Los hermosos patos de cerámica, los tres iguales pero en posiciones diferentes, permanecían en lo alto de la angosta vitrina, en un ángulo oscuro y casi invisible del pequeño kiosco. Se los pedí al vendedor para tocarlos y mirarlos de cerca y me parecieron extraños los enormes ojos alargados y delineados en negro.
No logré olvidarlos.
A veces desviaba mi camino para verificar si seguían en el mismo lugar y me alegraba comprobar que así era.
Tenían dibujada otra línea de color lavanda bajo la línea negra de los ojos y los suaves picos y el pequeño rabo de compactas plumas, eran también del tono más claro.
Me convencí de que habría sido tonto desecharlos sólo porque tenían ojos largos y apenas dispuse de algún dinero partí a buscarlos deseando que no estuvieran, para no arrepentirme por haber incurrido en un gasto superfluo.
Pero ahí estaban. Esperándome.
Pagué rápido y regrese con ellos, también rápido, como si me los hubiera robado y temiendo dejarlos caer.
*
La hormiga con su abrigo semi-largo sobre los pantalones largos que dejaban ver sólo el borde, tomó el metro en la estación Los tréboles.
Le tocó un carro lleno y logró apenas afirmarse, introduciendo su pequeña mano negra en el espacio entre dos inmensas manos blancas asidas al tubo de metal.
En seguida comenzó la inspección que solía hacer de los pasajeros en su entorno.
Había varias hormigas con abrigos semi-largos casi idénticos al suyo, sobre pantalones largos que sólo dejaban ver el borde.
Algunas melenas rubias, cuyas airosas dueñas sacudían a menudo, provocaban su envidia (¡qué maravilla esos cabellos con caída libre en los que se podía entre-deslizar los dedos, pensaba tocando su motuda cabeza negra).
Estaba, como todos los días, el señor alto de traje claro, sujeto en ninguna parte, sosteniéndose hidalgamente de pié entre dos hormigas bajitas.
Y ese otro con aspecto de vendedor, ¿qué otra cosa podría ser con esa gran maleta?, mirándose como siempre en el vidrio de la puerta, sumiendo sus labios para hacer resaltar el bigote en su mínima cara aguda y luego alisándolo con la mano que le quedaba libre.
Junto con terminar su inspección, la hormiga llegaba a su destino.
*
Decidí bajarme en la estación Los jazmines. Quería recorrer los grandes almacenes, pero antes permanecería un rato al sol cerca de los surtidores con agua de color, luego me dedicaría a buscar una alfombra en rosa y lavanda exactamente como si fuera a comprarla.
Pasaría también por el departamento de las lámparas. Necesitaba con urgencia una que me permitiera leer con más facilidad de noche. Después me dirigiría al de las ollas españolas decoradas con flores diminutas, para acariciar sus formas de marmita que me fascinaban.
Una hora más tarde salí a tomar el metro, descendí en la estación Las garzas y me dirigí al cubículo de todos los días.
Llegando encendí el viejo televisor que sólo tenía dos canales funcionando y comencé a escuchar el detalle de las fluctuaciones de la bolsa de comercio y de la política nacional cosas que no entendía en absoluto.
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La hormiga caminó por la cómoda contemplando los patos.
Hoy lucían una ancha cinta de color rosa.
La cómoda era color lavanda-celeste-cielo.
La hormiga pensó que era un color hermosísimo pero que la pintura era opaca.
Desde mi cama contemplé el trío de aves blancas con sus moños rosa.
Me deleitaban el suave colorido y la estática coreografía, pero la cómoda pintada de opaco trasuntaba resentimiento.
Había aceptado sin emitir un ¡ay!, esta frívola capa de pintura sobre su madera de antiguos abolengos.
En varios momentos, brocha en mano, me había sentido perpetrando algo así como un crimen de lesa decoración, pero estaba convencida de que era por su bien.
Ella llevaba tantos años en la oscuridad de un desván.
Ahora había salido a la luz, pero no la reflejaba y las hermosas aves de cerámica eran involuntariamente rechazadas por su superficie un tanto áspera. No lograba integrarlas, aún deseándolo profundamente.
Esa noche decidí que agregaría un barniz transparente que otorgara un suave brillo al color lavanda-celeste-cielo de la cómoda, así los patos, las fotografías, las flores, la luna y por supuesto, la hormiga, se reflejarían en su luminosa superficie poniéndola muy contenta.
Ya encontraría ella, mi querida guardadora de prendas delicadas, la forma de hacérmelo saber.
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Ilustración: Mercedes deBellard