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Si estamos ante la palabra belleza, Proust nos infunde la “catedral” de la belleza; si es amistad, nos impone el “monumento” de la amistad. Modifica la sonoridad de las palabras evocando contenidos yuxtapuestos que transforman la realidad representada por esas mismas palabras.

Lo reinterpreta todo, regalándonos códigos y claves para que descubramos nuevos ángulos o ángulos escondidos de nuestro propio pensamiento y de nuestros sentimientos.

Un abigarrado y multifónico ejercicio que, siendo lato en su lectura aproximativa, va seduciendo lentamente nuestro inconsciente para llegar a la “Atmósfera Poética”.

Un permanente ejercicio de exageración de sentimientos y exacerbación de ideas en que el desarrollo discursivo de la trama es
tan pletórico, delirante o agónico, que no se condice con la realidad de la circunstancia descrita. Si pasamos la valla de la tolerancia lógica, entramos en los campos poéticos.

Arte poético y barroco en el que se usan las ideas para explicar el pensamiento y todo lo de circundante que pueda tener (desde lo nimio a lo esencial). Redondeces del pensamiento útil e inútil, guiándonos por senderos de palabras que se pierden y encuentran. Raíces para los árboles de Lezama Lima y Wacquez.

PERO: es en algunos tomos donde se encierra la intensidad poética de Proust. Allí se nos revela la tríada artística del señor Vinteuil (músico), del señor Bergotte (escritor) y del señor Elstir (pintor) en que los tres son el mismísimo Proust, y en donde el análisis que el narrador hace de dichos artistas son, en el fondo, su propia y personal autoreferencia.

Creo que hay, por parte de la crítica, cierta indulgencia forzada hacia Proust. Seré sincero: en los dos primeros tomos existe la mirífica transpiración poética del autor y luego, en los siguientes, decae la potencia y Marcel nos inmiscuye en la vida de los salones parisinos con un dejo a teleserie antigua que aburre. En estos tomos Proust (a ratos) se aleja del relato en poesía y retorna a la dilatada novela costumbrista.

Me atrevo a insinuar una ruta que disminuya la cantidad de 3.500 páginas a que nos obliga su totalidad, proponiendo la lectura exclusiva del tomo Uno; Dos; Cuatro, en su primera parte (“Primera aparición de hombres-mujeres”) y en la segunda parte, capítulo primero, (sección “Las intermitencias del corazón”); y finalmente el Siete.

Sin perjuicio de la excesiva extensión, sigue siendo un d estructor de novelas (Cervantes del siglo XX). Con Proust la novela ya no solo puede ser secuencia narrativa sino poesía contenida o escondida en los rieles de un tren equivocado. No es prosa poética sino poesía disfrazada de novela….

Joyce nos entrega el segundo martillo y desestructura el idioma. Proust no altera la estructura del idioma sino que va mermando
sinuosamente sus fundamentos para derribar las construcciones lógicas (Proust muere cuando nace el Ulises – 1922).

Durante todos los tomos el protagonista (Marcel) va dilucidando su intención de ser escritor. Realiza amagos e intentos, informando permanentemente al lector de este titubeo vocacional. Finalmente, en el último tomo el protagonista decide escribir y el final de la obra se constituye como el inicio a una obra ideal y verdadera, transformando, en consecuencia, los siete tomos de Proust en preparación y borrador. ¡¡Que eterna curiosidad será la obra que escribirá Marcel en la imaginación de todos nosotros!!

Literatura desde y hacia la aristocracia. Murasaki Shikibu en su novela de Genji es la gran amiga japonesa de Proust en esta estirpe de cortesanos brillantes que circundan las altas castas sociales, inventándolas. Murasaki respetuosa (como buena medieval) de su
leyenda aristocrática. Proust (como buen modernista) va desilusionándose en la medida que sus tomos van avanzando a la par
de los años del personaje, y es bien sabido que los años esceptifican.

El tiempo perdido, recobrado, añorado, angustiado, recordado, escrito, modificado o inventado en la Memoria Poética. Y recuperar el tiempo perdido es traer el recuerdo, voluntaria o inconscientemente, a nuestra presencia actual: sentirlo nuevamente. “En busca del tiempo perdido” es hacer vívido el pasado actualizando las sensaciones archivadas. Proust nos dice: “Yo acababa de percibir en mi memoria, inclinada sobre mi fatiga, el rostro tierno, preocupado y desilusionado de mi abuela,…reencontraba en un recuerdo involuntario y completo la realidad viva. El yo que era yo entonces, y que había desaparecido por tanto tiempo, estaba de nuevo tan cerca de mí que me parecía aun escuchar las palabras que había precedido inmediatamente, y que sin embargo sólo eran un sueño, como un hombre despierto a medias cree percibir cerca de él los ruidos de su sueño que huye. Yo sólo era el que buscaba refugiarse en los brazos de mi abuela,…reencontrándola al fin, comprendí que la había perdido para siempre.” (Las intermitencias del corazón, tomo IV).

2011, desde abril a noviembre.
(La transición entre dos estados civiles:
el de ser feliz y el de serlo aún más)

 

Fotografía: Proust en su lecho de muerte, Man Ray, 1922