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Mi padre se fue a la guerra cuando éramos muy niños. Pasaron los años sin saber nada de su suerte, hasta que un día nos llegó una carta que ponía el nombre de mi madre con su letra. Ella la miró en silencio y la puso encima del mueble donde se guardaba la vajilla de porcelana. Mi hermanita intentó tomarla pero mi madre le sujeto fuertemente la mano y con su mirada le hizo entender –y a nosotros también- que la carta jamás sería abierta. Aquello se convirtió en nuestro silencio compartido. Por las noches jugábamos a imaginar su contenido: nuestro padre había liderado la batalla final y el enemigo, abatido y humillado -pero admirado por su heroísmo- le había convertido en su rey y ya no podría volver jamás; en otras ocasiones una bala de cañón había atravesado su estómago y con su sangre lograba escribir aquella nota; también lo imaginamos desertor, oculto en alguna isla del pacífico, viviendo a base de agua de coco y peces dorados. O bien secuestrado por un barco pirata que pedía como recompensa cuarenta lingotes de oro. Cuando algún amigo nos preguntaba por nuestro padre, nosotros señalábamos el sobre que se iba tornando amarillo en aquel mueble convertido en altar familiar. Nuestra madre murió después de una larga lucha contra la tuberculosis, decidimos enterrarla con el sobre en su regazo; así la carta dejó de ser un objeto y se convirtió en la herencia que pasamos a nuestros hijos y nietos: todas las historias posibles de nuestro padre.

 

Ilustración: Landscape, de Wooli Chen