No fue el 2012, ni el 2000 ni tampoco el 2010. Sencillamente no fue.
Yo, mientras tanto, me he dedicado a pasar la vida como quien aguarda que el tráfico se reduzca para poder cruzar la calle, o tal vez espera la luz verde. Pero esa luz no se prendió jamás y aún estamos aquí (ya que somos muchos), a este lado de la calle, aguardando por algún milagro que todavía no se manifiesta para así al fin cambiar nuestra existencia.
Dentro de esta tediosa espera me acompañan sólo los gatos, ya que mi hermosa familia de fotografía de página social y de adulto responsable, se hartó de mí, abandonándome hace algunos años como quien deja una comida descompuesta en la basura, y yo que creía que iba ser para mejor, pero hoy en día estoy aquí, bajo el sol de los años, esperando y rogando porque todo mejore de una vez por todas.
Pero nada parece mejorar. Ayer llamó mi madre, nerviosa como de costumbre, pidiéndome que le llevara la caja azul que dejó en el departamento donde yo vivo hace unos meses. Ayer también traté de llamar a Cristina para saber de mis hijos, pero como era habitual desde hace algún tiempo, no contesta mis llamadas y sólo aparece esa fría grabación. Quise ir a verla, pero no recuerdo muy bien donde se cambió y preferí no andar dando vueltas por toda la ciudad como un viejo senil, por lo que decidí ir al supermercado a comprar algo para tomar. Después buscaría la famosa caja azul que había pedido mi impaciente madre.
En el supermercado únicamente encontré un whisky barato, al fondo de una repisa sucia, era de una de esas marcas que copian a las originales y cuya resaca es exponencialmente inversa a su calidad y sabor. Por supuesto que me emborraché, con lo que me fui a donde la Daniella, una putita encantadora que conocí y que a veces me escucha, y que yo también a veces le hago de paño de lágrimas, una vez que se nos acaba la cuerda y el poco dinero que a esas alturas todavía me queda. Pero esa noche ella no estaba en su esquina.
Di un par de vueltas a la manzana y me percaté que las calles estaban muy vacías para ser viernes. No estaban tampoco las compañeras de calle de Daniella, muchos de los focos se encontraban sin encender, y la noche, la cual estaba de por si oscura, se apreciaba aún más tenebrosa de lo habitual. Volví al departamento por la autopista la cual estaba atestada de autos por una serie de accidentes que habían ocurrido durante las primeras horas de la noche.
En el departamento encendí el televisor para ver algo que me hiciera olvidar lo que había contemplado hace unos momentos atrás. Me serví un vaso del whisky barato y saqué unos cigarros de la cómoda en la que estaba la caja azul de mi madre, la cual, como adivinando, llamó apenas me había sentado en el sillón en frente a la pantalla.
Le dije que ya iba, que no se preocupara, pero me habló y me habló, de que ella no podía esperar toda la noche, que era tarde y que yo era un mal hijo. Sí sé, le respondí, todo el mundo sabe que soy un mal hijo por preocuparme de mi anciana madre todos los días. No me dijo nada, sólo oí una respiración agitada por el auricular y luego colgó. Me quedé con el teléfono en la mano algunos minutos, mientras recordaba aquellas veces que llamaba cuando hacíamos el amor con Cristina y nos interrumpía, nos interrogaba, me agobiaba, nos destruía. ¿Qué estoy haciendo?, me pregunté. Pensé que solamente era un pobre idiota que no sabía qué hacer y había terminado tal como no quería terminar. Predestinado, supuse, castigado, concluí. No había mucha diferencia entre esos dos estados, mal que mal siempre supe que mi vida sería un desastre y que mi cobardía no iba a permitir que me volara los sesos.
Sonó el teléfono nuevamente. Contesté. Era nuevamente mi madre.
-¿Todavía estás ahí?
-Voy en camino- le dije, y fui a buscar la caja luego de tomarme la copa del maldito whisky de una sola vez.
Me subí al auto con la caja. Estaba sellada, no sé si fue idea mía pero la encontré más vieja de lo que recordaba, es más, el papel azul que cubría el cartón estaba arrugado y descolorido. Puse la radio, sonaba Staying Alive, me acordé de los Bee Gees, de Travolta, de Tarantino, de los bailes que siempre hacía este actor para marcar tendencias y lo famoso que fue, ¿fue?, me pregunté, ¿se murió?, no que yo me acordara. Hace tiempo que no veía una película de él… ni de ningún otro. ¿Había visto la cartelera?, no, ¿el periódico?, tampoco. ¡Luz roja! Alcancé a frenar justo a tiempo para no arrollar a una pareja que iba discutiendo. Doblé en la esquina que daba a los departamentos donde vivía mi madre, estaba muy oscuro, ya que al parecer las luces de aquella cuadra tampoco estaban funcionando bien. Estacioné mi auto muy cerca de la puerta de entrada al edificio, tomé la caja con cuidado y me dirigí a la entrada. En la caseta estaba el guardia de siempre, al verme pegó un pequeño salto y se enderezó. El tipo se estaba masturbando. No era la primera vez que lo sorprendía, más que mal el tipo era feo y viejo, o no sé si viejo, pero lo que hiciera con su cuerpo me daba lo mismo, lo que me incomodaba era que mi madre vivía ahí, muy cerca de ese sujeto raro e entrometido.
-Buenas noches- saludó.
-Sí, buenas- respondí secamente.
-¿Viene a ver a la mamá?- preguntó.
Qué pensaba ese imbécil que iba a ser a esa hora ahí donde yo no vivía.
-Sí- respondí-, le traigo un encargo.
-Si quiere yo se lo doy- me dijo.
-No gracias- respondí, y me encaminé rápidamente hacia la escala.
Subí los tres pisos y dejé la caja al lado de la puerta para tocar el timbre. Lo toqué una vez, dos veces, tres y no abría la puerta. La sordera, pensé, seguro que se sacó el audífono y no me va abrir nunca.
-¿No le abre la mamá?
Hijo de puta impertinente, pensé.
-No, no me escucha, debe ser que no se puso su audífono- dije.
-Tengo llave maestra- dijo. Lo miré incrédulo-. Por si acaso. Uno nunca sabe…
-Nunca sabe, ¿qué?
-La gente se muere, caballero… Sola, y bueno, hay que sacarlos…
El tipo me observaba sonriente, el muy hijo de puta. Había hablado hace ni quince minutos con mi madre y ese imbécil me estaba metiendo miedo.
-Páseme la llave- le dije-. Le tengo que entregar la caja a mi mamá.
-¿Que trae?
-No lo sé. Es de ella. La verdad no sé por qué la tengo yo.
¿Por qué me preguntaba tantas cosas ese tipo, qué le importaba?
-A ver- dijo-, parece que por aquí están las llaves.-Se metió las manos insistentemente a los bolsillos hasta que un sonido de llaves hizo que me mirara fijamente y sonriera. Me pasó el manojo con la llave que debía usar, apartada.
-Muchas gracias- le dije, cuando sentí que el cerrojo se habría.
– Pase- me dijo. Le devolví las llaves.
Entré. Estaban las luces apagadas, al fondo del pasillo se veía el parpadeo de la luz que emanaba de la televisión.
-¿Mamá?- No hubo respuesta. Debe estar durmiendo, pensé. Ya iba a ser medianoche y era lógico que se hubiese quedado dormida. Miré atrás y ahí estaba el portero aguardando en la entrada. ¿Por qué no se iba de una vez ese imbécil?
– Se le quedó la caja en la entrada, joven- me dijo mientras la tomaba -. Está pesadita, ¿ah?
– Gracias- dije, mientras entraba al dormitorio y horrorizado me daba cuentra de lo que había sucedido.
La cama estaba bañada en sangre, las murallas, el televisor, el piso. – ¡Mamáaaa!- grité despavorido.
-¿Qué le pasa?, joven.
El tipo estaba a mi lado. Sonreía.
Angustiado y con las palpitaciones casi a punto de hacerme estallar el corazón comencé a buscar a mi madre, grite despavorido, no estaba, no respondía, sentí escalofríos por todo mi cuerpo, sudaba, el tipo estaba parado en la entrada al dormitorio sin inmutarse, ya no sonreía. Tenía la caja abierta…
-Mire aquí, caballero- dijo. Sus ojos brillaban con una ávida y oscura emoción.
Dentro de la caja había un cráneo, aún con algo de piel y de cabello largo. Estaba seca y olía a…
-¿La reconoce?- preguntó sonriente.
-¿Qué sucede, qué es eso?- pregunté temblando de miedo-. La caja no es la que yo traía, era más nueva y el papel…
-¿El papel?- el tipo me mostró los bordes de la caja-, este es el papel, ¿no es así, usted lo sabe muy bien verdad? Es la mamá. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué la mató?
– Yo no he matado a nadie, usted, usted le hizo algo, ¿dónde está ella?
-En la caja- dijo, ahora serio y sin inmutarse.
Me volví hacia la cama manchada con sangre, pero esta, a diferencia de algunos segundos antes, parecía que había estado manchada años, ya que las manchas eran ocres y estaba toda llena de polvo… como la caja.
-¡Ella me llamó ni hace media hora!- grité.
-Tú la mataste- respondió-, la mamá sólo quería su compañía y la mató. Pobrecita.
-No, no es verdad, cállese de una vez, voy a ir donde la policía.
Lo empujé fuertemente y salí da ahí, pero él me gritó:
-¡Y después no pudo con la culpa y ya sabe lo que pasó…!
No sabía, realmente no lo sabía. Nunca lo supe hasta que llegué al auto y partí rápidamente en dirección a la policía. En la comisaría no había nadie. ¡Ese infeliz había matado a mi madre!
Uno de los pasillos terminaba en una escala que subía al segundo piso.
-¿Hay alguien aquí?- Grité -¡Tengo que hacer una denuncia urgente!
Nada de nada. Mi voz repercutía entre todos los rincones de aquel edificio.
Subí al tercer piso, al cuarto, quinto. Me detuve en un ventanal que daba a la calle. Afuera se veía la ciudad completamente desolada y tenebrosa, el cielo era más oscuro que la noche más oscura que tenga memoria. ¿Dónde se fueron las estrellas?, dije.
-Se fueron con la mamá y sus hijos, y su esposa- la voz del conserje retumbó en mis oídos. No me extrañó oírla.
-¿Qué pasa?- pregunté.
– El día sí llegó- dijo la voz.
-¿Qué día?
-El último. Ese día.
-No lo recuerdo- dije completamente entregado a mi suerte.
– Claro que no, pedirás olvidarlo. Ahora y después.
-¿Después?
– Sí, como siempre.
-Tengo miedo-dije- mucho miedo.
-Nadie lo tiene ya. Todo acabó suavemente luego que la última hora se cumplió. Sólo cuando los culpables recuerdan y piden perdón… y piden olvido.
Me volteé para ver el rostro de aquella voz pero no había nadie. No pedí olvido, no pedí perdón. Solamente quise saber la verdad, quise saber por qué había hecho lo que hice. Pregunté nuevamente por las estrellas.
-Ellas- me dijo la voz sin forma-, no estarán más hasta que tú y tus iguales se respondan solos la pregunta y no se engañen más.
Silencio. Bajé lentamente las escalas mientras pensaba en todo lo que estaba a mi alrededor y más allá.
Todo estaba claro. Claro como el agua: Ya nada existía, todo había terminado quizás hace cuanto tiempo, no sé si habrá sido el 2012 u otro año, pero de que todo se había acabado tan sutilmente que muchos no nos percatamos, era un hecho. Y aquí estábamos, todos los que se habían condenado a sí mismos, por culpas, crímenes o quizás que otra razón. Y estaríamos aquí hasta el momento en que nos liberáramos de nosotros mismos y nuestras culpas. ¿Qué sabía yo de todo eso?, me pregunté, mientras desesperado quería llorar. Me subí al auto y saqué ansiosamente un CD cualquiera de la guantera para escuchar camino a mi departamento. Comenzó a sonar un blues viejo y monótono, lo cual me pareció tragicómico para esa ocasión en particular. Ciertamente deseaba olvidarlo todo, pero me negaba, me negaba y me negaba.
Al llegar al departamento caí sollozando sobre la cama. Sé que lloré hasta que dolió y luego el dolor se trasformó en agotamiento y luego me perdí en mis pensamientos y sueños.
***
Al día siguiente, luego del almuerzo, me encontraba con los gatos viendo una película antigua en la televisión, y el teléfono sonó una y otra y otra vez. Era mi madre (para variar) y pedía su famosa caja azul que había dejado casualmente en mi departamento hace unos días. La necesitaba urgente, me dijo, quería que me apresurara; lo sé, le respondí, ya lo sé, por supuesto que lo sé.
Ahí estaba la caja al lado del televisor: nueva, azul y brillante. Realmente parecía sonreírme. Iré, eso sí, después de ver a Daniella, pensé, mientras me levantaba casi como un zombi para ir al baño.
Ilustración: Brick, de Matt Taylor