó la banquilla del parque sin que yo pudiere percatarme de ello. Levantando la vista del vasillo de papel vacío, miré a mi derredor, la monótona cotidianidad seguía su curso y yo me dispuse a ser parte nuevamente de ella.
El día siguiente a mi primer encuentro, regresé de nuevo al mismo parque, procurando que la hora fuese semejante al día anterior; esperaba encontradle de nuevo, sentada en la incómoda banca de metal forjado al pié de los viejos árboles que poblaban el aberrado jardín, tiñéndole de ocres entre amarillos y naranjas; el clima era más fresco que el día anterior, lo que había provocado que vistiere con un delgado suéter y mis acostumbrados y masculinos jeans que terminaban en botines de gruesa suela tipo montañista. Esperaba con ahínco el encontradle sin conocer el porqué de mi esperanza, pero deseaba hacedle, sentarme a su lado y entablar la charla que el día anterior no había surgido. No me defraudó, le encontré en el lugar justo del día anterior, yo no llevaba un vasillo de café entre mis manos, pero ella era exacta, pareciere que los minutos y horas entre un día a otro le hubiesen escurrido por entre su mortalidad sin afectación de espacio-tiempo, de nuevo, con gesto afable le saludé y tomé mi lugar al extremo de la banca, en donde el susurro del viento trajo hasta mi garganta las palabras innocuas de una rosa que moría; enjaulada entre ojos de mares observó mi rostro, y con el temor malsano de la mórbida curiosidad le miré de frente, escuchándole sin observar sonidos, cegando los oídos para dejar entablar la muda charla que por entre su vestido en vaivén escurrí, jugueteando con la tela que por claroscuros tiñó sórdidas palabras que no pronunciamos. Y ella permaneció, y yo, sumida en adentros melancólicos de un encuentro desee mi mente y pensamientos en obscuros tornasen, más no me encontraba en la banca más, por encima del cuerpo mismo, en elíxir amorfo de gases compuestos flotaba, despojando piel de vestimenta alguna que le atase cruel en género preestablecido por estigmas que lacerasen pasiones y compasiones. Dentro de ésa fugaz eternidad, en cielo abierto enjaulada por la libertad de un gas amorfo, permanecí inquieta para incorporarme de nuevo a la monótona cotidianidad que su curso seguía.
Durante aquella semana, fui fiel a nuestra cita, encontrándonos precisas en el lugar y tiempo diligentes, ajustando nuestros lugares, ella exacta escurriendo por entre su mortalidad la afectación de espacio-tiempo, y yo, en lágrimas que congelan amorfos gases, reí en la melancolía de gritos por gargantas ahogados, y susurrando silencios que enjaulan libertades oprimidas aprendí a sentir los ocres entre amarillos y naranjas, conspiración divina, entrañada por dualidades que sucumben entes iguales, distantes unas de otras, similares en destinos.
Un día, cuando mi tiempo sea el justo y el espacio albergue mis gritos que sucumben sórdidos en pecho, he de sentarme en la banca de un parque, ataviada con otoñal blusa blanca de seda y botonadura al frente, manteniendo entre mi regazo un suéter marrón que no deje de acariciar entre ambas manos, con falda larga y amplia estampada de motivos florales en tonos semiobscuros que se entalle a mis piernas víctima del viento que sople, jugueteando con la tela en un vaivén constante, y paradójicamente, mi cabellera habrá de permanecer inalterable, pues aun cuando el pelo lacio se esparza por los costados de mi rostro, nunca llegará mi cara a cubrir, la cual, por más esfuerzo que realizo, no logro sus facciones imaginar, y mis ojos claros, elíxir de gas amorfo, tras un epitafio que cruza fronteras que delimitan nuestras carencias, finalmente entre ocres de amarillos y naranjas, habrán de morir.