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1

El norte de la ciudad de Veracruz huele a coque y polvillo de carbón, a gasolina quemada. Huele al humo de las locomotoras que se desplazan lentamente contra un paisaje de herrumbre y cemento. Aquí todas las bardas están cubiertas de graffiti o de arcos de orina, desde los galerones industriales en obra negra hasta los contenedores de desecho convertidos en hogares.

 

2

Temo vive en el norte desde que puede acordarse. La casa que habita fue levantada por sus padres, quienes nos observan con ojos severos desde la fotografía que cuelga en una de las paredes: el fondo celeste, la marialuisa dorada, las ropas sesenteras.

Temo habla de ellos con respeto. Cada vez que los menciona, hace un ademán hacia el cuadro. Sus ojos tristes, de perro apaleado, se humedecen como si aún fuera el chiquillo que vendía chicles en los cruceros y que soñaba con poder ir al circo y no nada más ver a los animales en su jaula, desde la calle.

 

3

La casa de Temo se encuentra muy cerca de las vías. Para ganarse el sustento, recorre el camino de fierro y pesca entre la maleza cualquier cosa que brille y que pueda vender en los deshuesaderos. Trozos de metal que caen de los vagones, refacciones usadas, latas de cerveza, botellas de plástico que Temo vacía sobe la arena, comprime con sus manos huesudas y luego guarda en una bolsa atada a su cinto. Todo sirve para él; todo objeto, en sus manos, tiene un valor insospechado.

Un día, entre unas matas, encontró un brazo humano cubierto de moscas. Lo rondó unos minutos para ver si no llevaba algún anillo. No se atrevió a ir a la policía por miedo a que lo culparan. Y es que a veces los agentes de la zona lo secuestran por algunas horas y lo golpean, nada más para divertirse un rato. Cuando pasan frente a su casa, a bordo de sus patrullas, se llevan las manos a la gorra y le gritan: “Vaya, loquito”.

 

4

De niño, su madre le entregaba a diario una caja de chicles para que los vendiera en los cruceros. Temo estaba obligado a regresar a casa antes de las diez para entregarle el dinero, pero a veces a Temo se le hacía tarde por quedarse en las cantinas. Llegaba entonces de madrugada, dejaba el dinero sobre la mesa y se acostaba junto a sus hermanos. Ni una sola vez su madre lo perdonó: lo despertaba con latigazos de alambre en los tobillos, para quitarle las ganas de llegar tarde.

 

5

Temo mira el retrato.

―A esa señora,― dice, señalando el rostro inexpresivo de su madre― le debo la vida. Y también muchas desgracias.

Los hermanos de Temo corrían con igual suerte: debían trabajar y llevar dinero a la casa. Por eso ninguno volvió después de haber huido. Solo Temo se quedó para cuidar a los dos ancianos hasta su muerte. La vivienda ahora le pertenece, pero Temo no puede quitarse de encima la sensación de que sólo es un arrimado.

 

6

Temo cuenta que, un día, mientras la familia almorzaba junta, la tendera de la cuadra se asomó por la ventana y dijo con malicia:

– Vecino, tenemos que comernos un “pollito”.

Los hermanos se miraron entre ellos. La comida se les atoró en el gañote.

Cuando la vecina se marchó, el padre le pidió a Temo que saliera al patio. Le ordenó que se desnudara, lo amarró a un árbol y, con la rama verde de un naranjo agrio,lo azotó hasta que el chico quedó tinto en sangre, del cuello a los tobillos. Los hermanos de Temo observaban el castigo ejemplar desde la ventana y la madre, en la cocina, machacaba chiles y ajo para preparar una salsa con la que untó el cuerpo de Temo.

― Nunca antes mi madre me acarició tanto―confiesa, y se hunde en un silencio espeso, roto solo por el silbato de las locomotoras reptando hacia el recinto portuario.

 

7

Nunca jamás en toda su vida lo volvieron a acusar de ladrón, presume Temo, gracias a la disciplina de sus padres.

Dice que cuando al fin se le curaron los latigazos, su madre se acercó y examinó las marcas entre sus manos callosas. Ninguna de las heridas que cubrían su pecho, espalda y muslos se hallaba infectada.

― Temo, es por tu bien, mijo― dijo entonces su madre―¿No ves que es bien feo que la gente diga que uno de mis hijos anda robando refrescos?

El pepenador enmudece. Su mirada se pierde en el remolino negro que se ha formado en el interior de su cabeza.

 

Ilustración: Sacerdote, de Bruno Reyes.