Le digo siempre a Dora, mi psicóloga, que si una presta la debida atención a lo que la rodea se puede enterar de las cosas más extrañas, como la del síndrome de los gatos. Esa la saqué de una Para Tí que estaba en la peluquería. Lo llaman síndrome del gato volador. Es cuando uno de estos animales, por exceso de confianza o una falla en sus cálculos motrices, sufre una caída desde cierta altura, insuficiente para que el animal se arme y caiga bien parado pero suficiente para que se lastime. La altura promedio se calcula en 7 metros o dos pisos de un edificio estándar. Pasa muy seguido en los gatos adolescentes, por llamarlos de alguna forma, y las estadísticas no registran diferencias mayores entre machos y hembras afectados por el síndrome. Además, las estadísticas reflejan un alto grado de reincidencia, lo cual quiere decir que no hay aprendizaje de los animales en este terreno. Es decir, los gatos tropiezan más de dos veces con la misma piedra. Las caídas generan más que nada lesiones internas, que cuando no son detectadas y tratadas a tiempo pueden ser funestas. También se lo conoce como síndrome del gato paracaidista.
En sus épocas de actividad, el Coronel, mi padre, era paracaidista. En toda su carrera militar llegó a realizar 998 saltos. Número imperfecto. Dos menos que mil.
Fueron las lesiones internas las que no le dejaron alcanzar la marca de los mil saltos. Cada vez que un paracaidista aterriza, contra lo que se suele creer, lo hace con un golpe brusco. Y que repercute en todo el cuerpo. Las quebraduras de huesos no son raras pero lo peor son las lesiones internas, las lesiones que sufren los diversos órganos del cuerpo humano. Con cada caída algo se desacomoda un poco más.
Y cada día el paracaidista sueña con repetir otra vez el salto.
La lesión del Coronel fue en un riñón. Colapsado, según el Mayor Médico que lo atendió en el Hospital Militar. Colapsado (para cualquiera, que sufrió un colapso; para la medicina, que el tono de las paredes del órgano en cuestión disminuyó de un modo anormal, con decrecimiento y hasta supresión de la luz; para el Coronel, que ya no puede saltar más).
Todavía, cuando la avioneta del aeródromo pasa por el cielo de su quinta transportando a turistas que pagan por echarse al vacío acompañados de un instructor, el Coronel se lamenta por esos dos saltos que ya no van a llegar. Y cuando su esposa, que no es mi madre, le acomoda el almohadón en la silla a la altura de la cintura y él tiene que moverse para dejarla hacer, se lamenta por ese órgano que no llegó a los mil y que irremediablemente un día será extirpado. Entonces, la lesión interna se convertirá en ausencia.
Porque existen muchas clases de lesiones internas que son ausencia. Como esa que cuenta siempre Jorge, un viejo amigo del Coronel que en su juventud fue bombero, en la que una mujer pierde un hueso entero sin un tajo ni una gota de sangre.
Jorge es testigo ocular del caso. No ve el momento justo en que ocurren los hechos, pero él y su dotación de bomberos llegan al lugar unos diez minutos después. Y los hechos consisten en que una mujer cruza una avenida por el medio, con el tránsito detenido. Ese tránsito pesado de media mañana en el centro. Va esquivando autos y colectivos. Los motores vibran de ansiedad pero ella los elude. Hasta que al pasar entre dos autos demasiado juntos entre sí, uno de ellos se adelanta apenas unos centímetros. Un Corsa gris, recuerda Jorge. Es un movimiento casi imperceptible, el que se da cuando un conductor afloja el pie del freno o del embrague por un instante, nada más que un instante. Y entonces el Corsa se adelanta un poco, dos, tres centímetros como mucho, pero igual la pierna de la mujer queda atrapada entre el paragolpes trasero del auto de adelante y el paragolpes delantero del Corsa, que está atrás. Y la presión que ejercen ambos autos sobre el hueso sucede de manera tal que el fémur se hace polvo adentro del muslo, entero, desde la apófisis proximal hasta la distal.
Esto recién se sabe en el hospital, con la radiografía. Antes, la mujer empieza a gritar con todas sus fuerzas. Grita mientras el conductor del Corsa gris da marcha atrás y la libera y lo sigue haciendo hasta que llegan una ambulancia del SAME y los bomberos, alertados por un accidente de tránsito a través de la radio. Pero no hay accidente de tránsito. Para un bombero un accidente es otra cosa, no esa mujer tirada en la calle, gritando. Aullando, según Jorge. De todas formas los enfermeros del SAME y los bomberos la tantean para controlar fracturas u otras lesiones y lo que no encuentran es el fémur. El muslo está morado y blando. No hay hueso. Solamente un polvo difuso adentro del muslo que ningún yeso va a volver a convertir en hueso.
En su quinta el Coronel guarda una foto vieja, en blanco y negro. Es él cayendo desde lo alto, con el paracaídas abierto contra un fondo blanco. Su primer salto. En la parte de atrás, con su letra, él le explica a su madre que no se siente cuando se abre el paracaídas, que uno mira para arriba y lo ve abierto pero que no hay un tirón ni nada, solamente caída.
Existe otra lesión que también es una ausencia. Dora, mi psicóloga, se refiere a eso como el incidente. Hay algo o alguien que ya no está. Y no culpo ni al Coronel ni a su esposa por no haber querido madres adolescentes en su casa. No los culpo por desear una vejez tranquila.
Todos los días revivo ese día en que el Coronel y Nico me acompañaron a la clínica. Dora dice que eso es un trauma. Una especie de lesión psíquica. Juntas tratamos de superarlo. La idea es que los traumas se superan, aunque no se curan. Por ejemplo, el resto de mis hijos, los que vinieron después, me dan alegría. Mucha alegría. Pero no curan el trauma. No rellenan la ausencia. Eso que no está siempre está.
Pero no los culpo. No. Él ocupado en saltar al vacío y ella en reemplazar a mi madre, la gran ausente. No había lugar para más lesiones. Por más que éstas fuesen ya inevitables.
Ni tampoco había lugar para errores.
El error, en realidad, fue mío. Visto a la distancia del tiempo y de la edad, era obvio que Nico no me amaba. Porque si no, todo hubiera sido diferente. Cuando hay amor siempre es diferente. Y cuando el amor ya no está también es diferente. El amor deja marca. La ausencia de amor es de por sí una marca, una diferencia, la huella de una ausencia.
Como queriéndolo, todos los días revivo alguna parte del día ese en que fuimos juntos, Nico, el Coronel y yo, a la clínica. Deseo inconsciente de no olvidar algo que ya no está para nadie excepto para mí, cada día. Cuando espero mi turno en la peluquería, cuando no puedo dormir a la noche, cuando me río junto a mis hijos.
Dora lo llama trauma. Dice que se puede superar. Con terapia y pastillas. Un veterinario diría que es imposible aprender. Diría que las lesiones internas no alcanzan para persuadir al animal reincidente, que busca repetir, repetir, repetir, otra vez, otra vez y otra vez.
Ilustración: Parachute, de Oscar Calafate